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De descubridores y descubrimientos

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De descubridores y descubrimientos

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Aunque el número de actas que se han escrito en este planeta es capaz de asustar hasta al que cantó en la escalera, nadie levantó una de lo que ocurrió en Santa Fe, y por si fuera poco, ninguno de los participantes dijo ni pío en sus posteriores escritos. Es campo abierto a la imaginación lo que se dijo, cómo y por quién, en las famosas capitulaciones que abrieron el camino a las tres carabelas.

Pasó el tiempo, y en tierra dominicana una tarja en el monumento al Descubridor afirma que:

      Por Castilla y Aragón
      Nuevo Mundo halló Colón.

Esto, unido a varias sesudas reflexiones, despertó el estro poético de un desconocido bardo popular que completó la cuarteta de la siguiente forma:

      Bien pudo cambiar de ruta
      Aquel gran hijo de Europa.

Se habla de que las cosas se habían puesto malas para Colón, que ya hasta la reina se había inclinado al criterio de sus adversarios, que todo eso lo había llevado a recoger sus bártulos y abandonar Granada para marchar a Francia donde su hermano Bartolomé ya llevaba dos años gestionando apoyo, o lo que es lo mismo, buscando quien pagara. Pero algo sí ha quedado claro, todo mejoró mucho cuando Luis de Santángel se entrevistó en privado con Isabel de Castilla, y su católica majestad se dejó convencer por sus argumentos, que consistieron en un millón, ciento cuarenta mil maravedís prestados por Santángel y Francisco Pinelo (alias Pinelli, que vaya usted a saber si tuvo descendientes luego en Cuba).

Luis, que era muy despierto, hizo que Su Majestad percibiera cómo podían pasar muchas cosas agradables, hasta que Colón tuviera razón y el viaje fuera rentable, pero que en el peor de los casos, los Reyes de Castilla y Aragón solamente tendrían que aportar una cosa, su real permiso.

En efecto, más tarde aparecieron otros 500 000 maravedís que supuestamente pondría Colón, prestados en realidad por Juanoto Berardi, que todavía espera por cobrarlos, y 380 mil aportados desinteresadamente por las autoridades del puerto de Palos, quienes a su vez verían la manera de escamoteárselos a los habitantes de la villa para no tocar sus propios bolsillos. Los bellos, brillantes y astutos ojos azules de Isabel deben haber lucido sus mejores galas.

Es lamentable descubrir la falsedad de una hermosa leyenda. Se ha dicho, durante siglos, que los argumentos presentados por Santángel no pertenecían a las Ciencias Económicas, sino a las Geográficas y Astronómicas. Según esta versión, la reina, conmovida por la fuerza y rigor de las demostraciones hechas por este señor, se dispuso a empeñar sus joyas, lo que, a su vez, originó dos narraciones. Según la primera, el gesto fue caballerosamente declinado por Luis, quien de manera magnánima habría estado dispuesto a suministrar el dinero sin necesidad de tal sacrificio. Según la segunda, respetuosamente recibió las joyas y entregó 16 mil escudos a Su Majestad. En eso se aparece un valenciano, llamado Francisco Martínez, y demuestra que Doña Isabel, en 1489, es decir, tres años antes, había empeñado todas sus joyas a negociantes valencianos y catalanes[1].

Cristóbal Colón se arrodilla frente a la reina Isabel 
Autor desconocido. Imagen conservada en la Biblioteca del Congreso, Estados Unidos

Mientras la real pareja con riesgo igual a cero podía soñar con una vía para comerciar con los reinos donde se producían las especies y la seda, del otro lado de la mesa Cristóbal Colón no pedía, ni por asomo, ser Virrey de Cipango, ni Embajador ante el Gran Khan, ni nada parecido. La tradición habla de que pidió ser Almirante del mar océano, y de las tierras que en él se descubran. Eso merece algo de meditación.

Pasó el tiempo, y el Gran Almirante no navegó, como había dicho, hacia el oeste, sino al sur suroeste, hasta las Islas Canarias, y luego al suroeste franco, hacia nuestras latitudes, muy al sur de las anotadas por Marco Polo y otros viajeros.

Aunque llevaba algunas mudas de ropa presentables, el grueso de los regalos embarcados eran espejos, cascabeles, cuentas de colores, cuchillos baratos y tarecos propios para comerciar con salvajes. Se sabía plenamente el enorme desarrollo de la civilización china, y no era difícil imaginar lo que le ocurriría a quien se le apareciera con esa gangarria al Gran Khan. Era fácil suponer que algún verdugo asiático se distraería aplicando como supositorios regalos tan inapropiados a tan irrespetuosos visitantes.

Si ni navegó al oeste, ni pidió cargos o títulos vinculados con China o con el Japón, ni cargó con presentes dignos de cortes civilizadas, entonces hay que aceptar que Colón sabía lo que estaba haciendo, y esperaba encontrar nuevas tierras pobladas por seres humildes, ignorantes y débiles. De aquí en lo adelante, comienza el reino de la imaginación, y los cuentos sobre su viaje a Islandia y lo posible de que allí conociera tradiciones sobre descubrimientos de los vikingos; o sobre narraciones que pudo escuchar de labios de navegantes portugueses que ya habían cruzado el Atlántico y murieron luego de revelarles su secreto.

Para tranquilidad de quienes admiran su talento como marino, el Gran Almirante no se equivocó de continente, error que tiende a dejar malparado el prestigio de cualquier navegante.

Una magnífica pregunta es la relativa a lo que ganaba en esta jugada el señor inversionista principal, es decir, Luis de Santángel. Sucede que Santángel, junto con Francisco Pinelo, habían arrendado los impuestos a las Hermandades urbanas. En castellano claro, habían pagado dinero a la corona, para encargarse ellos directamente del cobro de esos impuestos, fuente de ese, y de gran parte del resto del dinero que tenían. No estaba nada mal la idea: Colón y sus tripulaciones arriesgaban el pellejo; los Reyes Católicos garantizaban cobrarle a Colón lo que este buenamente encontrara, y ellos se encargaban de cobrarle a Sus Majestades el capital y los intereses que previamente le habían quitado, precisamente, a los súbditos de Sus Majestades. Otra forma de decirlo es que los españoles ponían el dinero, los marinos los muertos y heridos, los reyes el poder y Santángel, graciosamente, cobraba.

Por desgracia, allí no termina la historia. Se ha calculado que, en definitiva, a los precios de la época aquella, la expedición le costó al pueblo español el equivalente a unos diez kilogramos de oro, lo que parece mucho. Con el tiempo España se llevó de América unos tres millones de kilogramos de oro, y ya sí se está hablando de dinero. ¿Queda claro quiénes pagamos? ¿No tendrá razón, al fin y al cabo, el anónimo bardo dominicano antes citado?

Viajes de Cristóbal Colón a América 
Wikipedia
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