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La ruta del mago (1)

La ruta del mago (1)

La primera vez que Abel llegó con el dinero, temblando, Alicia Fuentes le acarició el pelo y lo besó en la frente, mientras le repetía entre carcajadas:

—Eres un mago, jovencito, un mago.

A Abel le gustó más que le dijera jovencito que mago. Acababa de cumplir trece años y hasta ahora todo el mundo le hablaba como si él fuera un niño; él sabía que hacía tiempo había dejado de serlo, pero se lo callaba. Y lo que había ocurrido esa mañana, en la sombra de una habitación espesada por gruesas cortinas, sobre una sábana de tachones rojizos enchumbada en sudor, había borrado de sopetón los poquísimos restos de infancia, como palabras escritas con tiza. Pero Alicia nunca se enteraría.

—Un mago, un mago.

Sólo el dinero podía hacer reír con tanto desparpajo a esta viuda cuarentona de ojos y labios secos, obsesionada por su tienda de ropa La Ilusión. De noche las letras de neón reflejaban su pestañeo brillante en los cristales de puertas y vidrieras, coloreando además los adoquines, pulidos por las ruedas y los pasos. Sin embargo, no había nada ilusorio en el laberinto de ganancias y pérdidas que consumía a Alicia desde el amanecer hasta la noche, al que ahora se sumaba un miedo atroz. Los cuerpos tensos de los maniquíes exhibían la gamuza, la seda y el charol, inclinándose con gesto servil, encarcelados tras paredes de vidrio; las pulseras ceñidas a los brazos sin vida, los collares sobre la piel pintada emitían el fulgor de la bisutería; pero Alicia no podía engañarse: el escenario de cartón y oropel estaba a punto de desmoronarse con un golpe de viento o un simple chaparrón.

—Esta tarde vas a ver a otro caso perdido. Si conseguiste que Leonor te pagara, todo es posible. Eres un mago. Dile a Rosa que te sirva el almuerzo.

La casa estaba justamente detrás de la tienda; Alicia no hubiera tolerado vivir lejos de ella. Vivienda y negocio eran parte de un todo, como la cabeza y las extremidades; sólo que el cuerpo había empezado a enfermar, a tambalearse; se desflecaba como una cortina que dos rivales halan y se disputan. Pese a todo, la viuda no perdía la esperanza.

Abel salió de la pequeña oficina y atravesó agitado el patio interior, lleno de arecas y de tinajones; al entrar en la sala se detuvo frente a un enorme espejo y vio con rabia que la ropa le quedaba corta.

“Soy feo, flaco, narizón, y con esta ropa parezco un payaso. No le gusté, no le pude gustar; ella solamente quiso chantajearme, ver si de esa forma yo no le cobraba; si él no hubiera llegado me hubiera ido sin un quilo prieto”.

Luego en silencio se sentó a la mesa.

—¿Qué le pasa al señorito, que está tan serio? ¿El señorito no quiere hablar con su pobre criada?

Rosa impostaba la voz mientras meneaba la sopa con una espumadera. Luego echaba en la bayeta gotas de salfumán y de inmediato se ponía a machacar, a puñetazo limpio, los plátanos verdes. Con el trajín sus senos temblequeaban bajo el delantal embarrado de grasa; un rocío de sudor espolvoreaba la sombra de bigote que reducía a una línea la boca sin labios.

—¿El señorito va a comer sin lavarse las manos?

—Rosa, vete al carajo.

—¡El señorito dice hasta malas palabras! ¡Qué puerco, qué cochino!

—Al carajo, a la mierda. Sírveme rápido, que tengo que volver a salir. Ella quiere que le vaya a cobrar a otra vendedora. Me cae como una patada, pero qué voy a hacer.

Se quemó la lengua con la sopa humeante, que tragó haciendo ruidos para molestar a la cocinera. Frente al espejo trató en vano de estirar la camisa y los apretujados pantalones; Alicia lo sorprendió en el empeño y le dijo:

—Te voy a regalar una muda. Una muda linda, de paquete. Pero primero sácale la plata a esa bruja. Aquí tienes los vales, el nombre y la dirección. Es cerca de donde fuiste esta mañana, por el lado del río. No me falles. Tengo que cobrar rápido, esto se acaba pronto. Se acaba, se acaba.

El rumor de que el gobierno iba a confiscar los negocios pequeños tenía en vilo a la viuda...

