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De cómo en mi niñez fui don Quijote

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De cómo en mi niñez fui don Quijote

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Tendría yo unos ocho años, cuando se trasladó mi familia a una casa de mi padre, en la calle de Santa Ana. Por ser de dos pisos, dominaba por la izquierda la del regidor perpetuo F. de V. y más allá la del marqués de S. A. y S. M. Con ambas familias estaba emparentada la mía; pero ignoraba yo entonces que entre mi padre y el marqués se hallaban cortadas las relaciones diplomáticas.

En la casa más próxima había varias niñas mayores y menores que yo, y en la otra no puedo asegurar que viviera, pero alguna se veía de cuando en cuando. Esta circunstancia de la vecindad de las muchachas influyó no poco en la metamorfosis que se verificó en mí durante unos días.

A pesar de mi corta edad estaba yo poseído ya del diablillo familiar de la fantasía; y éste encontraba pasto abundante en mis continuas lecturas de obras de pura ficción, para jugarme inolvidables pasadas. Mis estudios no medraban; pero el tiempo me venía corto para devorar libro tras libro. Desde mi iniciación con las pasmosas hazañas de Los tres mosqueteros del inimitable Dumas I, hasta los prestigios de Liderico, primer conde de Flandes— ¡que cerca y que lejos de los Nibelungen!—, las inacabables andanzas de Gil Blas, las viejas y bien recortaditas y mondaditas Mil y una noches del bonachón de Galland, no puedo decir cuánto había leído, ni a cuántos Merlines me había entregado. En esto, un vecino algo literato, cuyo nombre siento no recordar, puso en mis manos, en unos tomos pequeños y muy bien impresos, con lindas láminas grabadas en acero, El ingenioso hidalgo, de Miguel de Cervantes Saavedra. Lo leí, claro está, como había leído los otros, como libro de portentosas aventuras, que me envolvían en su red de maravillas, y me hacían desvariar por horas enteras.

Pero el hechizo de aquel mágico más prodigioso que los anteriores se apoderó de mi pequeña alma palpitante y deslumbrada, y la llevó a vivir en el mundo de ensueño de su héroe. El desvarío, tan propio de mis pocos años, la vanagloria de exhibirme gallardamente desde el corredor de mi casa que se alzaba sobre los patios contiguos, como un escenario preparado a posta, y la posesión de un viejo espadín, que no sé por cuál arte había caído en mis manos, formaron los elementos con que compuse la fábula de que fui autor y actor.

Mi cuarto era el último de los que daban sobre el corredor mencionado; y mi familia, muy reducida entonces, estaba en los bajos, que era lo más de la tarde y las primeras horas de la noche, campeaba yo por mi respeto, y transformaba la casa en venta, en camino carretero o en jardín de castillo ducal. No son para dichas las veces que me ensabané para decapitar cueros de vino; las veces que esgrimí mi punzante, aunque no tajante, espadín contra temibles endriagos; las veces que eché de menos un rocinante cualquiera para ostentar en airosa apostura mi personilla, ante los ojos, que se me antojaban deslumbrados, de las princesas vecinas.

¡Ay! por ellas vino mi desencantamiento y mi desencanto. La casa del regidor no tenía azotea, pero sí la del marqués; por lo menos una interior, fronteriza al famoso balcón de mis hazañas. Una tarde, cerca ya de anochecer, estaban tomando el fresco en ella dos de las vecinas más próximas y la niña, todavía para mí tan incógnita como Dulcinea para mi modelo. Quise aprovechar la ocasión de lucírmela, empuñé mi tizona, y comencé a dar tajos y mandobles, con tanto coraje y brío, como si hubiera de romper por todo un ejército de moruecos baladores. Fue tan estrepitosa la carcajada de mis admiradoras, que el espadín se me cayó de las manos y las telarañas de los ojos. Debí encontrarme muy digno de la sonora aprobación, porque en muchos días no parecí por el corredor; y cuando volví a él había vuelto a mi ser natural de chicuelo algo simplecillo y no poco encogido.

La desavenencia entre su casa y la mía fue naturalmente causa de que nunca cambiara explicaciones, ni lo intentara, con la niña de la azotea. En cambio, mucho traté después a las muchachas más vecinas, con quienes se estrecharon luego, por mi matrimonio, mis relaciones de parentesco; pero nunca jamás me hablaron de la ruidosa escena en que zozobró mi quijotismo.

Vedado, 9 de julio, 1918

Tomado de El Fígaro. Revista Universal Ilustrada. Año XXXV. Número 28, Habana, 21 de julio de 1918, p.838.
Texto dedicado al Sr. Antonio P. Pichardo, en Camagüey.

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