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I

Mi padre y mi madre me dieron la vida y han sido en gran medida el centro de mi vida y mi escritura. Mi padre por su ausencia, mi madre por su presencia. Estoy marcado por una lejanía y una cercanía. Por supuesto que hay mucho, mucho más, pero si la muerte fuera una empresa en la que yo tuviera que pedir trabajo, y me exigiera un resumen conciso para darme el empleo, un curriculum vitae de pocas palabras, tendría que dedicarles a ellos dos la mayor parte de ese escueto texto.

Como escritor al fin (mi vocación empezó desde niño), he tenido conciencia de eso que llaman, y no puedo eludir los lugares comunes, la brevedad de la vida, la transitoriedad de las cosas terrenas. Pero ahora que por primera vez padezco de una enfermedad que puede ser mortal, y el final se presenta como algo palpable, y no como esa imagen nebulosa e incluso levemente deseada (nunca he pensado en la muerte con temor, sino más bien como un hombre con sueño piensa en una siesta, que pospone porque tiene otras cosas que hacer), me pregunto si me queda tiempo para escribir esa novela que calculo tendría unas mil páginas y que llevo en la cabeza desde hace dos, tres años, y de las que sólo he terminado con satisfacción las primeras diez. He eliminado el resto de lo que he hecho hasta ahora, un centenar de cuartillas de calidad dudosa en las que me metí por rutas falsas y que me condujeron a un atolladero, a un genuino callejón sin salida.

Tal vez yo sobreviva, y llegue incluso a concluir esa larga narración sobre un hombre de Miami cuyo rostro cambia y regresa a Cuba sin que ninguno de sus conocidos pueda reconocerlo. Pero la incertidumbre me obliga a iniciar un escrito más breve, mientras estoy en esta especie de salón de espera.

Además, en estas circunstancias no tengo ganas de escribir ficción. Me sorprende esta frase. Nunca he podido llevar un diario, ni me ha atraído la posibilidad de una autobiografía. Tampoco sirvo para los ensayos, ni siquiera para los artículos. Soy narrador de historias; eso es todo. La “realidad” de un diario o una autobiografía jamás me ha convencido; si intentara hacer cualquiera de los dos me volvería un farsante. Y sin embargo, me hallo en este sitio donde debo esperar. Y como la ficción me ha abandonado, al menos por ahora, es válido que escriba lo que sienta.

II

Empecé por hablar de mi padre y mi madre. ¿Qué tenían en común esos dos seres? Muy poco, si exceptúo la vehemencia. Hoy, cuando ambos ya están muertos, puedo verlo. Este rasgo provocó en los dos resultados distintos. En mi padre, la intensidad se tradujo en pasión por conquistar mujeres, en idealismo (¿o en mera vocación de aventurero? ), al punto de que renunciando a su clase social se integró al ejército revolucionario y ascendió hasta volverse mayor, convirtiéndose más tarde en un miembro de la elite comunista de Cuba. Es decir, que regresó a su clase, con sus poderes y sus privilegios. Por otra parte, la intensidad se tradujo también en alcoholismo. En mi madre, la vehemencia tuvo una consecuencia más rápida y concreta: a los 25 años, poco después de darme a luz, se enfermó de esquizofrenia. Él se adentró de cabeza en el mundo, con sus brillos sociales y sexuales, su cuota de traiciones y lealtades, su complicada red de logros y fracasos, de goces y dolores, de orden y caos, y ella renunció al mundo para internarse para siempre en la cárcel de su imaginación.

Uno de tantos contrastes: mi padre, según él mismo y casi todos los que lo conocieron, fue un hombre generoso y desprendido (excepto con mi madre y conmigo, algo que se apresuró a admitir cuando viajé a Cuba para conocerlo en 1994), pero fue a la vez fuente de disgustos para sus allegados, por su carácter terco, su fanatismo político y sus etapas de libertinaje, ya que era un alcohólico funcional al que de repente le daba por beber para al final volver a una abstinencia que duraba semanas y hasta meses, hasta la próxima ronda de borracheras. Mi madre, por el contrario, fue una gran egoísta, sin que ella pudiera remediarlo. El egoísmo es marca distintiva del enfermo mental. No hay lugar para la generosidad ni el desprendimiento. Pero mi madre, dentro de su egoísmo, vivió completamente para mí, y me integró de forma radical a su universo de dioses y fantasmas. Indiferente a toda realidad, se concentró en sí misma, en su fantasía y en su único hijo. Libre de compromisos sociales, de las mentiras que exigen todas las relaciones, mi madre mostró sin tapujos su verdad.

