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Discurso inaugural del curso académico 1902-1903 en la Universidad de La Habana

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Discurso inaugural del curso académico 1902-1903 en la Universidad de La Habana

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Un precepto reglamentario consagra de modo expreso la práctica fielmente seguida desde el año 1856, de solemnizar la apertura de cada curso académico con una oración leída por un catedrático. Designado por el Señor Rector, a propuesta del Decano de la Facultad a la que en turno correspondía este servicio, no me fue lícito excusarme de un deber de disciplina, por más que la magnitud del trabajo fuese superior a mis fuerzas y la honra de acometerlo superase también a mis merecimientos.

Hacían más penosa esta labor las condiciones singulares en que iba a verificarse la apertura del nuevo curso: en los momentos en que se recogen los primeros frutos de una trascendental reforma de la enseñanza, que conmovió la vieja estructura de la Universidad; cuando ésta abandona para siempre las prácticas viciosas y rutinarias y los claustros seculares del convento que le dio albergue, para tomar posesión de un campo más adecuado a su futuro engrandecimiento y a la orientación más científica de su plan de estudios; a los pocos meses de inaugurarse la República cubana, cuando aún no se ha extinguido en nuestros pechos la vibración intensa de un nuevo sentimiento, el sentimiento de posesión de la patria; en que por primera, vez, en la ya larga historia universitaria, no nos preside el sable, símbolo de la dominación colonial o de la intervención armada, sino el cubano respetable y querido que ascendió a la primera magistratura por el libre voto de sus conciudadanos, circunstancias todas que, dando solemnidad inusitada a este acto, me quitaron la voluntad y dominio propios para escribir una disertación científica. Siempre he creído, además, que la índole de este acto académico, al cual concurren todas las Facultades y Escuelas de la Universidad y un público variado, no se presta a la lectura de monografías científicas, que despertando por necesidad el interés de un corto número de oyentes, tiene que fatigar la atención del auditorio. Cuando a mi ilustre antecesor y maestro, el Dr. Horstmann, le tocó este encargo por los años de 1887, tuvo el buen acuerdo de no elegir un tema concreto de su ciencia predilecta, y, con general aplauso, disertó sobre la organización de la enseñanza pública.

Por otra parte, son tantas las cuestiones fundamentales de interés actual que en los días de prueba que vivimos atraen y subyugan la opinión, que no tengo necesidad de rebuscar temas en la vasta enciclopedia médica, cuando en todo lugar y a cualquier hora nos asaltan problemas gravísimos que llevan en sus entrañas la suerte de la patria, la vida misma de ésta y otras instituciones, la estabilidad y porvenir de la joven República.

De más está decir que no haré un discurso de meeting con ocasión de una fiesta académica, ni menos traeré a este recinto, consagrado a la exposición de la verdad, las pasiones e intransigencias de la plaza pública. Creo, por el contrario, que es un deber ineludible preservar esta tribuna de las luchas y agitaciones de los partidos; protegerla, como de un mal contagio, contra las sensiblerías y exaltaciones patrióticas, para que no se encumbre en ella el dogmatismo petulante, ni se vista con los oropeles y artificios de una retórica vacía; para que sirva a un solo propósito, al de la difusión de las más elevadas enseñanzas; para que jamás resuene en ella otro lenguaje que el empleado por la verdad en todos los tiempos y lugares.

Con tales limitaciones, que sabré respetar, considero no sólo oportuno, sino de interés supremo en estos momentos, hacer alto en el camino recorrido, dirigir una mirada, de conjunto a los acontecimientos sorprendentes que nos han agitado durante los últimos años, y reflexionar, siquiera breves instantes, sobre los problemas que nos preocupan; que, cuando de esa meditación desinteresada y serena no resultasen soluciones o enseñanzas dignas de ser aprovechadas, siempre habríamos avivado en nosotros sentimientos y energías que no deben apagarse, y habríamos infundido también ánimo y aliento en aquellos que llevan en su conciencia el honrado deseo del acierto, y sobre sus hombros la inmensa responsabilidad de nuestros destinos.

¡Qué súbitas transformaciones se han efectuado en tan corto espacio de tiempo, y cómo el oleaje de los sucesos nos ha lanzado en una verdadera vorágine de encontrados afectos y emociones! La declaración de guerra de los Estados Unidos, imperativa y fulminante; el desigual combate que demostró una vez más al mundo entero, impasible ante la esperada catástrofe, que la victoria no suele acompañar al valor heroico, cuando éste va asociado a la impericia y al desgobierno, a la imprevisión, que en suma no es otra cosa, que el olvido o menosprecio de las leyes fundamentales de la vida. Luego, la dramática partida del último gobernante español, de aquel caballeroso militar, a quien le correspondió recoger entre ansias de muerte y con lágrimas en los ojos, la última enseña de la dominación de España en América, para conducirla, abatida y sin gloria, hasta la patria distante, siguiendo a través del Océano el mismo derrotero que desde el siglo XV hubieron de seguir los intrépidos navegantes, los conquistadores victoriosos, los virreyes de Indias, los soberbios gobernadores y la turbamulta de burócratas enriquecidos; la campaña y conquista de Filipinas, comprobando la verdad histórica tantas veces renovada, de ser más fácil y hacedero derribar un imperio colonial que se arruina y desintegra por sus propios vicios, que sojuzgar la heroica rebeldía de un pueblo apasionado de su independencia. Después, el tratado de paz, firmado en París el 10 de Diciembre de 1898, por virtud del cual España cede a los Estados Unidos la Isla de Puerto Rico, el archipiélago filipino, y renuncia todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba, quien desde ese mismo día quedó a merced de las promesas de un pueblo poderoso y noble, ascendido al pináculo de su grandeza y de su gloria, pero, por la misma, razón, necesitado de extender y afianzar su poderío y dominio; necesidad que es a los organismos superorgánicos, que diría Spencer, lo que a otros organismos individuales el instinto de perpetuarse.

