El Ferrocarril Central que hoy une con lazos de hierro ambos extremos de la isla, es una formidable máquina de paz y de progreso, de civilización y de cultura. Lo que pudieron aprovechar los españoles como nuevas cadenas para ceñimos a su dominación insoportable, lo posee ya Cuba libre para asegurar por medio de la estrategia industrial una próxima era de imponderable riqueza, paz, orden y cordialidad en toda la nación.
Cuba no tenía fronteras en su territorio vasto y exuberante, ni se dividían sus provincias por caracteres étnicos, ni por dialectos ni por tradiciones; pero, el regionalismo, el provincialismo, el localismo, el espíritu de campanario, perturbaban y dificultaban antes la cohesión de un noble pueblo que sólo tenía una noble aspiración. El ferrocarril de Sir Van Horne, llevado a cabo con probada transgresión de las leyes (que para eso han sido escritas regularmente, para hollarlas; y que en los casos de pública utilidad, como el de la construcción de nuestra gran vía, más que castigo de los tribunales, merecen los delincuentes entusiastas gritos de alabanza), ha acabado, o acabará de una vez y para siempre, con aquella desacertada pasioncilla que nos dominaba a todos, y que nos hacía creer que nuestra ciudad natal, nuestra villa, nuestro pueblo, nuestro caserío, nuestro villorrio, nuestro barrio, era mejor en todos sentidos, que los otros juntos.
Aquella predisposición de unos contra otros, ha desaparecido casi por completo; con su blanco penacho de humo, el tren victorioso ha formado una sola hueste con todos los pequeños grupos dispersos que formaban cuerpo aparte en toda la extensión de la tierra más fermosa, como el jefe ídolo que sugestiona y avasalla, arrolla y pasa, y ve agrandar sus filas al paso de su corcel...
Yo no hubiera conocido nunca a Puerto Príncipe, a Camagüey, de no realizar mi reciente viaje por el ferrocarril a Santiago de Cuba, la enconada y la hermosa. Porque era muy dificultoso el viaje a aquella ciudad que tanto me ha encantado y de la cual guardo impresiones que he de estampar en esta serie de notas.
El sueño aquel de que existiera un ferrocarril que me transportara desde el centro de la Habana, al barrio de la Marina en Santiago, lo he realizado.
Ha sido un deslumbramiento mi audaz correría. Nuevo Colón, he gritado ¡tierra!, al sentirme todo ufano sobre la mía, en alas del tren volador que, como la vértebra, es el nervio principal de un pueblo aun triste, que mira en el horizonte formarse el inmenso arco de esperanza que le asegura un paraíso terrenal...
Coche mambí, fabricado en los Estados Unidos y utilizado por los presidentes de la República de Cuba.
II
De un solo paso dejamos atrás la monotonía del paisaje, que se extiende desde la Habana hasta Santa Clara, de un único tono verde, a trechos matizado por el color rojizo de la tierra húmeda y fértil.
Hemos dejado a nuestras espaldas el rumor de las ovaciones populares al Presidente de la República, sonriente y complacido. El tren corre veloz, y en el vagón abierto, por donde penetra violentamente el aire y cuyo pavimento ensucia el polvillo del carbón que a ratos nos ciega o enciende los ojos, vénse reunidos en pequeños grupos los más de los que formamos la comitiva. Ya hemos anotado los periodistas en los bloks, los vivas, los discursos, las comisiones oficiales, el desfile de niños de las escuelas públicas, los himnos patrióticos, los últimos adioses de todos los paraderos...; fijado en las cuartillas las escenas más culminantes de cada parada, para que no se demoren los telegramas y entregarlos en competencia noble en la primera estación telegráfica para que se los vaya tragando la vorágine insaciable de la rotativa. Abandonamos lápices y cuadernos, encendemos puros o cigarrillos, y dirigimos la vista a una y otra banda del carro. Ya no era monótono el paisaje. La vegetación admirable de la inmensa región de Las Villas, dejábase contemplar en toda su desnudez por nuestros ojos ávidos... y martirizados por el polvillo de la hulla.
