El rey Milinda iba muellemente echado en su carro, y aunque buen budista, en ese precioso momento no se miraba el ombligo. Con sus grandes ojazos negros entornados, perseguía una dulce imagen, que nada tenía que ver con las cuatro verdades sagradas del sufrimiento. No sabía siquiera si era una verdad, o mero engendro hechicero de su alada fantasía. Sus oídos se deleitaban con su música interior, como si los gandharvas hubieran abandonado el cielo de Indra, para hospedarse en su cerebro. Quizás alguna apsara de florida frente le sonreía distante... El rey Milinda, en su éxtasis, se olvidaba de los principios severos de Sankhya, y se entregaba a los viejos sueños brahmánicos que habían sido los de su casta.
Cuando más absorto se encontraba, un ruido insistente, resonando a su zaga, lo hizo volver en sí algo malhumorado. Pues hasta los reyes suelen ser súbditos del mal humor, irrespetuoso de las jerarquías. Incorporóse el rey Milinda, se volvió y percibió al filósofo Nagasena, quien se adelantó hacia él con paso más reposado, y lo saludó, según los ritos, juntando las manos, ahuecando las palmas en forma de copa, y llevándoselas a la frente.