Theodoro Roosevelt

A pesar de los vaticinios pesimistas en contrario, las promesas han sido hasta ahora cumplidas. Tocóle al Presidente Roosevelt, cuya talla moral lo pone a la altura de los más grandes estadistas de su patria, trasladar a Cuba la soberanía y propiedad renunciadas por España. Y llegó, por fin, el 20 de mayo con asombro y sorpresa de muchos. Un pueblo delirante de gozo acude a presenciar la ceremonia del cambio de banderas, es decir, el acto solemne, los oficios sublimes, en que un sacerdote invisible eleva en los aires, sobre las viejas y ensangrentadas fortalezas españolas y ante la muchedumbre conmovida, la hostia de la libertad, consagrada por la fe austera y acendrado patriotismo de tres generaciones.

Por primera vez en la vida, un sentimiento común parecía unir a todos los cubanos. Hasta los indiferentes o desafectos a la nueva patria, compartieron, o respetaron al menos, las efusiones populares. El hecho no pasó inadvertido, aunque nadie pudo asegurar que persistiera mucho tiempo. ¿Quién pudo pretender que la nueva República, por un acto de creación espontánea, naciera a la vida de las naciones armada de punta en blanco, e investida con todas las perfecciones y atributos de los pueblos ya formados y prósperos? ¿Quién pudo esperar que cuatro meses de libertad bastasen a remover el sedimento moral depositado en nuestras costumbres por cuatro siglos de explotación y de tutela? ¿Qué eficacia podrían tener la novísima Constitución, ni las leyes coercitivas más sabias, para suplir la falta de hábitos y costumbres públicas, de disciplina cívica, de tolerancia inútil, de solidaridad, en fin, que sólo se forman por la acción persistente de la educación y la herencia? Aunque sea sincero, y digno de ser cumplido, el propósito de apagar las pasiones y dar al olvido lo pasado, para hacer posible la vida social entre los convivientes de esta tierra, ¿cómo evitar que la naturaleza humana, con sus leyes inexorables, no se subleve a veces, lo mismo en el pecho de los que todo lo sacrificaron por la independencia, que en el de aquéllos que consumieron gran parte de su vida en contrariar la obra revolucionaria y oponerse al advenimiento de la República? Sería desconocer la historia y psicología de nuestro pequeño grupo social, pretender que el programa de concordia con tanta fe proclamado y tan ardientemente acogido, no sufriese algunas interrupciones pasajeras; y que los órganos de la opinión, ayer adversos, hoy adictos al nuevo régimen, no dejasen correr algunas veces por los antiguos cauces las pasiones que los exaltaron y las censuras e intemperancias de otros días. Toda guerra civil, después de consumada la paz y sosegados los espíritus, deja prosélitos y fanáticos que guardan el fuego de las pasadas discordias, y están dispuestos a seguir combatiendo hasta con su propia sombra, como esos soldados que al caer heridos de muerte siguen esgrimiendo en los aires sus armas de combate.

Eliminando, pues, manifestaciones individuales, aisladas y sin importancia, cuyo origen acabo de exponer, bien puede afirmarse, sin riesgo de ser desmentidos, que la paz moral es un hecho en Cuba, y que el Gobierno funciona con el mínimum de coacción, que es el ideal de los pueblos que aspiran a un tipo superior de cultura. En las repúblicas hispanoamericanas, donde el traspaso de la soberanía se efectuó directamente de la metrópoli al gobierno revolucionario, sin mediación de otro poder que moderase las represalias y exaltaciones populares, no se obtuvo la paz moral sino muchos años después de proclamada la independencia. Verdad es que la nación conquistadora, herida en su orgullo, las trató como hijas rebeldes e ingratas, y las desconoció o afectó olvidarlas. Esta vez no ha incurrido España en semejante error y, aleccionada por la historia, se ha adelantado a reconocer la nueva República y a expresar sus deseos de pactar con ella relaciones de amistad y de comercio. Todo ha contribuido a contener y dulcificar los sentimientos populares; y, como jamás en Cuba se ha disfrutado de mayor libertad política, y la emisión del pensamiento está garantizada de un modo efectivo, podernos hoy ante la exposición y propaganda de las opiniones individuales y colectivas, llegar al conocimiento del número y calidad de nuestros auxiliares y adversarios.

Scipio Sighele

Otra de las ventajas de la paz y tranquilidad públicas ha sido crear un ambiente moral favorable a la mejor organización de las fuerzas políticas. El reposo físico es tan necesario al proceso de la cristalización, como la paz moral a la cristalización de las opiniones y a la formación de verdaderos partidos. La desconfianza e incertidumbre que dominó los ánimos durante la ocupación americana, y el plazo incierto de aquella interinatura militar, no eran en verdad un medio de los más propicios para que las clases directoras ahondasen en nuestros problemas, formulasen para cada caso soluciones concretas y precisas, que pudieran transformarse en corrientes de opinión, en aspiraciones prácticas. Las agrupaciones que entonces se formaron, respondieron, como es notorio, a simpatías y afinidades personales, a intereses de región o de grupo, no a fines políticos concretos y definidos. Sus programas artificiales e incompletos no encarnan esas ideas fuerzas, característica de los verdaderos partidos de acción. Con esta organización provisional de las opiniones, con esta indeterminación en los programas, se convocaron las elecciones generales en la Isla, se constituyó el Estado y comenzaron a funcionar las Cámaras. Ahora bien, si se tiene presente que los Parlamentos en todos los tiempos y lugares, falseados o no por impurezas y corruptelas electorales, son el exponente del tipo medio de moralidad y cultura de la sociedad que los produce; si no se olvida la obra, confiada a nuestros legisladores, que abarca, desde las leyes orgánicas municipal y provincial, hasta la discusión y aprobación del primer presupuesto general y las diversas resoluciones impuestas por una grave crisis económica, se comprenderá la suma de esfuerzos intelectuales, de discreción y sentido práctico necesarios para dar cima a tan magna labor.

