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Hace un año exacto que conocí a Juana Borrero. ¿Para qué?, me pregunto hoy desolado. Cuando nos encontramos, traíamos cada cual su fardo abrumador de nostalgias, tristezas y esas aspiraciones soñadoras que constituyen el patrimonio aniquilador, que ensombrece la vida, porque pugna en desacuerdo perpetuo con la realidad, y es demasiado altivo para someterse a la vileza de la adaptación.

Yo no quiero, debo ni puedo exponer la intimidad de esa grande alma que nos deja. Es un Santuario inaccesible a los profanos, a los que, como yo, no la han consagrado todo el anhelo de un espíritu (sic), todos los afanes de dicha.

Pero sí diré lo que valía, lo que era, lo que pudo ser, donde le hubiera sido fácil llegar, porque sus alas eran poderosas para cernirse sobre las cimas maravillosas del arte, porque la estructura de su pecho no estaba constituida para respirar los miasmas de la tierra. Nadie más sedienta de idealidad que ella!

La portada de El Fígaro del 15 de marzo de 1896 incluyó esta evocación, escrita por el novio de Juana Borrero.

Se ha juzgado a Juana Borrero un temperamento de fuego. Están en un error los que así piensan. Ella no tenía nada de tropical: sólo su aspecto pudiera hacer creer que había nacido en esta zona. Siempre soñaba con brumas: Alemania la seducía y su imaginación se desencadenaba para volar, alondra inspirada a la Selva Negra, o rasgar con el filo jamás embotado de sus alas, los cendales neblinosos que envuelven al Rhin. “Yo sueño con un clima extraño —me decía, donde nunca haya Sol. Ah! el Sol es mi primer enemigo” y se complacía con lujo de imágenes en desplegar a los ojos de mi mente, panoramas septentrionales, paisajes de hielo, castillos circundados de pinos, lejanías crepusculares, lagos helados y comarcas pobladas de abetos. Y yo, confidente de esos desvaríos ansiosos, la escuchaba, la escuchaba sugestionado por la magia fascinadora de su verbo —¡Oh! ¡Cuán lejanas me parecen esas palabras! Sus ecos revibrarán mientras viva en mi corazón; pero ya jamás, jamás las volverán a escuchar mis oídos!

Juana Borrero tuvo el presentimiento de su prematuro fin. Amaba y al mismo tiempo la muerte le inspiraba horror. Este dualismo no será comprensible, pero fue un hecho real

En las noches melancólicas de luna, cuando la naturaleza parecía narcotizada por la lumbre fría de los astros, recitábame las inmortales rimas que le consagró el pobre Casal y cuando Ilegaba al último verso “Porque en ti veo la honda tristeza / de los seres que deben morir temprano”, su cabeza hacia signos afirmativos y su voz desfallecía, desvaneciendo sus timbres flébiles, como se apagan las notas musicales en las penumbras de los templos.

Yo quiero que sepan lo que valía, repito. Quiero gozarme en la enumeración de sus aptitudes excepcionales, porque el infinito de mi dolor no puede en mi corazón dilatarse con recuerdos punzadores. Su memoria es un legado; queda en mi corazón indigno de albergarla, pero grande, sí, dos veces grande, por el infortunio y por encerrar su historia.

Después de muerto Casal, nadie en Cuba ha tenido un temperamento tan artístico, intuiciones tan precisas, ni inspiración tan delicada. Sus últimas rimas inéditas, son una demostración palpable del alcance adquirido por su estro desde la publicación de Rimas hasta ahora. Ella supo no dedicar su pluma más que a colorear asuntos elevados, a cincelar versos impecables, porque su divisa literaria era “el Arte por el Arte”. Su desdén por lo vulgar fue tan grande como su talento...!

...Y cuántos proyectos constelaba su fantasía! Todos hermosos, levantados, excelsos, —“Mira, me dijo una vez, —tengo en preparación un libro, muy curioso que titularé En la Dicha, tú escribirás el prólogo, yo las rimas, y colaboraremos en el epílogo...” Y su faz se iluminaba y de sus labios entreabiertos por la sonrisa, me figuraba ver surgir una aureola que se iba convirtiendo en nimbo para circundar aquella cabeza soberbia y erguida que ya jamás encontraré.

Segunda plana del ejemplar de El Fígaro donde apareció este texto, dedicada también a la obra de Juana Borrero.

Sus pinceles supieron conquistarle lauros. Cada cuadro era un triunfo, cada rasgo el signo de una inspiración. Yo soy un indocto. Yo no puedo juzgarla. Casal ya expresó su valía. Yo no he sabido más que amarla, como ya no sabré más que recordarla llorando...

Recuerdo que sus predilectos eran, por rara coincidencia, también los míos. Cristián Chalón y el gran Boticelli, la encantaban! Una ocasión me describía la gran tela El Destino del simbolista italiano, y su semblante se animaba, traduciendo mis sensaciones de modo tan asombroso que sus ideas iban a clavarse en mi cerebro conmoviendo toda mi red nerviosa. Sus pupilas fosforecían radiosas como agrandándose en dilataciones elásticas para abarcar el conjunto de la pintura sugestiva y acabada que ponía ante ellas el poder indestructible del recuerdo… y terminaba por dejarme profundamente impresionado, pálido, anheloso, como si hubiera puesto ante mí el cuadro y prestado su sensibilidad dolorosa por lo sutil, para apreciarlo… Después serenábase su rostro adquiriendo la expresión inteligente que le era habitual, como si aquel soplo tormentoso que cruzó por su alma, llegando de las regiones de la Belleza, no hubiese alterado su espíritu!

¿Y qué más…? No sé; no sé! No quiero saberlo. ¿Para qué? ¿Qué importa a los más? Los que la amaron; los que supieron quién era: los que hayan penetrado mi alma, comprenderán que la partida de la virgen ha sido el eclipse total de mis ilusiones

Y yo al trazar desordenadamente estas líneas, sin pulirlas, porque son para ella y no puedo tener vanidad, siento el vértigo que producen las caídas en los precipicios y que se abre en mi alma la flor embalsamada de la fe religiosa, no sé si blanca o negra, parque las sombras de mi espíritu me impiden percibir el matiz de su corola....

Y esta mañana gris y fría, me parece radiosa y cálida; porque el invierno está en mi corazón y la noche en mi alma!

Las niñas 
Juana Borrero (Museo de Bellas Artes, La Habana)


Tomado de El Fígaro. Periódico literario y artístico. Año XII, Núm.11, La Habana, 15 de marzo de 1896, p.121.

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