Esto quería decir la tienda, o más bien su vida. El rumor de que el gobierno iba a confiscar los negocios pequeños tenía en vilo a la viuda, que desde la muerte de su esposo se había entregado en cuerpo y alma a La Ilusión, olvidando familia, religión y amistades, y manteniendo a raya a los innumerables pretendientes que la tasaban como un buen partido: además del dinero y de las propiedades, Alicia Fuentes no era del todo fea. Ahora intentaba ocultar su zozobra dando órdenes, reclamando dinero, vigilando el menor movimiento en la tienda, como un ansioso capitán que sabe que su barco naufraga, pero aparenta firmeza y dignidad.

—No me falles. Mercedes es la que debe más dinero y la que está más atrasada en los pagos. Es una vieja loca, pero más que loca es una sinvergüenza. Debería morirse de un cáncer.

A Abel se le encogió el rostro. Pero Alicia, concentrada en sí misma, no prestó atención a la expresión dolida del muchacho. Había olvidado por completo que su prima Matilde, la madre de Abel, había muerto de esa enfermedad hacía apenas seis meses.

Con los bolsillos llenos de pagarés, Abel salió por la puerta del fondo. Salir por la del frente significaba atravesar la tienda, cosa que él evitaba: imaginaba que los empleados lo miraban como el primito pobre, el vaina, el recogido, que tal vez decían chistes a costa de él, que usaban nombretes para mencionarlo, como Rosa le decía señorito mientras se secaba con un trapo de cocina el sudor de su absurdo bigote.

El portón de cochera, por el que en otro siglo circulaban volantas, daba a un callejón apagado y senil cuya única nota de vida era un árbol. Mientras en la calle de la tienda la gente se agolpaba, bullanguera, y el ruido de los carros se mezclaba a pregones y a guarachas que surgían contundentes del interior de bares, aquí sólo se oía la brisa entre las ramas del flamboyán gigante que sombreaba la acera. O el plañido de un gato en lo alto de una tapia. El mediodía blanqueaba las paredes, encandilaba el sopor y el silencio. En el balcón de la esquina, una mujer vestida totalmente de negro, recostada a una reja, lamía con negligencia un algodón de azúcar mientras miraba con fijeza a Abel. Las mujeres siempre decían algo con la mirada; pero el muchacho no conocía ese idioma y por lo tanto bajaba los ojos, o viraba la cabeza, con ganas de huir.

Esa mañana Leonor lo había mirado de distintas formas y él no la había entendido: cuando ella le abrió la puerta, con su bata casi transparente pegada a los senos; cuando con una sonrisa jaranera escuchó su pequeño discurso, que él había ensayado y memorizado frente al espejo del botiquín del baño durante cuatro días; cuando lo invitó a la cocina mientras hacía café; cuando bromeando le tocó la cara, y luego le metió la mano dentro del pantalón; cuando lo llevó al cuarto. Más tarde, tras la súbita llegada del marido, no había vuelto a mirarlo. Las mujeres cuando no quieren hablar no miran: era lo único que Abel había aprendido de ese lenguaje oculto.

Su madre, por ejemplo, había dejado de mirarlo a los ojos después de que enfermó. No sólo a él. A todos. Su madre había dejado de hablar y de mirar. Para Abel, la ausencia de miradas y de palabras significaba a veces un alivio; no había que esforzarse por entender ni por buscar respuestas; no había que preocuparse por disimular.

Pero en su nuevo oficio de cobrador ese silencio le estaba prohibido.

El mediodía blanqueaba las paredes, encandilaba el sopor y el silencio...

—Tienes que mirarlas a los ojos, clavarles la vista —le había dicho la viuda—. Tienes que hablarles fuerte, duro, ¿me entiendes? De lo contrario no te van a hacer caso. Tienes que decirles que tengo un montón de problemas, que no puedo esperar ni un día más. Ellas te van a poner excusas, te van a tratar de engatusar. Pero tú tienes que insistir fuerte, duro, ¿me entiendes? No te pongas nervioso, no vayas a gaguear. Las miras a los ojos y les dicen que te den el dinero, y que si no te lo dan van a tener que atenerse a las consecuencias. Les dices: “Si no pagan ahora mismo van a tener que atenerse a las consecuencias”. ¿Entiendes?

Abel, que sabía bien que no podía negarse, había dicho que sí. Que entendía perfectamente. Y luego había empezado a inventar su discurso y a ensayarlo en el baño, con la llave de la ducha abierta, para que Rosa la cocinera creyera que él se estaba bañando. El olor a perfumes y cremas de la viuda se mezclaba al vapor del chorro de agua hirviente que corría por la bañadera vacía. El espejo se empañaba, emborronaba las facciones de Abel, que lo limpiaba con la palma de la mano para observar sus ojos mientras pedía dinero. Las palabras se trababan adentro de su boca. Por último se golpeaba la cara y comenzaba a decirlas lentamente, desmenuzando la pronunciación, como el que aprende un idioma extranjero. Luego se masturbaba y se daba un baño.