Sería injusta o parcial toda crítica de las cámaras cubanas o de sus actos, que no tuviese en cuenta estos factores, ni las vacilaciones propias de una organización inestable y de una frágil disciplina de los partidos políticos, ni las deficiencias inherentes ni sistema parlamentario en todos los países. Tengo a la vista un reciente estudio sobre la Psicología de los Parlamentos, inspirado en la obra de Sighele (Contro il parlamentarismo, Saggio di psicologia collettiva), que reproduce este pasaje del sociólogo italiano:

La razón política hace frecuentemente pasar bajo su bandera contrabando de muchas cosas ilógicas e injustas. Se suprimen y se modifican los artículos de las leyes, sin pensar que éstos están en relación con otros que deberían a su vez suprimirse y modificarse. Y no falta en los momentos solemnes el llamamiento a los grandes nombres y a los grandes ideales de la patria, para conseguir algo que el raciocinio sereno se negaría a conceder. De donde se sigue que el Parlamento puede en muchos casos compararse con un filtro… al revés; los proyectos de ley antes de mejorar empeoran atravesando las fases por que se les hace pasar (...) Las secciones, las juntas, las comisiones (…) multiplican las probabilidades de los resultados mediocres y de las sorpresas dolorosas (...) La Cámara —agrega Sighele—es psicológicamente una mujer, y frecuentemente una mujer histérica.

Si la anterior pintura está tomada del natural y de pueblos viejos, maestros en la vida parlamentaria, ¿cómo exigir al nuestro en sus primeras manifestaciones de actividad, una pureza sin tacha, ni un formalismo inmaculado fuera de toda realidad humana? Confesemos, para ser justos, que en los momentos de mayor dificultad y peligro, toman los debates un tono elevado, sobreponiéndose a los movimientos pasionales y efectistas y a los intereses más o menos pasajeros, la voz de la cordura y del buen sentido y el triunfo definitivo de los intereses permanentes. Reconozcamos que la libertad es el único medio de educar pueblos libres, como el único método de educar niños es favorecer el desarrollo espontáneo de sus facultades y aptitudes. Confiemos en que la cristalización de los partidos se irá completando paulatinamente, y que las miras individuales e intereses peculiares a cada grupo concluirán por integrarse hasta formar parte de aspiraciones comunes a grupos más coherentes y definidos. No serán los buenos consejos y predicaciones los que operen este cambio. La dura madrastra de la vida, la experiencia, será la que ensangriente las espaldas de los que no acallen sus pasiones y subordinen sus personalismos a la disciplina común de intereses superiores.

Sin hacer predicciones, las más de las veces desmentidas por la complejidad de los hechos sociológicos, no es aventurado decir que cualquiera que sea el número e importancia de los partidos políticos que se organicen, estos tendrán que derivarse de las dos corrientes paralelas de opinión entre nosotros: la que defiende el principio de la conservación de la independencia, con o sin restricciones a la soberanía nacional, y la que afirma que la suerte y porvenir de Cuba están ligados a su incorporación o a su anexión a los Estados Unidos. Ambos problemas, cuyos antecedentes tienen orígenes muy remotos en la historia de Cuba, se plantean hoy casi en los mismos términos que hace medio siglo. El gobierno propio, ¿será fuerte y estable? ¿Podrá Cuba resistir el poder de gravitación de la gran República Americana? La primera cuestión no es hoy un enunciado teórico. Desde el 20 de mayo está sometida a prueba experimental; y Cuba, en el goce de su soberanía, se apresta a medir sus fuerzas, y a demostrar, ante la actitud observadora de la comunidad internacional, su capacidad y condiciones para el gobierno propio. Aquí y en los Estados Unidos, los partidarios de la incorporación o del anexionismo, arrogantes los unos, tímidos o encubiertos los más, vigilan el desenvolvimiento de la República, y esperan de los posibles tropiezos del gobierno, o de las dificultades económicas, argumentos para reclutar prosélitos y dar fuerza, y consistencia, sus aspiraciones. Ha sido el anexionismo, dentro del movimiento político de Cuba desde el año 1823, a modo de una corriente subterránea, que brota a la superficie durante los períodos de mayor agitación y lucha, y se oculta después cautelosamente para proseguir su curso.

Como se ve, las dos contrapuestas soluciones nacen del punto de vista desde el cual se observe y estudie la cuestión de Cuba.