A ambos lados de la vía, el terreno alto y sinuoso veíase cubierto de una vegetación briosa y retozona; enredaderas que trepaban a lo más culminante de las palmas, grandes árboles y arbustos; bejucos que se retorcían abrazando los recios troncos, y por sobre toda esa masa de verdura, sonriendo a la mañana esplendente, las matizadas campanillas silvestres, como si tocaran a gloria.
La inmensa región de Las Villas es la que da la idea del gran esfuerzo que hacen los cubanos por la reconstrucción de su país. Sin dinero, casi sin crédito, con enérgica voluntad más que con otra cosa, admírase por aquellas comarcas lo que trabajan y fomentan nuestros hacendados y agricultores. Cañaverales que se pierden de vista y “que ondean camo un mar”; fincas extensas y ricas de pastos y de arboledas, que se cercan de alambres; por allá una casa que se levanta, otra a la que se le termina la cobija; tierras que el arado ha hollado ya para recibir la simiente, y por encima de todo eso, arrieros que pasan canturreando alguna décima, no para espantar sus penas sino para abrir el alma a nuevas aspiraciones de holgura y reposo.
El desmonte ocasionado por la instalación de las paralelas, ha amontonado a cada lado de ellas enormes e interminables montones de leña, simétricamente acondicionados para luego aprovecharse comoi combustible por las maquinas famélicas. Bejucos contorsionistas y trepadoras coquetonas a grandes trechos convierten esos montones de leña seca en murallas de verdura. Hay combustible para muchos años.
Las llanuras del Camagüey, amplias como una pampa, forman horizonte. Ya se han importado para esa región más de doscientas mil cabezas de ganado; pero por donde pasa el tren no se ve una sola, ni se escucha el mugido gutural y fúnebre de una vaca.
A todo lo largo de la vía, desde el. centro de la isla hasta el extremo oriente, yacen hacinados y confundidos grandes troncos de ricas maderas a medio labrar, esperando el acarreo y el viaje por mar.
¡Salve, fecunda zona! exclamaba yo viendo aquellas esmeraldas que me rodeaban, aquellos arroyos que serpenteaban como culebras azules, y todo aquel panorama maravilloso que pasaba ante mi vista asombrada, como un prodigio.
Se me había dicho que la línea del Ferrocarril Central se hallaba en pésimo estado. Que flaqueaban los cimientos de los travesaños y que ondulaba el tren como un barco. Tan sugestionada hallábame yo por esa idea, que esperaba de un momento a otro echar la papilla; pero se exagera mucho. Hay algunos tramos en que, efectivamente, el tren bambolea, como si la máquina estuviera beoda, pero son pocos tramos, que ya se irán componiendo, como me decían Chuchito Manduley y Alcides Betancourt.
Pero... ¡silencio! que ya los orientales se amontonan en los ventanillos y exhalan gritos de admiración ante las lejanas serranías del bravo Oriente: hemos salido de San Pedro de Cacocún (sic), y esto no es ya paisaje, sino asombro. Mirad: ¡por aquí es más alta y más imponente la montaña, más ancho el río, más diáfana la atmósfera, más azul el cielo! Ved: la naturaleza parece estar en continua rebeldía, porque los árboles crecen de orgullo, la vegetación asalta las alturas y el río azul y cristalino, saca el pecho como el Tajo para gritar: independencia!
Una estación en Las Villas. Cortesía de Pável García.
III
Nuestro gran Ferrocarril Central —“la vértebra”— no producirá dividendos en algunos años, porque todavía no es casi más que un puente echado entre dos riberas desiertas. Hoy esa obra magna, de imponderable utilidad en lo porvenir, no produce sino gastos a sus empresarios.
