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Por dónde me he acordado de Señá Cleofas? ¿Cómo ha surgido ante mí, después de mucho más de medio siglo, su imagen terrífica? La asociación de ideas tiene extraños caprichos. Leyendo, no ha mucho, cierto artículo de un excelente periodista santiaguero, en que preconizaba la manera fuerte de gobernar, esta comezón mía de poner apostillas a lo que leo de notable me hizo escribir al margen: “La letra con sangre entra”, y con súbito arranque, firmé: Señá Cleofas.

Bueno. Y ¿quién fue Señá Cleofas? Desde luego, no es engendro de mi fantasía, algo aletargada por estos tiempos de ahora. Ya citaré mis autoridades, en apoyo de su existencia real, y dolorosamente positiva. Señá Cleofas fue un penalista muy anterior, en su doctrina, a Beccaria. Como en espíritu vivía en la época de la santa Inquisición, no tostaba a sus reos, porque su brazo no se alargaba hasta tostar; pero había adivinado la estupenda teoría de la ejemplaridad de la pena, y la aplicaba inquisitorialmente. Veo que anticipo. Hay que volver atrás.

Señá Cleofas, a quien por suerte no conocí de vista, era camagüeyana, de nacimiento o por naturalización forzosa, negra, tal vez mestiza, muy vieja. Vivía en un zaquizamí de la vetusta calle del Príncipe, donde tenía escuela. Sí, escuela; en la cual, de muchachos, habían purgado sus culpas futuras no pocos señores, amigos míos, y no pocas señoras, de lo más granado unas y otros del lozano tronco principeño.

¿Qué enseñaba Señá Cleofas? Misterio. Quizás si hubieran hecho esa pregunta a los padres o tutores o encargados de las víctimas, hubieran contestado ingenuamente, a la camagüeyana, que mandaban los muchachos a la escuela, para que los tuvieran sentados. Era la costumbre.

Pero la dómine tenía idea muy distinta del alcance de su jurisdicción. Eso de estar sentado pertenecía a los elegidos, a los que están a la diestra de Dios Padre. En la tierra y en la escuela de Señá Cleofas estar sentado era privilegio de los muy pocos. Sus alumnos del montón tenían que adoptar actitudes diversas, todas pintorescas. Los menos traviesos, los de pecados veniales, estaban de pie en los rincones, de cara para la pared, besando las telarañas. Otros, más contumaces, de rodillas sobre granos de maíz. Las niñitas poco dóciles eran comidas a pellizcos y ablandadas a mojicones; pesaba sobre ellas la amenaza de barrer la escuela los sábados, día de limpieza, y habían de recoger los cabos de tabaco de la maestra, que ella reservaba, en una arrugada vejiga, para usos medicinales.

Diariamente sacaba a las puertas de la calle algunos relapsos, con su par de orejas de burro, bien altas y bien puntiagudas, amén de otros sambenitos. Por esta exhibición macabra era renombrada la escuela; y de esa sí disfruté más de una vez, con temblor de todo mi cuerpo de rapaz tímido.

Pero donde se explayaba el genio pedagógico de la Pestalozzi afrocamagüeyana era en el uso de las disciplinas, llamadas allá correas. No pasaba día sin azotaina; y era un momento solemne aquel en que, de par en par la desvencijada puerta, mandaba Señá Cleofas que el penitente se pusiera a horcajadas, bajado el calzón, sobre la espalda de uno de los más robustos entre sus compañeros. Esgrimía ella entonces con santo celo el tirapié; y no cesaba de flagelar, hasta que el azote dejaba marcas rojizas en las pobres posaderas. La letra con sangre entra.

Repito que todo lo narrado es historia pura, y puedo aducir autoridades. Allí está el coronel Arredondo y Miranda, gran guardador de las memorias del tiempo viejo. Allí está mi primo Fernando Figueredo, que no es bayamés, como creen los más, sino camagüeyano y muy camagüeyano, hombre veraz a todo ruedo. Y aunque no de la misma hornada, sino de tiempo posterior, allí está la señora García de Coronado, diligente rebuscadora de la vida de nuestras compatriotas ilustres, y que algo habrá oído de los milagros de esta paisana, también insigne a su modo.

Vedado, Noviembre, 1926


Tomado de
El Fígaro, Año XLIII, Nro.19, Noviembre, 1926, p.403.
El Camagüey agradece a Axel Li la posibilidad de publicar este texto, que dio pie a un interesante intercambio entre Enrique José Varona y Gonzalo Aróstegui, a la sazón editor de El Fígaro. Los interesados pueden leer en El Camagüey las sendas cartas remitidas por Varona a Catalá, director de El Fígaro (https://bit.ly/3rhHZRb), y al propio Aróstegui (https://bit.ly/3D4LoaX), y la respuesta de éste,
disponible en https://bit.ly/3JwvOpU.

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