Si se relega a un segundo plano el derecho a la vida nacional del pueblo cubano y su deber imperativo de defender este derecho, y de perpetuar, mejorar y engrandecer su propio organismo, para considerar en primer término las ventajas que reportaría a esta zona geográfica el traspaso de su posesión y dominio a una gran potencia civilizadora (que no podría ser otra que la de los Estados Unidos), es indudable que la perspectiva que surge a nuestra vista supera toda ponderación. Entonces, la más fermosa tierra que jamás ojos vieron sería también más rica y próspera que cuantas islas fantásticas vislumbraron en sueños poetas y conquistadores. Llegaría a ser en poco tiempo un nuevo emporio, la primera estación invernal del mundo, un verdadero paraíso de la tierra, es cierto; pero estación, emporio y paraíso americanos. La certidumbre de que estas transformaciones ocurrirían rápidamente, está en la conciencia del pueblo americano, de sus políticos y estadistas, y ejerce fascinación irresistible en cuantos olvidan o desconocen el doble aspecto del problema.

El otro punto de vista atiende de preferencia a los derechos que se originan del maridaje o adaptación de un grupo de hombres a la tierra que ocupa. Toma como factor primario al pueblo cubano sin distinción de clases, ni de razas; con su valor étnico y antropológico, con su grado actual de cultura, con las perfecciones o deficiencias de su peculiar psicología, con su historia, idioma y costumbres; y esto sentado, afirma que el problema sólo debe plantearse en los términos siguientes: ¿cuáles son los medios más adecuados para promover el desarrollo y engrandecimiento de nuestro grupo social, hasta que obtenga en etapas sucesivas, la mayor suma de bienestar y felicidad posibles? No pretende hacer de la Isla la región más floreciente de América, ni traspasar el límite de cultura y civilización impuesto por las leyes biológicas a toda unidad orgánica, sea individual o colectiva; aspira solamente a obtener el máximum de felicidad humana compatible con el grupo cubano y sólo para el grupo cubano. Se preocupa, ante todo, de la suerte y porvenir de la nueva nacionalidad, que no es una mera expresión geográfica, sino principalmente un conglomerado de elementos psicológicos, recogidos por la herencia como un rico patrimonio que debe ser acrecentado y trasmitido a las generaciones venideras. Son factores de este complexas sociológico, sus ideas morales y políticas, los sentimientos generales y religiosos, el mismo idioma que les da forma y vida propias, su genealogía de literatos, poetas y educadores, su hermosa leyenda de mártires, sólo igualada por la de sus hermanas mayores hispanoamericanas y, unificándolo todo, la vívida conciencia de un derecho legítimamente conquistado, y el sentimiento de la mutua conservación y defensa.

Si tal es el concepto de la nación moderna, Cuba, rica o pobre, débil o fuerte, indefensa o protegida, ha ingresado con personalidad propia en la comunidad internacional. —Aquí, surgen dentro de la común doctrina, dos tendencias que nos importa conocer: la de los partidarios de la independencia absoluta, tal como la definen los tratadistas más o menos ideólogos de derecho internacional; y la opinión de los que, aceptando como principio fundamental la mejor conservación y perpetuidad del Estado cubano, todo lo subordinan a este objetivo, hasta las limitaciones a la soberanía nacional si a aquel fin concurriesen; y, en tal virtud, reconocen como útiles y previsoras las cláusulas constitucionales del Apéndice, que aplicadas honradamente en su espíritu y su letra, lejos de perturbar el desenvolvimiento del gobierno, serían en todo tiempo su mayor defensa y garantía.

El Parque Central a inicios del siglo XX. Nótese el pedestal aún vacío, evidente señal del período de transición de la Colonia a la República.


Al entrar Cuba en la vida nacional no pudo sustraerse a las condiciones impuestas por hechos históricos preexistentes, que habían ejercido y continúan ejerciendo influencia decisiva en la conservación de las otras repúblicas americanas de idéntico linaje. Me refiero a las declaraciones contenidas en la famosa doctrina de Monroe, de la cual la Enmienda Platt no es sino una nueva faz de su desarrollo, aplicada a un caso especial y concreto. Bien quisiera detenerme en este punto, pero la cuestión ha sido objeto de maduras deliberaciones por parte de la Convención Constituyente, y no podría excederme del tiempo asignado a este trabajo. Sí considero pertinente apuntar algunas consideraciones sobre un aspecto oscurecido y casi olvidado, que debe traerse a nueva luz, para que hiera de frente nuestro espíritu. Cuando al finalizar el año 1823, abría Monroe el período legislativo, las principales monarquías europeas asumían una actitud amenazadora respecto a las colonias españolas emancipadas de su metrópoli, y, según parece, a instancias de la misma metrópoli. La Santa Alianza, después de haber provocado y dirigido la intervención francesa en España, hasta segar en flor la era de libertad y florecimiento que inauguró la Constitución de Cádiz, hubiera intervenido de buen grado en América, para someter la rebeldía de las colonias españolas, invocando los mismos principios políticos y religiosos del célebre tratando secreto que sirvió de portaestandarte a intereses más terrenales y positivos. Los Estados Unidos se dieron cuenta de los peligros que envolvía para el régimen democrático de las jóvenes repúblicas latinoamericanas, el predominio triunfante del absolutismo. Entonces fue cuando Monroe expuso en su séptimo mensaje la nueva línea de conducta política que lleva su nombre, y que por su precisión, oportunidad y entereza, bastó a contener las desapoderadas ambiciones de las potencias aliadas. Interesa a mi propósito transcribir los siguientes párrafos del citado mensaje:

Los últimos acontecimientos ocurridos en España y Portugal, demuestran que no se ha restablecido aún el orden en Europa, y la prueba más evidente de esto es que los poderes aliados han creído conveniente, con arreglo a sus principios, intervenir por la fuerza en los asuntos de España. Hasta qué punto podrá llegar esa intervención, es cosa que interesa saber a todas las naciones independientes, hasta las más remotas, y sobre todo a los Estados Unidos. La política que con respecto a Europa nos pareció oportuno adoptar desde el principio de las guerras en aquella parte del globo, sigue siendo la misma, y se reduce a no intervenir en los intereses de ninguna nación, y a considerar todo gobierno de facto como legítimo, manteniendo relaciones amistosas y observando una política digna y enérgica, sin dejar por eso de satisfacer justas reclamaciones, aunque sin tolerar ofensas de nadie. Pero tratándose de estos continentes, las circunstancias son diversas: no es posible que las potencias aliadas extiendan su sistema político hasta ellos, sin poner en peligro nuestra paz y bienestar, ni es de esperar tampoco que nuestros hermanos del Sur quieran adoptarlo por su propio consentimiento, prescindiendo de que no veríamos con indiferencia semejante intervención. Comparando las fuerzas y recursos de España con las de esos nuevos gobiernos, parece obvio que dicha potencia no podrá someterlos nunca, pero de todos modos, la verdadera política de los Estados Unidos será respetar a unos y otros, esperando que las demás potencias imitarán el ejemplo.

Hasta aquí la política aparece limitada a defender los principios democráticos contra la posible injerencia de una alianza de monarquías europeas. En otro lugar se dice:

(...) pero tratándose de los gobiernos que han declarado y mantenido su independencia, la cual respetaremos siempre porque está conforme con nuestros principios, no podríamos menos de considerar como una tendencia hostil a los Estados Unidos, toda intervención extranjera que tuviese por objeto la opresión de aquellos.” En el párrafo que se refiere a una cuestión de límites al Noroeste, la conclusión general es más categórica y comprensiva: “Se ha creído conveniente sentar como un principio, en el cual van envueltos los derechos e intereses de los Estados Unidos, que los continentes americanos por su situación libre e independiente, no deben considerarse como objeto de futuras colonizaciones por ninguna potencia.

Fuera enojoso reseñar aquí las aplicaciones concretas y hasta eclipses pasajeros que ha tenido la doctrina en su evolución de setenta y nueve años, desde que la concibió John Quincy Adams, hasta nuestros días; empero, convengamos que se ha ido reafirmando y robusteciendo hasta erigirse en ley suprema protectora de todos los pueblos libres del continente, y que, a despecho de idealismos más o menos pretensiosamente doctrinarios, ha puesto a raya muchas ambiciones y ha sido eficaz y civilizadora para los intereses de este hemisferio.

Ahora bien, es evidente que el proteccionismo americano, tal como se contiene en la doctrina expuesta, es un pacto unilateral que sólo obliga al protector mientras le interese cumplirlo, pero que de hecho determina y regula la libertad de las repúblicas protegidas en sus relaciones mundiales con Europa. Libres son de celebrar tratados o de contratar empréstitos públicos, sin otras restricciones, al parecer, que las que su propia constitución Ies impone; pero la timidez del dinero es proverbial en todos los climas, y los gobiernos extranjeros, que han tomado buena nota de los procederes americanos, conocen bien el límite infranqueable de las reclamaciones armadas y de la ley que veda en este continente toda aventura de conquista o empresa colonizadora. No tienen en el texto de sus constituciones, enmiendas, ni apéndice alguno, pero de hecho están sometidas a un poder exterior que las inspecciona y limita. Cuantos han recorrido esos países, siempre agitados por discordias civiles y conflictos externos, no ignoran que la mediación americana se ejerce a diario en ellos, y que no ha sido por falta de solicitud y empeño de los Estados Unidos, que esos buenos oficios no se hayan elevado a la categoría de tratados hasta consagrar y perpetuar su anhelado arbitraje panamericano. En cuanto a Cuba, la cosa es distinta. Ellos son, desde el tratado de Paris, los árbitros supremos de nuestros destinos, sin otra sanción ni garantía que la que dicte su honor nacional la más rudimentaria equidad del derecho de gentes. No es, pues, humano presumir que desaíren la ocasión de asegurar en un tratado permanente con Cuba, cuanto les interese en el presente o les pueda preocupar en lo futuro. La adquisición de territorios estratégicos en la proximidad del Golfo y del Istmo, es hoy una cuestión de interés coetáneo y de vital importancia para nuestros vecinos, al extremo de que cualquiera que sea el lugar elegido para trazar el futuro canal interoceánico, la zona que lo limite será un territorio de defensa bajo el dominio y soberanía exclusivas del gobierno americano. Alguna república de Centro América tendrá que ceder a los Estados Unidos porciones de su territorio. Zonas de defensa, carboneras, o estaciones navales, tanto monta (sic). Cuba pagará también su tributo, porque así fue aceptado como un nuevo sacrificio en aras de la patria.

Tomás Estrada Palma, primer presidente de la República inaugurada en 1902.

A tales argumentos, replican los sostenedores de la independencia absoluta, que si bien al presente no es dable alterar el Apéndice constitucional, pudiera el porvenir en su curso imprevisto traer tiempos más bonancibles, en que por el triunfo del derecho ideal, y con la aquiescencia de ambas partes, se revisase el tratado y se le diera forma menos coercitiva. La aspiración, utópica si se quiere, es respetable, y nada puede objetársele constitucionalmente; pero si el protectorado americano, discretamente ejercido, destruyese en germen las causas de discordias intestinas que aún ensangrientan la América española; si Cuba, no pudiendo hostilizar ni ser hostilizada, concentra su actividad toda en fomentar sus veneros de riqueza, y bajo un gobierno firme y progresivo, aumenta su población y robustece su personalidad social y política, ¿no sería más cuerdo recoger y acrecentar la suma de bienes conquistada, que prorrumpir en vanas lamentaciones sobre el ideal perdido?