Será necesario tiempo, cuya duración no puede calcularse, para que el país entre en franca producción y desarrolle los inagotables manantiales de su riqueza. Ayer mismo acaba de decir Yero en Nueva York una verdad que anda en boca de todos, particularmente en lo que se refiere a la segunda parte, pues en lo que a mí respecta aún no me he dado cuenta del verdadero beneficio que puede reportar a Cuba el Tratado de Reciprocidad que debe ser aprobado o rechazado en el Congreso norteamericano el día trece: “Comercialmente considerada, ha dicho el señor Secretario de Gobernación, la situación de Cuba es buena. Nosotros miramos confiados el porvenir, porque creemos que el tratado de reciprocidad será aprobado. Ratificado ese convenio y «pagado el ejército», Cuba entrará en una era de prosperidad sin precedente en su historia”.
Cuando quede pagado el ejército libertador, con empréstito o por cualquier otro medio, comenzará a asentarse sólidamente la tranquilidad en nuestra tierra. Los autócratas, jugando con el vocablo, dicen que tranquilidad viene de tranca; yo digo que de que Tranquilino tenga dinero sonante en la bolsa.
He recorrido la Isla de cabo a cabo —no pongo rabo porque aquí nadie anda a la cola—y he sacado la consecuencia de que todo el mundo quiere cobrar su soldada prometida: el uno para levantar un bohío, porque vive bajo yaguas o a campo raso; el otro, para comprar una caballería de tierra y otra de carne; el de más allá, para cercar y sembrar su estancia, sitio o cafetal; el de acullá para explotar su vega; el principeño para aumentar su ganado; el de las Villas para fomentar una colonia de caña; éste para comerciar con maderas; aquél para traficar con plátanos... algunos, muchos, para casarse y aumentar la especie, y los menos, para irse a gastar la plata “a la Bana” o al mismo París de Francia... ¡Es necesario! pagar! Denle ustedes la palanca a Arquímides, y levantará el mundo.
Entonces será cuando todo progrese como por encanto. El más grave de los problemas que rodean la República de Cuba es ese de la paga del Ejército próxima a resolverse satisfactoriamente, según asegura el Gobierno. Cuando todo el territorio esté sembrado, vendrá la bíblica lluvia de maná a sacarnos la tripa de tantos malos años.
El que mira a Cuba como yo la he visto al paso ¡¡ ay!! de mi landó, o al paso ¡¡ay!! de mi caballo, podrá advertir cómo es ella hermosísima durmiente en el bosque, que espera al príncipe azul de sus ensueños para brindarle tesoros de amor y de dulzura.
IV
En el mismo centro del arco de esmeralda que forma nuestra isla, dormía y aún parece que duerme la romántica Santa María de Puerto Príncipe, perezosa ciudad cuyo letargo interrumpe, con sus estridentes fotutazos, el nuevo tren que cruza el territorio cubano.
¡Con cuánta curiosidad me engolfé en sus calles mal empedradas y retorcidas! Se respira allí el más puro y sano ambiente de criollismo, como si no hubiera pasado el tiempo, como si el almanaque mudo marcara una fecha de algún año de gracia de comienzos del siglo pasado. Un quietismo patriarcal y somnolente envuelve en una atmósfera clásica la vetusta ciudad, amplia y llana, cuyo cielo de un azul vivo, agujerean las quince cúpulas de sus arrogantes iglesias de piedra.
Huyendo de la aglomeración, esquivándonos del barullo de la fiesta con el ansia infinita de llorar a solas, como decía el gran poeta Casal, una noche, tres amigos compenetrados en el mismo sentimiento, vagamos al azar desenredando el laberinto de aquellas calles, callejuelas, plazas y atrios. Un cuarto de luna rojo, como una hoz acabada de forjar, amenazaba cortar la cúpula de la iglesia de La Merced. La ciudad dormía profundamente; reinaba completa oscuridad; no se advertía un sólo rayo de luz en ningún reverbero público, en ninguna hendija. El eco repetía el ruido de nuestros pasos, y yo pensaba que de haber alguna persona desvelada en Camagüey aquella noche, nos tomara tal vez por ánimas en pena.