¿Qué tengo de ellos dos? La vehemencia, sin duda. Y sí, la generosidad y el egoísmo. La facilidad de mi padre de acercarse a la gente y la necesidad de mi madre de escapar de la gente. Estas contradicciones conllevan un precio que me he visto obligado a pagar, a veces puntualmente y otras con demora. Pero a la larga pienso que he cumplido.

III

En el camino de explicarme a mí mismo, pues me doy cuenta de que este texto tiene ese objetivo, es lógico que empiece por mi madre y mi padre. Pero no me engaño: los genes son un fundamento, pero no lo son todo. Además, incluso si lo fueran, ¿cómo aclarar ese lenguaje totalmente cifrado, cómo interpretarlo, cómo desmenuzarlo? Puedo intentar resumir ciertas características de esas dos personas a quienes debo hoy estar aquí, pero al final mi madre es un misterio. Mi padre igual. No hay retrato, por profundo, por meticuloso que me esfuerce en hacer, que dé una idea de lo que ellos fueron, ni tampoco de lo que soy yo.

¿Qué son los datos, cuando se trata de una vida humana? Poca cosa. Una brújula sin ton ni son que apunta a varios rumbos a la vez. Puedo decir: mi padre fue un alcohólico y yo soy un alcohólico. Mi padre tuvo cáncer y ahora yo tengo cáncer. Si me ciño a esas pruebas, mi padre se vuelve un ser monstruoso, y nuestro vínculo sería el inaceptable del verdugo y la víctima. Puedo decir: mi madre estaba loca y yo heredé, filtrada y transformada, su dolencia mental. Además, más que un hijo yo fui el padre de ella, su enfermero, su bastón, su guardián. Su enfermedad me llevó a usar una suerte de camisa de fuerza. Pero eso sería una repetición del esquema de verdugo y víctima. No es así. No.

Esos datos tan burdos no definen la trama enrevesada de mi propia existencia, ni de mi relación con ellos dos. El amor por mi madre se convirtió en pesar, pero también en gran realización. A ella le debo posiblemente mi creatividad, mi comprensión de los seres humanos (el que comprende a un loco comprende a todo el mundo), mi visión amplia, en la medida en que una visión puede serlo, de la vida y de las circunstancias. La ausencia de mi padre en mi infancia y en mi juventud, aunque me hizo daño, me evitó el lastre del autoritarismo, que hubiera sido un mal mucho mayor. Y nuestra breve relación, desde el 94 hasta el 2005, el año de su muerte, estuvo matizada por una especie de ironía afectuosa, por una mutua naturalidad que he sentido con pocas personas. El conocerlo, el verle frente a frente, el conversar con él, eliminó casi completamente el rencor que le tuve desde que era muy niño, el resentimiento que me inspiraba esa foto sin rostro, esa figura sin cuerpo ni facciones que había dejado una huella brutal en mi madre y en mí.

Es decir, que como en esos libros y esas películas de finales felices, la mayoría ridículos e inverosímiles, yo me he reconciliado con mi madre y mi padre. Eran ellos, con sus limitaciones, los que yo requería. No los cambio por nadie.

Claro, que no es tan simple. Por ejemplo, cuando mi madre murió, en diciembre del 2001, todo el odio a mi padre que acumulé durante tantos años, y que yo daba por eliminado, resucitó de pronto, implacable y feroz. En un puro arrebato irracional no concebía que a mi madre le hubiera tocado morirse primero. Era el razonamiento de un demente. Durante semanas me resultó imposible hablar por teléfono con mi padre, por temor a insultarlo. Pero a los pocos meses, cuando al fin lo llamé, el mero hecho de escuchar su voz borró una vez más todo el rencor. No tengo explicaciones para esto. Luego él se enfermó de cáncer y yo fui a Cuba para despedirme. Y el Día de los Padres del 2005 me decidí a llamar para felicitarlo. Nunca lo había hecho antes. Aunque ya lo había perdonado desde hacía mucho tiempo y, como dije, nuestra relación tenía una calidez y una espontaneidad extraordinarias, me parecía el colmo felicitarlo en un día semejante. ¿Cómo podía felicitar a un padre que jamás se comportó como tal desde que nací hasta que cumplí 42 años? Pero por tratarse de que estaba enfermo, lo hice. Tuvimos como siempre un diálogo de afecto y simpatía. Al día siguiente mi padre cayó en coma y murió tres semanas después.