Ahora, metiéndose por calles retorcidas y estrechas, repetía las frases en voz baja, moviendo apenas los labios, mientras se adentraba en uno de los barrios más viejos de Camagüey, mirando de reojo a través de balaustres el universo inmóvil de las salas antiguas, esquivando los quicios, deteniéndose a veces para coger resuello a la sombra de aleros centenarios. En una plazoleta, bajo un ancho algarrobo, un amolador de tijeras tocaba una insistente melodía, al parecer en vano: las fachadas cubiertas de modorra no daban la menor señal de vida. Un caballo descuajaringado, de ijares sudorosos, tiraba con dejadez de un carretón cargado de carbón. El hombre que aguantaba con flojera las riendas, embarrado de pies a cabeza de un polvo retinto, arengaba a la calle vacía:

—¡Cristo viene! ¡Mi mujer me dejó! ¡Viva la revolución!

Una voz femenina gritó desde el oscuro interior de una casa:

—¡Borracho! ¡No confunda las cosas!

Pero el hombre se veía feliz: detrás del antifaz que el polvo de carbón dibujaba en su cara, sus ojos verdes brillaban gozosos. La espuma que cubría los belfos del caballo se había cuajado como arrugas de nata.

Abel apuró el paso frente a la iglesia de San Francisco. En las paredes del convento habían escrito con pintura negra: Los curas y las monjas son contrarrevolucionarios. ¡Abajo los falangistas! Más adelante, con tiza: Los católicos son todos tortilleras y maricones.

Abel no era católico, ni protestante, ni espiritista, ni ninguna otra cosa: no tenía idea de cómo era Dios. Tampoco sabía qué pensar de la revolución, ni de la contrarrevolución, ni de los rusos ni los americanos. Veía las broncas frente a las iglesias, las manifestaciones en las calles, la gente que gritaba hasta quedar sin voz, oía noticias de atentados y de fusilamientos, sin entender el porqué de ese afán, de esa pasión que arrastraba a la muerte. Al leer los letreros en la pared sintió vergüenza de que alguien pudiera imaginar que él tenía algo que ver con aquellos insultos, en la quietud de la plaza desierta. Del asfalto se alzaba un humo cristalino, como el que tiembla sobre un fogón de brasas; las estatuas, los bancos, los árboles inmóviles parecían al acecho; la soledad ocultaba un peligro.

Bajó hacia el río, fijándose en los números de la calle Pobres. Nombre estúpido: las casas no mostraban signos de miseria. O al menos no de la misma miseria del barrio en que él se había criado, en las afueras de la ciudad, con sus calles de tierra y sus ranchos ladeados, entumecidos, hechos con desgaire, desperdigados entre los solares, cercados con estacas y piñones.

Sin embargo, la casa que buscaba sí resultó ser pobre: era un poco más vieja que las otras, achatada, fuñida, engarrotada, como un cuerpo decrépito plagado de artritis. La puerta y las ventanas tenían varios remiendos. Una música resonaba adentro. Un postigo entreabierto dejaba ver la sala de techo bajo, y Abel, antes de tocar a la puerta, echó un vistazo.

Dos figuras bailaban con movimientos bruscos al compás de un tango, apenas visibles por la oblicua claridad que provenía del patio y de la calle. Pese a la penumbra, no cabía duda de que se trataba de dos mujeres, una alta y joven y la otra vieja y de poca estatura. La música, que salía de una victrola enorme, las envolvía con su cadencia rispida de piano y bandoneones, se imponía apabullante sobre el chirrido de las estrías del disco, permeaba las paredes, las cortinas. La mujer alta, de abundante cabello que le caía en la espalda, llevaba la batuta; enlazaba a la otra con firmeza, la hacía girar, la colocaba de frente y de costado, como se manipula un monigote; los rostros de ambas, bajo las capas de grueso maquillaje, no mostraban la menor expresión; sus cuerpos rígidos se alejaban o se aproximaban tocándose apenas, a merced del ritmo.

...la casa que buscaba sí resultó ser pobre: era un poco más vieja que las otras, achatada, fuñida, engarrotada, como un cuerpo decrépito plagado de artritis. 

De repente la vieja vio a Abel asomado al postigo, y zafándose se acercó a la ventana y gritó:

—¿Qué tú miras?