Estábamos en un revuelto esquinazo, de donde partían tres o cuatro callejones artísticamente irregulares, cuando detuve a mis amigos:
—Cuidado, no paséis; porque presumo que al revolver de la esquina hemos de encontrar dos embozados cruzando con enojo sus aceros.
El pueblo acudió al Hotel Camagüey a saludar a Estrada Palma durante su estancia en Camagüey. Cortesía de Pável García.
Ciudad española medioeval, pero rebelde desde su fundación por el medio en que se la trasplantó,
Puerto Príncipe se dotó ella misma de un sello original y propio: aprovechó la tradición de sus mayores para sembrar de blasones sus espaciosos solares de hijodalgos, y añadió el “de” nobiliario a sus apellidos fundamentales: de Varona, de Miranda, de Quesada, de Agüero... Para los nombres de pila desechó los vulgares, y todavía se escuchan como cosa corriente los adioses a Alcides que toma el tren, a Epaminondas y Temístocles que pasan a caballo para su finca, a Orestes y Scipión que van a la oficina, a Pulaski, Arístides, Eneas, Hernani, Lope y Rolando, que abandonan la acalorada discusión política en el patriótico Liceo.
España con sus tradiciones y su viejo arte arquitectónico y Cuba, con su espíritu indomable de independencia y rebeldía hicieron ese maridaje raro y poético que se llamaba Puerto Príncipe y que hoy se nombra oficialmente Camagüey, que era el título indio de antiguo caserío de siboneyes.
Allí han quedado estancadas sanas costumbres y hábitos de la antigua sociedad cubana, hoy europeizada o americanizada en los puertos de mar por el roce continuado con otras gentes más adelantadas y más perversas.
Camagüey era inexpugnable y cerraba sus murallas de la China morales, donde termina el hermoso barrio de La Caridad, con su ancha calle que sombrean grandes árboles, y que coronan cinco hilos telegráficos y telefónicos en que crecen y se desarrollan enmarañados curujeyes, como para demostrar la fuerza exuberante de la vegetación principeña. ¡Ay! Pero aquellas murallas han caído como las de Jericó, al paso de la locomotora vertiginosa y triunfante.
¡Camagüey! Jamás olvidaré mi paso por tu venerable recinto, tradicionalmente hospitalario y dulce; nunca olvidaré tus anchos patios en donde enterrados yacen, abiertas las enormes bocazas, los increíbles tinajones, cuya agua potable no puede tomar el forastero sin correr el riesgo de rendir allí su corazón y salir casado de la vicaría...
Por dondequiera que yo vaya en lo adelante, he de llevar el recuerdo de aquellos ojos profundamente negros y brilladores que asomaban por los postigos de las casas antiguas de grandes aleros en donde revolotean las golondrinas; de aquellos ojos de las mujeres de cabellera ya gris, que eran dignas de ser de la generación del gallardo Ignacio Agramonte, el caballero sin tacha y sin miedo, el Rolando inolvidable de nuestra historia.
V
Si éstas no fueran sino ligeras notas del reciente e interesante viaje que emprendí y llevé a cabo, agregado como periodista a la comitiva oficial que acompañó al señor Presidente de la República a través y a lo largo de la isla, tendría yo que escribir grueso volumen, de decidirme a estampar las dulces, nuevas, tiernas e inefables emociones que me produjo mi visita a Santiago de Cuba, la vieja ciudad en que vi la luz primera, y de la que faltaba hacía muchos y largos años.
Había caído la noche cuando llegaba el tren a San Luis, y allí fueron los primeros abrazos al más cercano y querido pariente y a los antiguos amigos. Mucho corría el ferrocarril; que apenas se detenía o no paraba en las estaciones intermedias; pero mucho más que el tren volaban mis ansias por pisar el recinto de la vieja ciudad en que descansan los restos de mis abuelos, ¡los de mi madre! y los de tantos seres amados que fueron cayendo en el camino que todavía prosigo...
