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La terrible incógnita

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La terrible incógnita

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A los que empiezan a escribir para el público, la letra de molde se aparece como un sumiso y obediente ejército... La frase es lanzada a los cuatro vientos con dirección fija, como un sobre franqueado...

Porque todos pretendemos escribir para “alguien”, y en este embrujador espejismo resida quizás nuestro más amargo error inicial; el que pagaremos con sangre viva del corazón a medida que nos vayamos entregando con más deleite a la conquista de esa “tierra desconocida de la que nadie vuelve”, poblada por el lector anónimo.

Ignoro si al escritor maduro sucederá lo mismo, o si acaso baste a éste el escucharse a sí mismo. Pero el que comienza la seductora y traicionera aventura de la letra de molde ha menester —parece— de sumergirse íntegramente en el gran misterio a que aquélla —como indómita mujercilla— conduce.

Obedezca sin duda esta necesidad de ser oídos y de saber que se nos escucha a una instintiva urgencia de reafirmación propia, mezcla de anhelo de vivir en los demás y de que vivan los demás en nosotros. Y es posible que al verdadero y ya forjado escritor no preocupen los oídos del mundo; que brote la simiente de su pluma con destinos seguros y su grande y mejor auditorio sea su mente propia.

Pero aquél que empieza, y a manera de personal holocausto en aras de ulteriores conquistas, ha de hundirse a conciencia plena en el océano infinito de la terrible incógnita. Porque todos escribimos para “alguien” aunque jamás nos llegue la respuesta.

Por ello quizás al escribir nos forjamos siempre un ideal auditorio... En este ilusorio teatro plagado de seres que nos van a escuchar, sentamos a quien más nos place. A veces llenamos la vasta platea de mujeres bellas y frívolas, enjoyadas y regaladas del destino con todos los dones, y nos lanzamos sobre ellas con todo el rencor de nuestras vidas amargas y oscuras, para decirles que sin nosotros no hubieran sido bellas ni amadas; que libradas a ellas mismas jamás hubiesen triunfado...

En otra ocasión sentamos en nuestro auditorio al mendigo, al hombre mugriento y plagado de llagas. Y ante su gran miseria nos crecemos como nuevos Cristos y nuestra palabra les va cargada de misericordia...

Otra vez llenaremos las butacas con ese rebaño estrujado y triste, humillado y sin rumbo que forman los obreros todos del mundo, y nos iremos hasta las nubes para hacerles volver la cabeza hacia las estrellas, hacia Dios. Pretenderemos llenarles el pecho adolorido de orgullos nobles, y como hemos padecido su vida y sufrido su hambre, y como rebasamos la cruel jornada guardando intactos el entusiasmo y la fe, les haremos desesperadas señales desde este lado de las cosas y querremos que coman nuestro pan, que confíen con nuestra ilusión y que rían con nuestra esperanza...

Otro día nos sentiremos repletos de mensajes, pesados y plenos como árbol cuajado de frutos, y sentaremos frente a nuestra mesa de trabajo al gran solitario, al artista. Y todo nuestro lenguaje será para él, para ellos... “—Como no acabáis de gritar —le decimos—,  vamos a gritar por vosotros”. “—Hoy tenemos necesidad de gritar y llorar con vosotros...”

Después, nos rodearemos de millares de sombras, de legiones de seres vacíos de inquietud, huérfanos de anhelos. Y les daremos copas llenas de empeños y proyectos, bandejas cargadas de optimismo, ánforas desbordantes de grandes angustias...

Así, día por día y hora por hora, junto a nuestro tintero estarán sentados todos los menesterosos de la tierra, esperando su turno de ser redimidos; de nuestras cuartillas en blanco surgirán millones de manos escuálidas pidiendo su ración de recuerdo; poblaremos nuestra habitación de fantasmas de muertos vivos; de los olvidados de siempre; de los que no lograron jamás sentarse sobre la letra de molde ni ser vistos del mundo...