—Estoy buscando a Mercedes Valencia —balbuceó Abel.

—¿Qué tú quieres? —preguntó, con mirada cortante y desconfiada.

El disco terminó y la aguja comenzó a crujir; la otra mujer se apresuró a quitarlo y luego se quedó quieta, de espaldas. Sus hombros, que la blusa dejaba al descubierto, eran musculosos y anchos.

—¿Me permite pasar?

—¿Qué tú viste?

—¿Dónde?

—Ahora mismo, aquí. ¿Qué tú viste?

—Yo no vi nada. Estoy buscando a Mercedes Valencia. Me dijeron que era en esta calle, en este número. ¿Es aquí?

La vieja se palpó con las dos manos el complicado moño, para comprobar que había sobrevivido a las cabriolas del tango, y dijo con acritud:

—Yo soy Mercedes Valencia. ¿Qué tú quieres?

—Vengo a hablarle de un negocio —dijo Abel, pronunciando con severidad la frase que él mismo había escogido como introducción.

Al oír la palabra negocio, como un militar que escucha de improviso un toque de cometa, la vieja cobró vida.

—Ahora te abro.

La sala olía a canela, a linimento. Los aromas se mezclaban como en una farmacia, o un mercado, o un jardín. Los muebles habían sido apilados en esquinas, tal vez para dejar espacio para que la pareja maniobrara a gusto en sus pasos y sus volteretas. Pero la mujer alta ya no estaba allí.

—Vengo de parte de Alicia, la viuda.

El rostro de la anciana volvió a agriarse.

—¡Ah, ésa! —dijo con desprecio— Dile que no le he pagado porque los clientes no me han pagado a mí. Ella lo sabe, lo sabe muy bien. Ella sabe muy bien que si no me pagan no puedo pagarle.

—Pero es que ella está desesperada —dijo Abel.

Era la técnica que había inventado: primero la firmeza y después la súplica. Pasar de una a otra, inesperadamente. La amenaza debía ser el último recurso. A pesar de su edad, Abel tenía nociones de las vueltas del laberinto humano, donde las líneas rectas no existían.

—Desesperada —repitió Mercedes, chasqueando la lengua con incredulidad.

—Sí, sí, desesperada —insistió Abel, con rostro grave —. Le están haciendo la vida imposible. Le han subido el alquiler, los impuestos, el gobierno le pide dinero para todo, le están cobrando no sé cuántas cosas. Ella necesita que usted la ayude, que la ayude hoy mismo, que le pague lo que le debe —y se sacó del bolsillo el bulto de papeles, los pagarés atados con un cáñamo.

—No quiero verlos, tengo copia de todos —dijo Mercedes, y con furia empezó a reordenar los muebles—. Yo sé muy bien lo que debo. Pero no tengo plata. No me han pagado. Nadie me ha pagado.

Movía los butacones y balances con asombrosa fuerza, evitando arrastrarlos. Abel se puso en un rincón, temiendo que de un momento a otro ella también pudiera levantarlo y cambiarlo de sitio. Los dos guardaron silencio por un rato, hasta que en medio del ajetreo Mercedes se volvió hacia él y le gritó, con un resuello asmático:

—¡Te dije que no tengo dinero!

Abel, sin alzar la voz, le contestó:

—Pero es que ella lo necesita. Y si usted no me lo da, me voy a meter en un problema.

En ese instante un hombre descorrió la cortina. Alto y buen mozo, de rostro pálido y recién lavado (en las mejillas brillaban todavía gotas de agua) avanzó con un andar cimbreante al centro de la sala, ondulando los brazos, y sonriendo y guiñándole un ojo a Abel preguntó:

—¿Qué busca este niño, mamá?

Tenía una voz aguda y cantarina, que contrastaba con su sólido cuerpo. Pese al insulto de la palabra niño, Abel sintió un alivio: era evidente que el joven se iba a poner de su parte. Sería la segunda vez aquel día que un desconocido se prestaba a facilitar su engorrosa encomienda, y pensó que para convencer a las mujeres a él le hacía falta siempre un mediador.

—Mira qué triste está —dijo el joven, peinándose con los dedos—. ¿No es verdad que es un muchachito muy triste, mamá?

Mercedes volvió a chasquear la lengua.

—Bah. Viene a cobrar los puñeteros vales de parte de la pelandruja de La Ilusión. Ya le dije que no tengo dinero, que no tengo nada.

El joven miró a Abel entornando los ojos.

—Ah, así que un cobrador...