Un largo resoplido del férreo hipogrifo, dio la señal de que entrábamos en el último paradero. Se escuchaba el inmenso clamor de la multitud arremolinada, apeñuscada, para ver, saludar y vitorear al Presidente. ¡Cuba! ¡Santiago! ¡El plan de la Marina! Parecíame un sueño mi presencia allí, en mi patio. Figurábame haber dado hacia atrás de algunos lustros, un dichoso salto que me convertía en niño, en adolescente, cuando acompañado de mis alborozados condiscípulos, corríamos por la ancha explanada que conduce a la sombreada Alameda. Realmente, el milagro se había efectuado; en mis venas circulaba sangre bullidora, y todos mis pensamientos y recuerdos del presente se me borraron de la mente, que sólo tenía espacio para rememorar perdidas remembranzas, para reconstruir borrosas escenas, para resucitar un pasado melancólico y poético, que llevo como un álbum íntimo junto a mi corazón.
Dejé pasar el inmenso gentío, y en vez del indolente quitrín que yo había dejado años atrás, vino a auxiliarme cómodo coche de alquiler, con hermosa pareja de caballos. A cada paso, un recuerdo que me hería vivamente la imaginación: las muestras de los números y los nombres de las calles, yo los conocía; las mismas casas antiguas y típicas, que yo había conocido, con sus viejos balaustres de madera torneados; las empinadas cuestas, las torres de las iglesias, la animada calle de Santo Tomás, la Plaza de Armas (hoy Parque de Céspedes) y la hermosa Catedral que se destaca elegante y airosa sobre dilatado, alto y macizo atrio enverjado.
¡Todo aquello era mío! ¡Todo! El área entera de la ciudad que yo abarcaba con mis ojos ávidos... Y el nudo aquel en la garganta se me deshizo en lágrimas de la más pura felicidad.
Santiago de Cuba, de la que he de seguir hablando, ha sufrido—si es sufrir embellecerse—una gran transformación. Después de la guerra hispano americana, los interventores del Norte prestáronle el impulso de su progresiva y civilizadora acometividad, aquellos derriscaderos que se llamaban calles, fueron asfaltados en una gran parte, y dotados de buenas aceras de cemento. Muchas cuestas de inaccesible o dificultosa pendiente, fueron rebajadas, y el pavimento insuperable que hoy tiene, préstale a Cuba un aspecto de ciudad moderna—con su tanto de convencionalismo—porque si se alza la mirada hacia los edificios—salvando alguna que otra reconstrucción y adorno—la ciudad semeja una anciana con escarpines de raso.
En los últimos tiempos de España, Santiago había perdido el gas, por angustiosa crisis económica de la antiquísima empresa. Del gas, retornó al aceite, y de éste se levantó a la luz eléctrica con que la iluminaron los americanos.
La primera noche que pasé en Santiago de Cuba, en el seno de mi familia, hubo un gran temblor de tierra. Yo no lo sentí. Habían temblado demasiado mis nervios con tantas emociones, para que el misterioso fenómeno subterráneo me despertara del sueño inefable en que me hundía...
Santiago de Cuba a inicios del siglo XX.
VI
Santiago de Cuba, la enconada y la hermosa, se halla muy enferma de neurastenia. Nerviosa como una morfinómana, aquel reposo, aquella tranquilidad patriarcal de que gozaba en tiempos ya idos, es un agradable sueño en el que quisieran sumirse los pocos que allí viven apartados de las luchas crueles que produce el desencadenamiento de las pasiones.
Parece que es el diablo de la política el que allí convierte en enemigos hoscos e irreconciliables a los que tan íntimamente ligados vivieron siempre por el acendrado amor a la ciudad natal, por el patriotismo ferviente, por los lazos sociales que nacieron en la alegre y cordial comunión de las escuelas, por los vínculos de la sangre y de la familia; pero ese tremendo desconcierto cuyas culpas se hacen cargar a la política, no es sino una guerra social y sin cuartel, de la mitad de una sola clase social contra la otra.
Andaba yo allí sobre ascuas, sin querer darme a partido, oyendo a éste y escuchando a aquél... ¡Dios mío! ¡Qué triste papel el de auditor de guerra, que yo desempeñaba, huyendo de que unos y otros me motejaran de parcial, y aún de pastelero!