Quedan en nosotros todavía restos de aquel espíritu caballeresco y romántico que llevaron nuestros padres a la revolución del sesenta y ocho. La literatura política de aquella época está saturada del idealismo exaltado que difundió la revolución francesa a los cuatro vientos, y que en España primero, en sus colonias más tarde, prendió en terreno fértil y bien preparado. Recordemos, como un ejemplo, aquella Asamblea Constituyente, que en su vida ambulante y azarosa, hacía alto en plena manigua, para discutir la separación de la Iglesia del Estado; y no lo digo en demérito de aquellos patriotas heroicos y generosos. Creo, por el contrario, que el pequeño grupo intelectual de cubanos pasionales, impulsivos e idealistas, fue el único que alimentó el fuego de nuestras revoluciones y el que lo supo conservar incólume durante los períodos de reposo y general abatimiento. Quiero sólo decir que entre nosotros persisten ideas y frases que no podemos aceptar con la buena fe de nuestros antepasados. La expresión independencia absoluta es una mera expresión verbal que corresponde a un concepto de derecho ideal, y no a la realidad de las cosas. Bien analizada, es el equivalente de la suma relativa de fuerzas y poderío con que un Estado se defiende de la actividad y poderío de los demás Estados. Los pueblos pequeños, débiles y no protegidos, situados en medio de grandes nacionalidades, no subsisten por el mutuo respeto a los ideales de la humanidad y al llamado derecho de gentes, sino más bien porque el común egoísmo vela sobre el egoísmo de los otros, y el propio deseo de rapiña protege la presa contra la rapiña ajena. Cuando estos egoísmos se asocian y conciertan, entonces… se reparten a la infeliz Polonia. Vemos que mientras los tratadistas discuten y clasifican la independencia absoluta como un derecho innato e inviolable, la comunidad internacional, con las mil formas de coacción, alianzas, pactos, conciertos, mediaciones oficiosas, no siempre libremente aceptadas, intervenciones de fuerza en nombre de los principios de la civilización y la justicia, van poniendo un cerco de hierro a la pretensa soberanía ideal de las naciones.

Es indudable que existen sentimientos de humanitarismo, ideas de justicia, principios universales de derecho, que crean a modo de una atmósfera jurídica común a los pueblos civilizados, aunque esto no obsta para que los factores políticos, con sus intereses más o menos justos, sean el verdadero móvil de las relaciones internacionales, y las causas de todos los cambios que modifican la geografía del orbe.

Hago estas sencillas indicaciones, no para producir desfallecimientos en nuestro ánimo, sino para que la visión de un ideal inasequible no nos impida acometer empeños más positivos y premiosos.

Conocida la dependencia necesaria en que ha de vivir y desenvolverse la República, volvamos a nuestro punto de partida, al estudio de las dos corrientes generales de opinión que ocupan nuestro pequeño escenario político. Ante todo, nos interesaría, en primer término, conocer los designios de los Estados Unidos sobre el porvenir de la joven República. Claro es que el problema, en cuanto se relaciona con un porvenir remoto, traspasa los límites de la previsión humana; pero suponiendo que las condiciones actuales de estabilidad en el mundo persistan durante un tiempo indefinido, y no se altere el curso normal de los sucesos, es posible llegar a un conocimiento aproximado de la política americana, tal como se induce de la unidad de su historia, de los actos realizados en los últimos años y de las opiniones emitidas por sus hombres públicos más prominentes.

Antes de la guerra cubana de los diez años, mucho antes de la guerra de secesión, el problema de la Isla era conocido en todos sus aspectos, de los publicistas americanos. Así quedó demostrado cuando en 1852 los ministros de Francia e Inglaterra, obedeciendo órdenes de sus respectivos gobiernos, invitaron a los Estados Unidos a celebrar un tratado que los obligase a todos a no intentar en tiempo alguno empresa que tuviese por objeto la posesión de la Isla de Cuba, ni permitir igual propósito en ninguna de las demás potencias. La respuesta con que el Gobierno rechazó el proyecto, redactada por Mr. Eduard Everett, en primero de diciembre del mismo año, es un admirable documento, sagaz y conciso, cuya previsión ha confirmado la historia en todas sus partes, y que a pesar del tiempo transcurrido y de los trascendentales sucesos de que hemos sido espectadores, todavía encierra severas enseñanzas para lo futuro. “El Presidente —dice— lo desea así (no molestar a España en la pacífica posesión de los restos de su Imperio trasatlántico). Ni con sus palabras, ni con sus actos tratará nunca de disputar a esa nación, sus legítimos títulos y derechos, pero ¿podrá, esperarse que siempre sea así? ¿Será dable resistir la impetuosa corriente de los acontecimientos del mundo?” Declara que respecto a la conveniencia de que Cuba perteneciera a los Estados Unidos, los hombres de Estado de América difieren en sus pareceres; que en aquellos momentos sería peligroso, aun cuando fuera con el consentimiento de España, y que su adquisición por la fuerza, sin mediar una justa guerra con España, resultaría un mal para la civilización de la época. Esto en cuanto al pueblo de Cuba, “pues por lo que hace a la cuestión de territorio y de comercio, esa Isla sería para nosotros una gran adquisición, y aún en ciertos casos podría considerarse como esencial a nuestra propia seguridad (…) Si una isla como la de Cuba, perteneciente a la corona de España, guardase la entrada del Támesis o del Sena, y los Estados Unidos propusieran una convención como la que proponen Francia e Inglaterra, estas potencias reconocerían seguramente que el contraer semejante compromiso era para nosotros mucho más fácil que para ellas”. Véase la siguiente gráfica descripción, hecha en cuatro rasgos magistrales, de la importancia geográfica de Cuba: “La Isla se halla por decirlo así a nuestras puertas; domina las cercanías del Golfo de México, cuyas aguas bañan las costas de cinco de nuestros Estados; y encadena la embocadura de ese gran río que cruza por el continente americano, y que, con sus tributarios, forma el más grande sistema de comunicaciones por agua que se conoce en el mundo.” Y concluye diciendo: “Ninguna administración de este Gobierno, por mucha que fuera la confianza que inspirara al pueblo, dejaría de merecer la reprobación del país, si llegase a estipular con las grandes potencias europeas que en ninguna época, bajo ninguna circunstancia, por ningún arreglo amistoso, por ninguna ley de guerra, ni aún previo el consentimiento de los habitantes de la Isla, dado caso que ésta, así como otras colonias de España en el continente americano, llegara a proclamarse independiente, podrían los Estados Unidos incorporarse la Isla —de Cuba”. Si la invitación de la Gran Bretaña y Francia tuvo por verdadero objeto provocar una explicación de la diplomacia americana sobre su política respecto de Cuba, la obtuvo tan cabal, ingenua y categórica que los hechos históricos subsiguientes no han tenido que agregar una línea, ni modificar un concepto.