—Alicia está desesperada, señor —dijo Abel, dando un paso hacia el joven.

—Señor no, señorito. Me llamo Arturo. ¿Tú trabajas en la tienda de Alicia?

—No es que trabaje allí, es que mi madre era prima de ella. Pero mi madre se murió y ahora yo estoy viviendo en su casa, y me pidió que la ayude a cobrar. Está desesperada, desesperada.

—No hay que repetir tanto las palabras —dijo Arturo, mirándose en un espejo en la pared y frotándose las mejillas y la frente—. De lo contrario pierden su efecto. Si dices desesperada tantas veces, uno piensa que no está tan desesperada, ¿ves? — y abrió los brazos como para abarcar la realidad esquiva de la viuda.

—No puede estar desesperada —dijo Mercedes, dejando caer estrepitosamente una mesa redonda de caoba—. Está podrida en dinero.

—Perdone, señora, pero eso no es verdad. A mí me consta que el negocio está cada vez peor. El gobierno la está presionando. Y ella me presiona a mí.

—Y tú nos presionas a nosotros, ¿no? —dijo Arturo y se observó las uñas, largas y cuidadas— ¡Ay, mijo, qué cantidad de presiones! Vivimos dentro de una olla de presión y cualquier día explota, así, ¡paf!

—Arturito, ten cuidado con lo que hablas, que uno no sabe quién es éste ni lo que se trae entre manos. Te lo he dicho mil veces, aguántate la lengua, ponte un esparadrapo en la boca.

—Por favor, señorito, dígale a su mamá que pague algo, no puedo volver a la tienda sin nada.

—¡No tengo dinero, te dije! —Mercedes, jadeando, trataba de alzar una poltrona.

—Pague por lo menos este vale de diez pesos, es el más atrasado —dijo Abel, extendiendo un papel amarillento, arrugado como una vieja carta de amor.

Arturo, con gesto pronunciado, sacó del bolsillo unos billetes y le dio un beso a uno.

—Las propinas de la peluquería. ¡Todo mi capital! Pero vamos a darte los diez pesos, yo no resisto ver a un niño triste. Tú me los pagas después, mamá.

Abel se apoderó del billete en un segundo y susurró bajando la cabeza:

—Gracias.

—Lo haces porque te da la gana —dijo Mercedes—. Yo no te voy a pagar nada. Eres un botarate, igualito a tu padre.

Arturo enlazó por la cintura a la vieja y dio un paso de baile. Al verlo Abel sintió un escalofrío. El movimiento, la figura del joven eran los mismos de la mujer alta. Se despidió con palabras confusas, y al salir de prisa estuvo a punto de caer de bruces sobre el quicio.

Afuera, en la implacable calma chicha, reverberaban las tejas, los alambres, los adoquines, la cal de las paredes. Un gigantesco cartel se levantaba cerca del callejón que daba al río, con retratos de colores subidos de hombres de barbas y uniformes verdes, apuntando con robustos brazos hacia el sol del futuro, tan rojizo que parecía pintado con colorete o con creyón de labios. Del interior de algunas de las casas salía olor a café, recién colado para espabilar a quienes despertaban de la siesta. Una mujer que le rehuía al sol caminaba despacio con la cabeza gacha, bajo el filo de sombra que ofrecían los aleros. Abel, al pasar por su lado, escudriñó su rostro enmarcado por una pañoleta, buscando un signo de masculinidad.

En el camino de regreso a la tienda olvidó su aventura matinal en el cuarto de gruesas cortinas; olvidó incluso que su segundo trabajo del día había acabado de nuevo en un éxito: sólo pensaba en mirar con fijeza las mujeres que encontraba a su paso, jóvenes, viejas, hermosas o feas, en las calles, las aceras, los carros, las ventanillas de las ruidosas guaguas, con la sospecha de que a cada momento podría ser víctima de un nuevo engaño.

Al entregar el dinero a la viuda, que lo recibió jubilosa con la misma exclamación de: “¡Eres un mago, Abel! ¡Ninguno como tú!”, besándolo en el pelo y la frente, tuvo que dominarse y cruzarse las manos detrás de la espalda, para no agarrarle con brusquedad un seno y comprobar que la protuberancia era un bulto de carne, y no otro simulacro.

Veía las broncas frente a las iglesias, las manifestaciones en las calles, la gente que gritaba hasta quedar sin voz, oía noticias de atentados y de fusilamientos, sin entender el porqué de ese afán, de esa pasión que arrastraba a la muerte...


Tomado de
La ruta del mago. Miami, Ediciones Universal, 1997, pp.11-26.

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