He vuelto a La Habana; lejos me hallo de aquella hermosa tierra tan hondamente querida por mí, y aun recuerdo con tristeza la enemiga ponzoñosa de mis condiscípulos, ya hombres de peso, negándose el saludo al pasar... He vuelto al cosmopolitismo de la capital, y aun no me atrevo a dar opinión, no sea que se me ofendan mis mismos parientes, republicanos unos y nacionalistas otros.
Las bellezas del físico mundo,
los horrores del mundo moral,
como dijo el inmortal Heredia muy ajeno de que esto iba a pasar en el mismo seno de la ciudad en que nació y en este tiempo de independencia y libertad.
Santiago de Cuba cuenta con una distinguidísima y culta sociedad, de refinados y exquisitos gustos. Desde tiempos muy atrás han sido sus hijos, proporcionalmente, los que mayor contingente de viajeros han dado a las estadísticas. Su gran alejamiento de la Habana, la carestía de las comunicaciones con la capital y la importancia de su bello puerto —manso lago suizo rodeado de montañas orgullosas—, que lo hacía escala de línea de vapores que cruzaban el Atlántico en todos sentidas, causas eran de que los de Santiago fueran a educarse a Europa —a Francia sobre todo— y a los Estados Unidos, y de que, tanto para sus viajes de educación como para los de recreo, directamente salieran de Cuba y a ella regresaran, sin haber conocido La Habana.
En Santiago de Cuba, dentro del muy agradable círculo de sus familias principales, es cosa corriente el francés, el inglés, el italiano, hablándose tête-à-tête en los salones.
La música clásica y la música de los grandes maestros reformadores del divino arte, allí tiene sectarios virtuosos que saben amarla con fervor. En sus escogidos centros de recreo, clubs de alto tono en que la distinción impera, el que llega a Santiago puede admirar en extremo agradado, si es noche de fiesta la que pasa, la intachable elegancia de sus mujeres, su belleza resplandeciente e imperecedera y la gracia soberana de su conversación, que parece una melodía acompasada por el mariposeo) de los abanicos de nácar y de oro, legados a sus nietas por las opulentas abuelas.
Así lucía la Catedral de Santiago de Cuba en 1902.
VII
El día antes de abandonar la ciudad de Santiago de Cuba, la tarde amenazaba lluvia; pero eso no fue obstáculo para que desistiéramos mi cariñoso cicerone y yo de tomar un coche de blandos muelles, tirado por un par de recios caballos americanos para dirigirnos a la cumbre de la famosa Loma del Puerto de Boniato, desde la cual se divisa uno de los panoramas más bellos del mundo.
Desde las afueras de la población, yérguese entre todas las que le rodean, la soberbia montaña, áspera y montuosa, en cuya cúspide se miran, como dos casitas de nacimiento de Belén, dos rústicos bohíos de pajizo techo. Hasta allí, hasta aquella colosal altura, ha de llevarnos el coche. ¿Es que podrán rendir el viaje los alazanes hasta aquel sitio en que las pesadas nubes grises, como perezosas almohadas, descansan en los picachos?
Salvada la regular calzada que conduce al pueblecito de Boniato, muy cerca de Santiago, y después de contemplar a la falda del monte secular boscaje de laureles, que prestan sombra a una hondonada en que vierte sus cristales misterioso manantial, se abre a la vista el gran camino ascendente—obra de romanos—que costó más de doscientos mil dollares (sic) al tesoro cubano, y que fue proyectado y llevado a cabo por el general Wood, ferviente amador de aquellos contornos, a los que quiso unir para siempre su nombre de militar gobernante.
Cuando el camino se construía, y en los trabajos hallaban salvadores jornales centenares de obreros que aun andaban famélicos después de la guerra, la prensa de oposición recelosa, puso el grito en el cielo porque aquello era un gasto caprichoso, loco. Repercutió la queja en los Estados Unidos, y allí fue bautizado el “camino militar” con el nombre que aún conserva: “Foolisli-s Wood”: “la locura de Wood” (sic).
