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Crónica periodística

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Crónica periodística

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Considere que lo han mandado para Mamanantuabo con el encargo de fundar un periódico y le aclaran que:

  • – no hay el menor chance de conseguir imprenta, ditto, mimeógrafo ni cosa parecida;
  • – no se recuerda que haya existido ningún periodista residente en el lugar, ni se espera que aparezca por ahora;
  • – quizás puedan resolverse veinticinco o treinta hojas grandotas de papel de vez en cuando, ni soñar con bolígrafos, portaminas o tarecos parecidos; 
  • – no mencione máquina de escribir, y ni sueñe con computadoras e impresoras.
  • – la plantilla tiene que conseguirla “in situ”; no invente secretaria, ni recepcionista, ni siquiera un humilde tracatán B;
  • – si se le ocurre algo que no sea aullar, sepa que clasifica como “altamente creativo”.

Sin embargo, allá por el 1810 tomaba guarapo en esta ciudad Don Antonio Herrera y Gordo, y si quiere mayor precisión busque el 63 antiguo de la calle San Ramón, actual Enrique José Varona, pues allí vivía este abogado principeño, a quien no le tosía el anirista más pintado ni le alteraba el resuello el más exigente de los Fórums actuales o futuros. El hombre fundó el primer periódico camagüeyano, que salía cada quince días y llegaba nada menos que a doscientos suscriptores, que era un porcentaje muy respetable de los vecinos capaces de leer en aquellos tiempos.

El hombre se buscó veinte escribientes, dejó mochos a los guanajos, gallos y patos del vecindario para resolver con qué escribir. Un alfarero hizo veinte tinteros de barro que imagino muy parecidos a los tinajoncitos que conocemos todos. La tinta la fabricaron con hollín, alcohol y vaya usted a saber qué otra cosa, los sentó alrededor y a dictar se ha dicho. A falta de Internet se usó transbemba, y con la entusiasta colaboración de alguna que otra vieja bien informada, se iba redactando, manuscrito, cada número de El Espejo.

Cada “tirada” contaba con veinte ejemplares, y se acabó. Allí comenzaba otra genialidad: veinte suscriptores priorizados los recibían, y tenían el deber de entregarlos, después, a otros veinte, y así sucesivamente cada ejemplar cambiaba de suscriptor diez veces. ¡Véngame ahora con cuentos de ahorro!

Cuando los lectores fueron entrenándose y ganaron velocidad, fue posible que cada número terminara su ciclo en seis días, y la edición pasó a ser semanal.

Dos años después, otro principeño llamado Don Mariano Seguí trajo la primera imprenta que funcionó en nuestra ciudad. Como puede sospechar, la tirada fue diaria, el nombre se cambió a El Espejo Diario y las viejas no daban abasto para mantener sus corresponsalías al nivel adecuado.

Como el correo pasaba por Puerto Príncipe dos veces al mes, una desde La Habana y otra de regreso desde Santiago de Cuba, lo que a veces se enriquecía con “correos reales” no sistemáticos, el grueso de las noticias tenía que ser local, y recuerde, nada de fotos.

Lamento no haberme enterado del precio de cada ejemplar. También hay algo que me ha dejado perplejo y merece una investigación adicional. Usted y yo sabemos el utilísimo y triste fin que tiene la mayoría de los periódicos. Con tan minúscula tirada, que además debía pasar de mano en mano, sin la menor posibilidad de llegarse a una shopping y resolver un rollo de papel higiénico, sin agua corriente en las casas y con gran cantidad de artículos envasados en catauros, ¿cómo se las arreglarían para higienizar el extremo meridional de sus aparatos digestivos?

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