Suspende, Mar, suspende tu eterno movimiento,
por un instante acalla el hórrido bramar,
y pueda sin espanto medirte el pensamiento,
o en tu húmeda llanura tranquila reposar.
Ni el vuelo de la mente tus límites alcanza;
se pierde recorriendo tu vasta soledad;
medrosa si contempla tu indómita pujanza,
y atónita si admira tu augusta majestad.
¡Espíritu invisible, que reinas en su seno,
y oscilación perpetua le imprimes sin cesar!
¿Qué dices cuando bramas, terrible como el trueno?
¿Qué dices cuando imitas doliente suspirar?
¿Al mundo acaso anuncias algún eterno arcano,
que oculta en los abismos altísimo poder...,
o luchas blasfemando con la potente mano
que enfrena tu soberbia, segundo Lucifer?
Coloso formidable te he visto en tu osadía,
para escalar el cielo montañas levantar,
y al trueno de la altura tu truco respondía,
cual si el furor divino quisieses parodiar.
Mas luego —quebrantado tu poderoso orgullo—
atleta ya vencido mirábate rendir,
y en la ribera humilde, con lánguido murmullo,
rodabas por la arena tus orlas de zafir.
Entonces tu ribera buscaba complacida,
gozando de tu calma mi ardiente corazón,
y acaso los pesares de mi agitada vida
adormeció un momento dulcísima ilusión.
Tal vez, cuando en la playa tus olas me seguían,
mirándolas, y oyendo su plácido rumor,
“palacios te guardamos (pensé que me decían),
en antros solitarios, ignotos al dolor”.
“¡Ven, pues, a nuestros brazos! Apaga en nuestros senos
el fuego que devora tu estéril juventud...
¡Ven, pues, alma doliente, y gozarás al menos
lejos del mundo loco pacífica quietud!
“Si a veces nos alzamos terribles y violentas,
vorágines abriendo con hórrido rugir,
en tu alma se levantan más férvidas tormentas,
que tu razón acaso no alcance a resistir.
“¡Ven, pues; a nuestro impulso tranquila te abandona;
que nuestras hondas simas descanso y paz te den;
de perlas y corales ciñéndote corona,
que apague los latidos de tu abrasada sien!”
¡Oh, Mar!, ¡y cuántas veces en su fatal delirio
tradujo así tu arrullo mi herido corazón...!
¡Y cuántas más templaste mi bárbaro martirio,
mirando de tus olas la eterna sucesión!
Así, tal vez pensaba, sucédense los días,
tras sí llevando raudos las penas y el placer...
que pasan cual los duelos las fiestas y alegrías,
y nada, ¡por ventura!, durable puede ser.
Perecen las naciones, caducan los imperios,
y un siglo al otro siglo sucede sin cesar...
¡El porvenir tan sólo conserva sus misterios!
¡El más allá, que inmóvil nos mira delirar!
Pasaron, Mar, pasaron las ansias y tormentos
que entonces me agobiaban con bárbaro tesón;
y acaso sucedieron delicias y contentos,
que para siempre, ¡oh triste!, pasados también son.
Que nunca de tus olas agótase el tesoro,
ni agótase en el alma la mina del dolor;
mas huyen —y no tornan— los gratos sueños de oro,
del alba de la vida dulcísimo favor.
Prosigue, ¡Mar!, prosigue tu eterno movimiento,
cual sigue de mi vida la ardiente actividad;
pues eres noble imagen del móvil pensamiento,
que es como tú grandioso, con calma o tempestad.
Prosigue; que cual pasan tus olas formidables,
pasan por él acaso las dudas en tropel;
mas veo en lontananza las rocas inmutables,
que burlan los embates de tu furor cruel.
Así la fe se eleva, y en lo interior del alma
—mil choques resistiendo— conserva su vigor...
¡Prosigue, Mar, prosigue; y en tempestad o en calma,
proclama la grandeza de tu divino Autor!
(1840)
Tomado de Poesías líricas de la Señora Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda. Madrid, Librería de Leocadio López, Editor, 1877, pp.20-22.