Señor Director de El Siglo:
Muy señor mío y de mi aprecio:
Ha llegado a mi noticia, una cuestión extraña, suscitada —según me dicen—, por el acreditado periódico que usted dignamente dirige, y no pudiendo menos de decir a usted algo sobre el particular, espero merecerle el obsequio de que se sirva dar publicidad a mis palabras en el mismo diario que ha promovido la indicada polémica.
Si al tratarse de un homenaje rendido a los escritores cubanos se me hubiera excluido del número de ellos por no juzgarme acreedora a semejante honra, no sería ciertamente yo quien de ello se quejara; porque si el fallo expresaba el juicio del país, debería y sabría respetarlo, y si sólo autorizaban los nombres de algunos pocos individuos susceptibles de pasión, me importaría muy poco la sentencia de tan incompetentes jueces; que más bien que ofenderme, se ofenderían a sí mismos, prestando campo a que se les creyese dominados por bastardos sentimientos.
Pero la cuestión no ha sido eso, según tengo entendido, pues lo que se ha dicho es que se me excluía del número de los escritores cubanos por no ser yo cubana sino madrileña; cosa que a entenderse como suena, me parecería dicha exprofeso para hacer reír, toda vez que nadie ignora en esa Isla que nací allí, y que allí hace pocos años se me dispensó por entusiasmo patrio una honra solemne y pública, superior, sin duda a mis merecimientos. ¿Qué es, pues, lo que significa una aseveración que no es posible tomar en su sentido simple? Visiblemente se desprende que lo que significa es que no se me juzga cubana por el corazón; que se me cree hija desnaturalizada del país a quien tanto debo...; en una palabra, la exclusión que se hace de mí, más carácter tiene de una queja, de un resentimiento, de un castigo que se reputa justo, que no de un desdén o menosprecio —que resultarían desmentidos por solemnes testimonios anteriores—, o de un verdadero error respecto al punto de mi nacimiento, que no posible exista. Decir que el poeta no pertenece al país donde nace, sino a aquél en que escribe, es sofisma tan pueril que, no pudiendo persuadirme recurran a él mis compatriotas por inexplicable afán de desposeerme de mis escasos merecimientos literarios, me veo forzada a suponer que hay en el fondo de tal sofisma algo que lo disculpe y lo origine, y que ese algo oculto corrobora la idea de que la exclusión de que se trata es un castigo, una muestra ostensible de que se me juzga ingrata para con mi país, y en tal concepto, indigna de ser contada entre sus hijos ilustres.
Sólo así, señor director de “El Siglo”, encuentro explicación al hecho que motiva estas líneas, y explicación tanto más clara e indudable para mí, cuanto que antes del hecho mismo me era conocida la suposición que le presta fundamento, según voy a manifestárselo a usted lo más brevemente posible.
Hace algunos meses tuve el gusto de recibir la visita de un distinguido poeta y crítico peninsular, quien se sirvió hacerme saber que había el pensamiento de publicar en Madrid una colección de escritos en castellano, escogidos, de autores contemporáneos, y que hasta tuvo a bien dicho notable ingenio el consultarme sobre si convendría que los escritores cubanos figurasen confundidos con los peninsulares o fuesen colocados entre los hispanoamericanos, a quienes se dedicaba un tomo especial de la obra. Le dije lealmente que, en mi humilde opinión, sería mejor lo último, porque me parecía que la naciente literatura hispanoamericana tenía sus condiciones propias, sus defectos y sus bellezas juveniles, que requerían un cuadro aparte del que ocupara la experta y antigua literatura propiamente española. El ilustrado crítico de quien hablo aprobó mi idea, mas sucedió que, al oírme indicando los escritores hispanoamericanos que se proponían hacer figurar en la colección, no pude menos de notar con sorpresa que, habiendo algunos nombres que me eran extraños, faltaban otros que son reconocidas glorias del suelo americano. Hice mi observación, y me fue contestado que el editor colocaba aquellos nombres entre los de los literatos peninsulares, porque si bien habían nacido en América dichos autores, habían vivido y escrito en España...; en una palabra, que quería sentar la peregrina teoría que parece adoptada más tarde por los redactores de “El Siglo”, de que el escritor no pertenece al país que le da vida, sino a aquél en donde él da sus obras. Como era natural, rechacé tal principio; discutimos, me acaloré con la vehemencia propia de mi carácter, y en aquellos momentos llegó un joven cubano, que, por desgracia, se cuidó menos de indagar el motivo y objeto de la disputa que de interpretar a su manera algunas palabras de las que oyó y no entendió. El caso fue que, combatiendo yo la falsa teoría por la cual se intentaba privar a la literatura hispanoamericana de algunos de sus timbres más legítimos, recuerdo haber dicho que si tal teoría se asentaba, tampoco Heredia, yo y otros, deberíamos figurar entre los escritores cubanos, pues nos hallábamos, con respecto a ellos, en las mismas condiciones que Ventura de la Vega, Baralt y los demás excluidos, respecto a los escritores hispanoamericanos; añadiendo, enojada, que, por mi parte, no permitiría a editor alguno disponer de mi nombre a su antojo. El joven cubano comprendió tan al revés mis palabras, que se permitió reconvenirme, como suponiendo que yo me desdeñaba de figurar entre mis compatriotas, y tan irritada estaba por la anterior vivísima discusión, y tan mal me supo el descabellado e inoportuno cargo que entonces se lanzó, que confieso no tuve humor para dar a dicho joven explicaciones que destruyesen su errónea interpretación. Él se empeñó en hablar de poetas cubanos, como si la cuestión hubiese sido su mayor o menor mérito; yo me empeñé en no ocuparme sino de la injusticia con que se quería privar a la literatura hispanoamericana de varias de sus glorias, resistiéndome a que tal mutilación se hiciese dejando mi nombre a discreción del editor, y resultó, por último, un verdadero galimatías en el que no es extraño que no nos entendiéramos unos a otros.
