En el prólogo de la segunda parte de El rey Enrique IV introduce Shakespeare un personaje alegórico con traje talar todo pintado de lenguas, full of tongues. Es el rumor público, que va esparciendo por la redondez del Globo las nuevas de los sucesos, apenas comienzan a realizarse, aun a riesgo de alterarlos y deformarlos en la rapidez de su carrera.
En nuestra época no habría necesidad de recurrir a la alegoría para personificar ese instrumento, al cual aplica la multitud discordante sus innumerables bocas, para sacar los tonos más variados. El rumor popular de los tiempos de Isabel, que movía sus mil lenguas en los corrillos, formando el sordo acompañamiento de las pocas voces que hablaban imperiosamente en lo alto, es hoy la opinión pública, que se hace oír como soberana en la plaza y los salones, y tiene por heraldo el periódico.
Las transformaciones que éste ha sufrido corresponden ajustadamente a los cambios en el valor e importancia de la opinión. Cuando ésta se fraguaba en un Cenáculo o en una camarilla, que imponía sus decisiones a algunos centenares de iniciados, su órgano tomaba el aire solemne del que decide desde la cátedra, y componía y aderezaba su estilo, como quien se dirige a gente remilgada, que exige el pasaporte a las palabras con más empeño que a las ideas. Esta era la época, ya remota, del periódico doctrinal, bien escrito y mal informado.
Hoy la opinión se forma por partes y en todas partes: en el gabinete del ministro y en el café de la esquina, en el Parlamento y en el taller, en el club y en el mentidero, de sobremesa en la casa del oficinista y de paso en el mostrador de la cantina. Para darle voz hay que tomar todos los tonos.
Como hay que verlo todo y oírlo todo, para repetirlo todo, no se puede atender mucho a las maneras, y las locuciones se resienten de la diversidad de su origen. Es la época del periódico de noticias, que puede no estar bien escrito, pero que debe estar bien informado.
Naturalmente, el periódico doctrinal no ha desaparecido por completo. Quedan algunos rezagados, como en la fauna de ciertos países, ejemplares de especies animales que se consideran extinguidas. Y, naturalmente, no todos los periódicos son única y exclusivamente noticieros. La evolución se realiza en ese sentido; pero, como toda evolución, está en proceso.
Se ve el término, mas no todos están igualmente próximos.
No digo que sea bien, ni que sea mal. Las categorías de bondad y maldad son radicalmente relativas. El periódico se adapta a las necesidades que llena, y para adaptarse se transforma. Esto no es decir que las sociedades modernas no necesiten discutir profundamente los problemas, cada vez más arduos, por lo mismo que son más complejos, de su existencia multiforme. Lo que se indica es que no van a buscar la satisfacción de esa necesidad al periódico diario. Ni es decir tampoco que las noticias entregadas a la curiosidad pública han de ser de un orden limitado. Noticia parece que suena a chisme, sea chisme de barrio o chisme internacional. Pero este es un error, nacido de hábitos viejos y poco recomendables. Lo que caracteriza al verdadero periódico moderno es la amplitud de sus informes, que se extienden desde lo más trivial a lo más singular y extraordinario. Desde el resbalón de un transeúnte por una calle descuidada, hasta la conjunción de dos astros, que parecen tropezar en el espacio. Desde la pequeña oscilación de un islote de la Polinesia, hasta las tremendas tempestades que abren abismos insondables en la fotosfera solar.
El periódico ha de ser una cámara obscura que se pasea por todos lados, y un fonógrafo, que se lleva donde se produce cualquier sonido de voz humana. Ha de copiar todas las escenas, y repetir todas las voces; el gemido del moribundo y los gorgoritos de la diva, los acentos fulminantes del tribuno y los períodos pastosos del predicador, el rumor soñoliento de una Academia y el estrépito de tempestad de una multitud enfurecida. Su propósito es fotografiar la sociedad, y su deber es la exactitud del parecido. A los que truenan contra las indiscreciones del periódico moderno, sin negarles su derecho, les podría contestar el fotógrafo con los versos del satírico español:
Arrojar la cara importa;
que el espejo no hay por qué.
Ni los males individuales, ni los colectivos, se han curado jamás ocultándolos. Lo primero que requiere el médico es la franqueza absoluta del paciente. La sociedad es el médico de sí misma. No hay que darle vueltas. Ni dentro ni fuera ha de encontrar otro. Ciego tendrá que ser quien no vea que jamás se han preocupado tanto los pueblos de las graves dolencias que los aquejan, como en la época actual, ni han puesto mayor empeño en estudiar sus causas y buscarles remedio. La criminalidad, el pauperismo, la holganza forzada de los obreros activos, la holganza viciosa de los vagabundos por naturaleza, la transmisión, por inconsciencia y abandono, de las enfermedades hereditarias, la infección de las dolencias que pueden evitarse, el estancamiento de la población, el desbordamiento de los inmigrantes inútiles, son asuntos que se tratan uno y otro día, se exhiben a la vista del público, que sufre sus consecuencias, y para los que se ensayan, sin descanso, paliativos y remedio. Son, sin embargo, males tan antiguos como la existencia de grandes aglomeraciones humanas; mas para que hayan llegado a ocupar lugar tan prominente en la conciencia social, se han necesitado esos focos potentes de luz plena proyectados por los periódicos, que andan azotando calles y plazas.
Donde la opinión es poderosa y sabe resolver sin apelación todos los asuntos de su competencia, el periódico no sólo le da los materiales para sus juicios, sino que marca el rumbo que sigue con la seguridad de un catavientos. El Gobierno genuinamente popular sería imposible sin ese auxiliar precioso e insustituible. Donde la opinión es débil y carece de órganos adecuados para darse a conocer y respetar, la función del periódico es quizás más importante. Ayuda, si no a formarla, a robustecerla. El régimen de la gran publicidad es asfixiante para los poderes y las instituciones que desconfían de la opinión, la temen y tratan de mixtificarla. Los obreros, las más veces anónimos, que diariamente ofrecen al pueblo los resultados de sus pesquisas incesantes en todo el campo de la actividad social, van poco a poco enterrando los regímenes caducos, los escombros inútiles del pasado. Cada uno arroja su puñado de arena. Y al cabo, la montaña que levantan es más alta que todas las pirámides. La momia que yace dentro se llama privilegio.
Octubre, 1894
Tomado de El Fígaro. Habana, Octubre 14 de 1894, Año X, Num. 36, p.2.