Dejando a un lado algunas consideraciones, esa locura en mi sentir, fué sublime. Lo hecho, hecho está; y Santiago tiene en “la locura” del general americano, el mayor de los atractivos, porque bien puede hacerse el viaje de un extremo a otro de la Isla, por contemplar atónito la afamada y admirable obra de ingeniería.
Ábrese el camino en amplia calzada, de duro y acamellado pavimento gris oscuro, y en suave pendiente, haciendo zig-zags por los flancos de la enorme eminencia. A cada lado, y en medidos tramos, álzanse sólidos sostenes o columnatas de cemento petrificado, y cuando éstos concluyen, un muro interminable limita el camino, guardando a las caballerías de un mal paso. Hay que ver el muro y apreciarlo con ojos de artista. Los ingenieros aprovecharon los ricos despojos de los barrenos y minas necesarios para abrir la vía, y recogiendo las piedras multicolores, graníticas y calcáreas, que la dinamita extraía de sus alvéolos, fabricaron el muro romano de que hablo: macizo, regular, sólido, que parece una pintura prerrafaelista, porque al adaptar unas con otras las partes planas e irregulares de las piedras de colores diferentes, las unieron con gruesas líneas de cemento hidráulico, que hacen el efecto de esos ribetes caprichosos que fijan las líneas y el contorno de los dibujos modernistas.
A medida que se avanza, se sube al cielo. Son pocos dos ojos curiosos y observadores para irlo abarcando y anotando todo... El sol declina en un sudario húmedo y grisáceo. A un lado y otro de “la locura”, abren sus fauces, de diez en diez metros, tragantes que esperan las aguas arrasadoras que vienen de arriba cuando cae el aguacero tropical. ¡Otro tramo más! A pesar de la calculada pendiente, los caballos del coche dan resoplidos, que les hinchan y vacían los ijares... No se me permite mirar hacia abajo todavía, porque es necesario a la emoción completa que se alce el telón de una vez. Tengo que conformarme con mirar la montaña destripada y herida, los árboles frondosos y las enmarañadas maniguas que la abruman. ¡El último tramo! Desde este ángulo no hay más que un paso hasta la cumbre en que se veían las dos casitas de nacimiento. ¡A ver! Hay un abrevadero de granito, junto a la pequeña explanada. Un chorro cristalino cae monótono sobre el recipiente, siempre a un mismo nivel, y los caballos sumergen los belfos y se hartan.
El mismo titán de los versos de Núñez de Arce ha rajado la montaña en dos y formando un ángulo, e incrustada en la peña, en lo alto, se lee sobre verdosa plancha de bronce, la inscripción de Wood, haciendo la historia en inglés de su locura.
¡Arriba! Sacuden los caballos la pereza y llegamos a la cúspide. ¡Dios de Dios! El sol moribundo ha dejado una herencia de luz amarillosa, que parece que dora las cúpulas agrestes, los vallecillos hundidos, el inmenso horizonte de verdura que contemplan mis ojos empañados. Todo lo miro a mis pies: la augusta serranía, la bahía como un lago suizo, y allá abajo, por sobre las montañas del Sur, en que pesadamente duerme el Morro, el horizonte dilatado y bravo del ancho mar. Frente a mí, hacia la izquierda, mírase la ciudad de Santiago, retratándose en su indolente bahía. Y me viene a las mientes la quintilla de Polo, ya citada en caso semejante por un mi inolvidable tío, el injustamente olvidado escritor cubano José Joaquín Hernández:
Junto al agua se ponía,
y las ondas aguardaba,
y al verlas llegar, huía;
pero a veces no podía
y el blanco pie se mojaba…
1903
Postal impresa en Estados Unidos. Nótese la sugerente manera de describir al grupo de niños.
Tomado de Obras completas de Enrique Hernández Miyares. Prosas. La Habana, Imprenta Avisador Comercial, 1916, pp. 281-300.