Seis días después de escrita esta nota, la ratificaba el Presidente Fillmore en su último mensaje anual, y añadía esta declaración: “Si esa Isla contase con pocos habitantes, o estuviesen estos relacionados con nosotros por el lenguaje y las costumbres, yo consideraría la adquisición de Cuba, en el caso de que España nos la cediese voluntariamente, como muy ventajosa; pero en las actuales circunstancias, creo que incorporarla a los Estados Unidos sería peligroso, pues se introduciría entre nosotros una población de muy opuesto carácter, que habla otro idioma y que, por lo tanto, no armonizaría con nuestro pueblo.” Este concepto fundamental, parafraseado de mil modos, viene repitiéndose hasta nuestros días bajo la autoridad de los hombres más sensatos de la Unión Americana y como exponente de la unidad y fijeza de su política.

Como se ve, la solución anexionista es hoy impopular en ambos países, y no está patrocinada por sus gobiernos. Un hecho significativo acaecido ha poco en la capital de la Isla, confirma esta manera de ver. Queda la incorporación como territorio o colonia; pero desde la altura que hemos conquistado, ¿quién osaría descender a tan bajo terreno para plantear el problema, sin provocar la indignación justísima de Cuba? Por egoístas que sean las naciones, es evidente que el empeño que ponen en disfrazar sus actos con las apariencias de propósitos humanitarios, demuestra algún respeto a la opinión pública. Grande ha sido en verdad en todo tiempo el deseo de los Estados Unidos de poseer la Isla de Cuba, pero dados los precedentes y resultados de la guerra con España; ¿no figurará en el balance de sus decisiones, el propósito de conservar sin mancilla la gloria de ser los representantes de la democracia moderna, y el interés, egoísta si se quiere, de inspirar respeto y confianza a los demás pueblos del continente? ¿Cómo podrían arrebatarle a Cuba con violencia lo mismo que libremente acordaron traspasarle, sin abdicar en el acto el papel de protectores de pueblos, que ostentan con tan legítimo orgullo? Esta situación de violencia no la provocará la política norteamericana.

Ignoran muchos que la solución dada al problema cubano ha sido preparada maduramente por insignes pensadores y estadistas. No debernos olvidar que el próximo tratado que va a concertarse sobre bases ya acordadas, es una fórmula sabia, un medio de conciliación, que tiende a unir y armonizar elementos que parecían inconciliables y antagónicos. Es, a saber: de una parte, el reconocimiento del derecho de Cuba a ser independiente, sin cuya declaratoria la intervención armada no hubiera podido justificarse; y su sentimiento de nacionalidad, nacido de nuestras luchas de independencia, que no es dable contrariar sin producir graves resistencias; y de la otra parte, el temor de que las mismas causas que perturbaron desde su nacimiento las Repúblicas hispanoamericanas produzcan en Cuba iguales efectos; con más la necesidad de proteger importantes intereses comerciales, y de asegurar puntos estratégicos al incremento de su poderío militar y a las nuevas posesiones adquiridas.

Ya que no podemos trasportar nuestra Isla al medio del Océano, y ocupamos geográficamente el punto preciso por donde habrá de cruzar en breve la corriente comercial mayor del mundo; ya que somos eslabones de esa portentosa cadena de puertos que se extenderá desde las costas del golfo mexicano, a través del istmo y del Pacífico, hasta las playas remotas del Asia, procuremos ser dóciles y modestos cooperadores de la gran transformación marítima que elabora el siglo XX. Nuestros particulares intereses están condicionados por otros intereses coexistentes más poderosos, y fuera temerario ponerlos en conflicto con fuerzas incontrastables; porque si llegase un día en que nuestra conducta se interpusiera como un obstáculo y se enajenase la voluntad del pueblo americano, que es el más alto tribunal de nuestras apelaciones, perderíamos ipso facto la única garantía de nuestros derechos. Libres ya de la acción coercitiva y moralizadora de la opinión pública, los gobiernos americanos sabrían encontrar fórmulas diplomáticas, con apariencia de humanas y respetuosas, para borrar nuestra República de sobre la faz de la tierra ¿Qué digo? Ni siquiera tendrían que cohonestar sus resoluciones: la responsabilidad del fracaso la harían pesar íntegra sobre nuestros desaciertos y temeridades.