Así me lo probó el que algunos días después supe que el joven cubano y otro cubano también —a quien, sin duda, el primero comunicó sus falsas interpretaciones—, propalaban la voz de que yo me había negado a ser colocada entre los escritores cubanos, pretendiendo que me correspondía estar entre los peninsulares, y hasta añadían que hablaba yo muy mal de las celebridades poéticas del país.
Tales acusaciones, señor director de “El Siglo”, sólo debían hacer reír a quien como yo ha hecho gala en muchas de sus composiciones de tener por patria la de Heredia, Palma, Milanés, Plácido, Fornaris, Mendive, Agüero, Zenea, Zambrana, Luisa Pérez... y tantos otros verdaderos poetas, con cuya fraternidad me honro; a quien como yo cuenta entre sus amigos y hasta entre sus deudos reconocidos talentos, cuya reputación literaria y no literaria legítimamente la enorgullece; a quien como yo ha saludado y aplaudido a esa juventud generosa y brillante de nuestra Patria, que defiende por la Prensa periodística, tanto allá como acá mismo, los intereses del país, al mismo tiempo que ostenta su ilustración...; a quien como yo, en fin, sabe que su mayor gloria consiste en haber obtenido del país una corona que, si no alcanzo a merecer, alcanzo perfectamente a estimar en lo mucho que vale.
Pero aquellas acusaciones, despreciadas por inverosímiles y absurdas, se me presentan hoy como única explicación posible del hecho extraño que motiva las presentes líneas, y en tal concepto no puedo dejar de rechazarlas enérgicamente, como lo hago, gozándome en dar nueva y pública manifestación de que amo con toda mi alma la hermosa Patria que me dio el cielo, y de que siempre he tenido y tendré a grande honra y a gran favor el que se me coloque entre los muchos buenos escritores que enriquecen nuestra literatura naciente, a quienes en todo tiempo he hecho justicia con la misma lealtad de carácter que me ha impedido adular la vanidad pretensiosa de algunos falsos ingenios que hay allá, como acá, y como en todas partes.
Réstame sólo añadir que rindo infinitas gracias a todos los periódicos y personas que, con motivo de la exclusión a que se refiere esta carta, han salido brillantemente a la palestra en defensa de mis derechos, y reiterar a usted, al mismo tiempo, señor director de “El Siglo”, la seguridad de los distinguidos sentimientos con que soy de usted atenta y electísima s. q. b. s. m.
Gertrudis Gómez de Avellaneda
Nota de Dulce María Loynaz: Esta carta fue publicada en “El Siglo”, en La Habana, el 3 de enero de 1868, y precedida por un encabezamiento del Director, que decía: “Hemos recibido por el último correo de la Península la carta que insertamos a continuación, y que nos ha dirigido la eminente poetisa que la suscribe. Sin tomar nosotros parte en la cuestión, según la han formulado últimamente algunos de los que tuvieron parte en la exclusión de que con tan sentidas frases se queja nuestra compatriota, nos complacen sobremanera las manifestaciones de ardiente amor a Cuba que respiran las palabras de la ilustre camagüeyana y que bastarían para que su nombre no se separase nunca de ninguna de nuestras glorias patrias”.
Tomada de Dulce María Loynaz: “La Avellaneda: una cubana universal”, Conferencia dictada en el Liceo de Camagüey el 10 de enero de 1953.