Y como reacción portentosa de la mente, irán tomando forma las respuestas a preguntas que nadie ha formulado, y en perenne trajín surgirán de la pluma eslabones y puentes, fórmulas y consuelos... El pensamiento, que es siempre palabra hablada, plasmará en vehemente discurso donde las experiencias todas, las ternuras todas y las conquistas más amplias del carácter pugnarán por darse sin medida ni tasa. Hora tras hora la cruenta farsa nos irá invadiendo y crecerá en nosotros el quijotesco empeño de entregamos del todo. Llegaremos a un contubernio místico con nuestra fantástica audiencia; de aquel lado los que piden; de éste los que damos...

Y andando el tiempo un buen día nos lanzaremos a la calle en busca de nuestro público, de nuestro lector, y no lo hallaremos por parte alguna. Porque la letra de molde, voluntariosa y rebelde, tomó imprevistos rumbos... Llegó a un soldado del desierto de Sahara, a un lector de la Patagonia, a un cirujano de Chicago...

Ni el mendigo, ni el obrero, ni el artista, llegaron a oímos; y si nos oyeron no lo sabremos nunca, porque así es de misteriosa y cruel la palabra impresa... Entre nuestra tribuna y nuestro auditorio se interpuso siempre una enorme cortina infranqueable. Nuestro discurso no logra jamás traspasarla ni cumplir su destino. Y si hubo de cumplirlo, no lo sabremos nunca...

Cuanto dijimos con intento fijo se perdió en el espacio; fué besada por otros ojos la frase que se escribió “para ti”; las flores que colocamos sobre “tu” memoria cayeron en manos extrañas...

Y aun más, en nuestra palabra escrita no logró reconocerse nadie... Acaso la mujer frívola nos leyó íntegramente y desdeñosa nos tiró al cesto pensando: “—A Dios gracias, no se trata de mí....” Lo que dijimos al obrero esforzado y paciente lo tomó para sí el hombre indolente y perezoso... Lo que escribimos para el artista, resumiendo en una toda la inquietud de su gloriosa casta, se lo apropió el hombre mediocre, su más encarnizado verdugo...

¿Qué hacer, nos preguntamos, para lograr que llegue a su destino nuestro reproche o nuestro aplauso? ¿Qué hacer para que no se pierda en el camino nuestro mensaje? ¿O es acaso ésta la condición máxima e inexorable de la letra de molde, el vestirse con nuestro pensamiento para marcharse después de fiesta por donde más le plazca?

¿Podemos o no a nuestro antojo tomar la idea aún palpitante entre los dedos febriles y dirigirla hacia el huerto vecino o el lejano valle? ¿Obedece el pensamiento, una vez libre, los programas que mezquinamente le dictamos?

A veces sucede, sin embargo, que cae nuestro discurso —flor o flecha— en el justo medio del “blanco” distante. Por rara coincidencia la frase lanzada a todos los ámbitos pasa bajo los ojos de la muchedumbre y encuentra al fin su hogar, su meta. Herida o caricia, será también silenciada y jamás sabremos si nuestra idea cumplió o no su destino... Si dimos aliento al caído o encendimos la antorcha apagada, jamás lo sabremos...

Vive o muere el orador en su público, con su público solloza y ríe el comediante. Los que escriben jamás llegan a ver flores ni lágrimas. Todo sucede a gran distancia, quizás a nuestro lado, pero siempre detrás de la infranqueable muralla...

Luchar desesperadamente por encontrar su lector debe ser en definitiva la misión del que escribe; regar el camino de hostias y saber algún día que se ha comulgado con ellas... Que suceda el milagro hoy mismo o dentro de un siglo, ése es su destino; su deber, llevar de un siglo en otro la esperanza.

Y mientras la vida propicia estas nupcias maravillosas de la idea en la idea, de un cerebro en otro, seguirá el escritor como un nuevo dios vendado regando al aire el grano de oro de su pensamiento atormentado; sembrador en gestación perenne, trillador de todas las sendas...

Y a medida que su palabra sea más fecunda, él mismo más espantosamente solo...

Descanso 
Vilhelm Hammershøi


Tomado de Vanidades. Julio 1ro de 1943.

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