Creo firmemente que para resolver nuestra ecuación política importa integrar todos los términos o elementos que dejo señalados, porque de no hacerlo así, los resultados serían incompletos y precarios. De aquí la conclusión a que deseaba llegar en este modesto ensayo: que el porvenir y estabilidad de la República será la recompensa final, de la suma de sacrificios colectivos, de la disciplina de todos, de la cooperación de los más aptos, de aquella conducta discreta y previsora que se proponga no sólo consolidar la independencia de la patria, sino respetar conjuntamente los legítimos intereses del pueblo americano. Dice un discípulo de la escuela determinista que la libertad política, como la libertad moral, debe conquistarse en lucha abierta y defenderse sin tregua, teniendo en cuenta que no es un hecho, ni un derecho, sino el alto premio otorgado a los fuertes, hábiles y perseverantes.

Momento en que es izada la enseña nacional en el Palacio de Gobierno, en la antigua Plaza de Armas.

Es una muestra vulgar de pesimismo no ver en la historia americana de los últimos años en su relación con Cuba, sino una obra de ambiciones, celadas y perfidias; por donde los que así opinan, creen inútil toda resistencia, aconsejan aceptar resignados el destino manifiesto, precipitar los acontecimientos y dejarse arrastrar por la fatalidad y la inercia, como la piedra al abismo. A semejantes prejuicios y vaticinios sin fundamento lógico, a tan falsa y funesta teoría con que se pretende enervar a nuestra juventud, opongamos la doctrina más viril y alentadora del esfuerzo propio y de las sanas energías de la vida. Dueños del presente, no malogremos el porvenir subordinando a intereses de clases, los intereses permanentes de todos. No leguemos a la generación venidera, con la epopeya de nuestros padres, los estériles personalismos que empequeñecen, porque esa juventud será la continuadora de una historia de sacrificios que no ha terminado todavía, y que si cambian de naturaleza y de nombre, no cambian por eso de utilidad ni de importancia. Terminada la época heroica en la historia de Cuba, aún queda abierto el período de los generosos sacrificios, de la tolerancia mutua, de las valientes iniciativas y de la constancia en el esfuerzo.

Un pensador francés, Alfred Fouillée, conocido en Cuba de los pocos que gustan de estudios filosóficos y sociales, en obra reciente sobre el temperamento y carácter de los individuos y razas, trae una hermosa página llena de enseñanzas prácticas, que transcribo, y traslado a la juventud que me escucha, porque escrita en otro clima y para otros hombres, parece inspirada por nuestro pueblo y pera el momento histórico en que vivimos:

Bajo el nombre de progreso —dice— nació en la primera mitad de este siglo una especie de fatalismo optimista, según el cual nada habría que encomendar al esfuerzo. Una edad de oro surgía a nuestra vista, y la humanidad, por la fuerza misma de las cosas, llegaría al zenit, como por virtud de su movimiento llega el astro al perihelio. La libertad originaría la igualdad y ésta a su vez la fraternidad, a modo de un abrazo universal. Ya en la última mitad del siglo hubo necesidad de renunciar a este beatífico optimismo, o quietismo humanitario. Se comprendió que no es dable hacer nada sin nuestro concurso, y que el progreso general tendríamos que garantizarlo con el progreso individual, con la inteligencia y energía del carácter. La libertad por sí sola no engendra la igualdad, ni la igualdad de derechos civiles y políticos tiene virtud bastante para dar origen a la fraternidad. A la vista tenemos la exaltación de la lucha de clases, pueblos y razas. La misma instrucción, que se anunciaba como el remedio de todos los males, no ha impedido el creciente aumento de la criminalidad, del suicidio y la locura; modifica tan solo la forma del vicio, no lo destruye, sino cuando va acompañada de una verdadera educación del carácter. La Ciencia, casi divinizada, es simplemente humana, cuando no del todo inhumana, si va separada de la moral. No depende sólo la suerte futura, de nuestra ciencia y entendimiento, sino más bien de nuestra moralidad y voluntad. Ésta constituye el elemento principal del carácter, lo mismo en individuos que en razas; sin ella el mismo brillo de la inteligencia se hubiera eclipsado. La preponderancia pertenece a la raza que posea más elevada cultura y voluntad más resuelta y disciplinada. Tendremos, pues, el porvenir que nos deparemos con nuestra solicitud y previsión.

Y debo concluir. Sirva de excusa la íntima convicción que tengo de la oportunidad de estas verdades, al atrevimiento de abordar cuestiones que exigen mejor preparación que la mía, y mayor amplitud y desarrollo que el que pueda dárseles en una oración académica. No me ha movido la pretensión y vanidad de escribir un trabajo técnico o literario, sino el propósito y modestia de hacer una buena obra, que obra moral y saludable es la de iniciar en tales ideas y desde tan elevada tribuna, a la juventud cuya educación nos está confiada, y de cuya inteligencia, virtudes y carácter dependerá la suerte de la patria.

He dicho.

Tomado de: Universidad de La Habana: Discurso Inaugural leído en el Acto Solemne de la Apertura del Curso Académico de 1902 a 1903 por el Dr. José Varela Zequeira, Catedrático titular de Anatomía y Disección. La Habana, M. Ruiz y Ca. Imprenta y papelería, 1902.

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