Estos son apenas momentos. Hubo miles, millones de momentos distintos en que mis sentimientos hacia ellos dos cambiaron. Sería absurdo tratar de enumerarlos en este breve texto. Sólo deseo dejar constancia de que la difícil relación con ambos me ha hecho ser en buena medida lo que soy.

IV

Si hablo de génesis y de cimientos, debo también mencionar a Cuba. Para bien y para mal nací allí. ¿Por qué el lugar de origen influye sobre uno? Sé que hay personas indiferentes a su país natal, y hay otras que se sienten, con todo su derecho, ciudadanas del mundo. Tal vez esa es la actitud razonable. Pero son excepciones. Aunque mi vínculo profundo con Cuba se ha desgastado en los últimos años, esa nación me ha marcado hasta hoy. Allí viví hasta los 30 años, y aunque en etapas, por cansancio o despecho, he sentido que ya no soy cubano, lo cierto es que jamás podría ser otra cosa, a pesar de que desde hace 20 años soy ciudadano norteamericano.

¿Es que acaso uno espera de la patria lo mismo que uno espera de los padres, quiero decir, protección y lealtad, motivos para enorgullecerse? Al parecer en mi caso fue así. Pero la patria, aparte del paisaje, las ciudades, el clima y los caprichos de la geografía, se sustenta en gobierno y ciudadanos. Gente. Y es allí donde la patria mía me ha causado una enorme decepción. Al igual que mi madre, mi patria se enfermó de esquizofrenia. Y lo que pude aceptar en mi madre (muy a regañadientes, tengo que confesarlo), no he podido aceptarlo jamás en Cuba y los cubanos. No quiero añadir más.

Noche de verano 
Edward Hopper

Roles

La sucesión de roles. En vano he tratado de escapar de su yugo. Los roles definen la conducta, las apariencias, el hablar o el callar, la forma en que uno se relaciona con los otros o les vuelve la espalda. Los roles que uno asume con conciencia y los que adopta por instinto, o por razones que ni uno mismo sabe.

¡Ah, el desfile de roles! El intercambio, la metamorfosis, el círculo vicioso de los roles.

Me ha obsesionado ser un yo indivisible, sin fracturas ni máscaras; he luchado contra el atropello de múltiples personas dentro del ser que responde a mi nombre. En la época en la que bebía y consumía drogas, me desgarraba la conciencia de los oscuros Mr. Hydes que dominaban mi mente y mis acciones. Al menos puedo decir que cuando al fin superé mi adicción y alcoholismo, las fases más siniestras de mi conducta y de mis pensamientos en gran parte desaparecieron.

Y sin embargo, a medida que envejezco, y la enfermedad que padezco actualmente me ha hecho más viejo en cuestión de semanas, me doy cuenta de algo que siempre he sabido, pero nunca he aceptado: no hay tal yo indivisible. La unidad soñada por Parménides es un espejismo cuando se trata de cada individuo. Entre otras cosas, porque persiste la multitud de roles. Y yo he asumido los más diversos a lo largo de toda mi existencia, sin poder evitarlo. Quiero dar de mí mismo una imagen cabal, sin recurrir a la mentira y a la hipocresía, pero eso es imposible.

¿Por qué valoro en tan alto grado —y en esto me parezco a mucha gente— la integridad y la sinceridad? ¿Se trata de una ética que nació conmigo, que aprendí en el camino o que me impuse por mera terquedad? Por supuesto, está bien que uno intente tenerlas. Pero vivir es interpretar roles, y esos roles exigen, en el mejor de los casos, ser flexible.

He aquí algunos de mis roles, y ni siquiera puedo enumerar la cuarta parte de los que he asumido desde que tengo uso de razón: el rol del escritor, el del amante, el del solitario, el del buen hijo, el del mal hijo, el del pecador, el del santo, el del escéptico, el del creyente, el del juerguista, el del abstemio, el del lujurioso, el del ascético, el del masturbador (uno de los roles más persistentes desde mi adolescencia), el del responsable, el del irresponsable, el del fracasado, el del triunfador, el del humilde, el del orgulloso, el del maestro, el del alumno, el del voyeur (otro rol persistente), el del tímido, el del audaz, el del rencoroso, el del perdonador, el del pensador, el del irracional, el del entusiasta, el del indiferente... y así puedo seguir hasta el agotamiento.

Pero basta.

Prefiero seguir escribiendo ficción.

Agosto de 2007

Personas al sol 
Edward Hopper


Tomado de Cuentos completos de Carlos Victoria. Aduana Vieja Editorial, Grupo Publiberia, 2010.

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