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¿Necesitamos una revolución?

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¿Necesitamos una revolución?

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Confieso que hay una clase de anticomunistas que me da miedo porque son los mejores aliados del comunismo. Son los que niegan la existencia de hondos problemas sociales de urgente solución. Para ellos en Cuba antes de la Revolución todo estaba muy bien, y en los países latinoamericanos todo está muy bien, y el único problema es acabar con los agitadores y asunto terminado, y si acaso, ocuparse un poquito de tal o cual pequeña mejora accidental.

Cuando me han preguntado algunas veces si en Cuba lo que hacía falta en 1958 era simplemente un cambio de gobierno, y he contestado que hacía falta algo más que eso, una transformación profunda en las mismas estructuras sociales, he observado que a algunos —pocos por suerte— esto no les ha gustado. Esto les sabe a herejía. Pero yo creo que hay que decirlo bien alto, porque ya es hora de que nos decidamos a vivir de una vez el Evangelio si queremos seguir llamándonos cristianos. Y todo el que reflexione un poco, sin apasionamiento, verá la razón de esta afirmación y se dará cuenta de que esto no envuelve crítica contra ningún gobierno porque no se trata de defectos de los gobiernos sino de las estructuras sociales.

Uno de los mayores daños que pueden hacerse al cristianismo es el identificar el orden social existente en la América Latina con un orden social cristiano. No. La situación social de nuestros países no es una situación cristiana. Cuba no era de los países que peor estaban. Al contrario, era de los que estaban mejor, y sin embargo, el per cápita de un campesino cubano era de 25 centavos de dólar diarios y en otros países es mucho menor. Esto no es cristiano. En Cuba teníamos el 23% de analfabetos y era el tercer país de índice bajo; en otros va aumentando mucho hasta llegar a dar un promedio general para la América Latina de 34%. Esto tampoco es cristiano. Las tres cuartas partes de la población de la América Latina están subalimentadas. El 60% de las casas campesinas son infra humanas y el 35% de los habitantes de las ciudades no tienen viviendas adecuadas. Todos hemos visto con nuestros propios ojos, aunque sea de lejos al pasar, los cinturones de miseria que rodean todas nuestras grandes ciudades y convendría que entrásemos alguna vez en aquellas chozas. Yo he ido durante mucho tiempo todas las semanas al barrio de Las Yaguas en La Habana y he visto cómo vivían aquellas gentes que eran también hijos de Dios, y en otros países he visto que era aún peor. El problema del indio. El del parasitismo. El de los salarios insuficientes. El de los padres que tienen que limitar o ahogar la vida en sus entrañas, no por comodidad o por egoísmo como muchos ricos, sino porque no pueden alimentar los hijos. Y tantos otros problemas que no son situaciones individuales, aisladas, producto de circunstancias particulares, sino situaciones colectivas que alcanzan a la mayoría de la población, producto de una injusta organización social. Nada de esto es cristiano. Y tampoco se trata aquí de la más mínima demagogia. Son datos concretos, son realidades que no podemos negar y que cuando las pensamos bien tienen que dolernos en lo más hondo como un latigazo en nuestra conciencia cristiana, porque constituye un pecado colectivo en el que todos tenemos nuestra parte de culpa.

¿Por qué todo esto en países como los nuestros extraordinariamente pródigos en riquezas naturales y con una densidad de población mucho menor de la que son capaces de sostener? Porque existen unas estructuras sociales injustas que producen un enorme desnivel: unas pequeñas minorías muy ricas frente a inmensas mayorías muy pobres. Sobre esto también podrían darse datos estadísticos y concretos que no mienten: el 80 o el 90% de las tierras y de las riquezas están en manos de un número muy limitado de personas mientras todos los demás deben contentarse con un diez o un quince por ciento.

Todo esto requiere una solución profunda y rápida. O hacemos nosotros la revolución cristiana o Dios nos castigará dejándonos caer en manos de la revolución comunista que no es más que la expresión de la desesperación, de la envidia y del odio desatados de los oprimidos; unos, engañados por falsas promesas que no se cumplirán nunca; otros, sabiendo que van a un suicidio pero que se dicen en su desesperación: yo no tendré nada, pero tú tampoco.

Hay muchos a quienes la sola palabra revolución inspira terror, y es porque se han acostumbrado a tomarla en su sentido peyorativo, como sinónimo de violencia, de injusticia, de crímenes, de atropello, de opresión, de violación de todos los derechos. Pero la revolución no tiene que ser nada de esto. Significa simplemente un cambio a la vez profundo y rápido. Y esto es lo que tenemos que hacer: un cambio profundo porque el mal es hondo y está en la raíz. Un cambio rápido porque el remedio es urgente y no admite espera. Hay muchos que preferirían un cambio lento, por evolución, como los pasos firmes y pausados de un elefante. Indudablemente que esto sería lo mejor. Sólo que llegaría tarde, con un retraso de siglos, cuando ya el mal estaba hecho. Cuando un enfermo necesita curas de urgencia, sería absurdo esperar a que el proceso de su enfermedad fuera evolucionando lenta y naturalmente.

Nuestro caso es urgente. Si seguimos como hasta ahora, lejos de solucionarse el problema social de la América Latina irá agravándose por días porque todo esto nace de la acumulación de las riquezas en muy pocas manos, y esa acumulación cada vez será mayor, ya que en el sistema capitalista liberal, el capital está separado del trabajo y todas las ganancias son para el capital, mientras que el trabajo sólo recibe un salario que escasamente alcanza —si alcanza— para mantener el hogar. Por otra parte, el aumento vertiginoso de la población, aumenta cada día el desequilibrio demográfico-económico y cada día habrá más gente con hambre, sin vivienda, sin educación, etc. Por eso Juan XXIII en la Mater et Magistra insiste, a la vez que en defender el derecho de propiedad, en recalcar la función social de la propiedad y en que el trabajador debe por justicia participar también en las ganancias ya que ha participado en la producción. Hay que echar abajo el axioma capitalista: “Obtener el máximo beneficio con el mínimo de gasto” y sustituirlo por otro cristiano: “Obtener yo menos beneficios para que mi hermano también obtenga lo que le corresponde”.

Cristo vino a realizar en el mundo esta gran revolución del Evangelio. El primero que pensó en los pobres no fue Marx, ni fue Stalin, ni fue Fidel Castro; fue Cristo. Y Él tenía urgencia, como de fuego, que le consumía las entrañas, de transformar el mundo: Yo he venido a prender fuego a la tierra y ¿qué he de querer sino que arda? Y el mundo pagano se hizo cristiano. Pero a nosotros toca el transformar cada día el paganismo que renace en cristianismo auténtico que es fuego de amor. Es el gran Pío XII, de feliz memoria, el que nos impulsa a esta revolución cuando nos dice: “Es todo un mundo el que hay que rehacer desde sus cimientos para transformarlo de salvaje en humano, y de humano en divino”.

Tres aspectos debe abarcar esta revolución cristiana, pero los dejaremos para exponerlos en un próximo artículo.

Tomado de Revolución cristiana en Latinoamérica. Santiago de Chile, Editorial del Pacífico S.A., 1963, pp.34-39.

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