¡Tierras de Camagüey…! Dilatadas planicies cortadas en verdes tableros por los verdes cañaverales… ¡Tierras de Camagüey, que amamantaron el gesto sin par de los Agüero, la gallardía de Agramonte, la serena convicción de Cisneros Betancourt…!
Caminos trazados por la rueda del fotingo; pueblecitos de seis casas y cuatro tiendas; centrales dominando la lejanía con los telescopios de sus torres blancas apuntados al cielo; convoyes de caña junto a las grúas mordientes, convoyes de caña por las vías polvorosas; jinetes de película, friéndose al sol tropical, entre la maldición del sombrero tejano y las polainas de cuero, con el gallo en la mano y el revólver al cinto; trenes en marcha; “fragatas” en los desviaderos; pirámides de tozas en los cruces, montones de hierro nuevo en los socavones… ¡Tierra de Camagüey…! Dulce agua de aljibes, agua salobre de los pozos, sombra de “bagacillo” por el día, claridad de cañaverales incendiados en la noche… ¡Actividad, trabajo, riqueza, crecimiento!
El tren abandona la estación. Se aleja, balanceándose como un borracho. A la izquierda se levanta el terraplén de la Carretera Central, coronado de afanosos obreros; a la derecha, un cayo de monte, resto de la antigua selva, marca el límite entre las cañas nuevas y un extremo potrero. Hundidas las patas en el “paral” o levantando la cabeza para alcanzar el fruto de las guásimas, las reses miran el tren que pasa con gesto indiferente (sobre ellas ha volado ya el aeroplano) y vuelven a rumiar su alimento. Un río. El follaje de las márgenes reduce la perspectiva. Por sobre la copa de los árboles, se quiebran las doradas flechas del sol… Tiembla de uno a otro extremo la hilera de carros; la oquedad recoge y devuelve los ruidos en un gran ruido de herraje que se derrumba; bajo las ruedas, la corriente semeja un manso estanque verdoso… Pasamos el puente.
Aparece entonces, dilatándose hasta formar horizonte, el mar de “marabú”. Lo cubre todo, lo llena todo, avanzando como una falange terrible, y haciendo huir ante su avance hombres y bestias. Flanquea el camino de hierro por ambos lados; bordea el río, amenazando invadir la otra orilla, rodea los pocos árboles que aún resisten en la sabana.
Su triunfo es el triunfo de lo débil contra lo fuerte, de lo pequeño contra lo grande. Su hermana, la “aroma”, tiene más gruesos el tronco y las ramas, más fuertes las raíces; pero, por eso mismo, no presenta igual masa ni ofrece tal unida resistencia. Delgados, flexibles, hasta parecer juncos, los tallos del “marabú” se aprietan en haces tupidos, forman un solo haz formidable, sembrado sobre la extensión del campo. Y reina solo, soberano sin disputa: las reses no comen sus frutos, no aprovecha el hombre su madera, cualquiera tierra la sustenta y el viento más ligero arrastra el polen prodigioso de sus flores.
Caballerías y caballerías de terreno se han perdido a la agricultura, cubiertas por el “marabú”; fincas que fueron o pudieron ser emporio de riqueza, se arruinan, dominadas por el arbusto implacable…
Durante un cuarto de hora no vemos desde la ventanilla, sino este océano verde-claro, sin velas que lo surquen ni pájaros que lo alegren. Llegamos a su límite, lo dejamos atrás, con un suspiro de satisfacción.
Otra vez: cuarteles verdes de caña; pueblecitos nacientes; caminos hendidos por el carril carretero; tozas en los “chuchos”, humeantes telescopios de los centrales…
¡Tierras de Camagüey…! Actividad, trabajo, crecimiento.
(A bordo de un tren que va hacia Oriente.)
Tomado de Bohemia, 31 de marzo de 1929.
El Camagüey agradece a Pável García la posibilidad de publicar este texto, y a César Reynel Aguilera los datos y la foto de Marcelo Salinas.
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