Se habla de que allá por el 2 de febrero del 1514 un grupo de tozudos peninsulares decidió fundar lo que más tarde se llamó Villa de Santa María del Puerto del Príncipe, muy cerca de Punta del Guincho, con lo que se dio pie a discusiones curiosas que todavía tienen lugar:
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1. ¿Cuál fue la causa de que abandonaran el lugar pocos años más tarde, para ir a dar a un gran meandro del río Caonao?
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2. ¿Por qué se alejaron de un puerto de primera, y se internaron cada vez más en la gran llanura?
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3. ¿Qué explicación tiene que fueran a dar más tarde a terrenos anegadizos, cruzados por afluentes del Tínima y del Hatibonico, situados a decenas de kilómetros del mar, única vía de comunicación con España?
Algunos escribieron, muy seriamente, que huían de los ataques de los piratas. Fue una hipótesis sólida, pues se comprende fácil el deseo de evitar que lo despierten a uno con un sable de abordaje en el gaznate. A pocas personas les gusta la idea de correr entre mangles y arrecifes, estimuladas por la presencia de semejantes criaturas. Hasta quienes como yo adoran la proximidad del mar, considerarían seriamente la idea de alejarse, en busca de tranquilidad, de sus brisas, sus olores y del rumor del oleaje. Sin embargo, hay que tener en cuenta un pequeño detalle que, a mi juicio, resulta demoledor: de este lado del mundo y en esa época, los piratas se encontraban en falta total.
Pudiera incluso añadirse que aquellos primitivos principeños tampoco se caracterizaban por ser de talante dulce y hospitalario, ni por modales escogidos. No eran seres tímidos, ni fáciles presas para bandidos del mar o de la tierra. Hasta parece que no discutían mucho antes de quitarle el sombrero a un prójimo, con cabeza y todo, cuando no les gustaba su comportamiento. Así que, de aparecer un grupo de piratas extraviados por esos lares, nadie puede asegurar quiénes hubieran corrido delante y quiénes detrás. Pero basta ya de ensañarnos con la infeliz hipótesis.
Luego cobró fuerza un criterio más técnico: No alcanzaba el agua del único pozo disponible, descubierto gracias a la erosión producida por el ciclón Flora, asociado con otros restos del poblado.
Pero alguien preguntó para qué no alcanzaba. En nuestros días, para ciudades desarrolladas, con sus hospitales, industrias y gente que canta mientras se baña, bastan ciento cincuenta litros diarios por habitante, pero a principios del siglo XVI las bases de cálculo eran diferentes. Los pisos eran de tierra, no se trapeaban ni baldeaban. No había ni un tintorero. Habría que esperar siglos para poder oír la descarga del primer inodoro… Nadie se lavaba la cabeza con champú... Al que bañaban era a la fuerza y no cantaba, sino que pedía confesión a grito pelado. Incluya que eran apenas cincuenta y de ellos nadie lavaba un carro, ni siquiera una bicicleta, y convendrá en que al más miserable de los pozos le alcanzaba y sobraba agua.
Conocí otro esfuerzo para explicar la mudada. Era más científico, elegante y erudito, incluso con onda sociológica. Resulta que poco más o menos por aquella fecha, llegaron dos bergantines con nuevos colonizadores... y con las primeras colonizadoras. La parranda debe haber sido gorda, de manatí asado y ajiaco por lo menos; pero hubo una sombra: ya en ese lugar se habían repartido hasta las jaibas. No quedaban indios ni tierras sobrantes, hasta los perros mudos tenían dueño; y los recién llegados no tenían la menor intención de pagar alquileres y doblar sus europeos lomos para ganarse el sustento diario. Por otra parte, eran los felices propietarios de un argumento contundente: “O nos mudamos todos para donde sobren indios y tierras que repartir, o cargamos con los suministros, las gaitas y las mozas, y os la dejamos en la uña”.
—¡Eso convence a cualquiera!
Así debe haber dicho el mismísimo Juan de Toro, que entonces no era un arroyo cochino, sino un peninsular poco aseado. Además, el equipaje se hacía rápido por lo escaso, y no había ni que esperar al taxi de recogida.
No puede negarse que, más que ser posible, tiene el aspecto de ser muy probable que las cosas ocurrieran así. Pero, en ciencia rigurosa, esto no es suficiente.
Cuba según el Atlas Ortelius, elaborado entre 1571 y 1584.
Cierto día, un viejo pescador de la zona, de ésos que están ñatos por recibir el brisote de frente año tras año, con profundas arrugas hijas del sol y del salitre, nos escuchó pacientemente mientras debatíamos el tema. Luego de asegurarnos que nos demostraría, más allá de cualquier duda cuál fue la causa de la mudada, cargó con nosotros en un bote y nos dejó en el lugar de marras a eso de las cinco de la tarde.
—Ahorita los recojo, tan pronto revise unas redes que tengo allá adelante. Mientras tanto fíjense bien en el lugar, y vayan poniéndose de acuerdo.
Éramos tres amigos: un historiador, un filósofo y este humilde profesor de Geografía. Los historiadores tienen amplia idea de lo que dicen los vencedores que pasó en cierto lugar y momento dados, aunque no son muy precisos acerca de cómo era el lugar y lo que normalmente podía verse allí. Los geógrafos explicamos el aspecto físico y hasta social del lugar donde pasaron las cosas, aunque no estamos muy seguros de lo que ocurrió. Los filósofos no saben realmente si allí pasó algo, y del sitio solamente saben que no es ni acá ni allá, pero pueden criticar con amplitud lo que decimos historiadores y geógrafos, principalmente con el truco astuto de alejarse lo más posible de esas vulgaridades llamadas hechos.
El mar estaba tan sereno que ni Rubiera habría sentido temor alguno por las embarcaciones menores. La brisa se había ido a soplar por otros rumbos y una calma cálida se había recostado a descansar sobre la costa. El bote regresaba impulsado por sabios golpes de remo y aquella paz fue perturbada por tres sujetos, uno de ellos quien narra estos sucesos. Todos nadábamos a velocidad increíble para abordarlo, como si nos persiguiera una turba de piratas enardecidos o estuviéramos tratando de inscribir nuestros nombres en los records Guiness como el mejor tiempo para trescientos metros estilo libre con camisa, mezclilla y botas puestas.
Debo reconocer que la explicación que se hizo evidente no se presta mucho para escribir un artículo científico sobre temas arqueológicos. Carece del romántico encanto de los cuentos de piratas. No tiene el apoyo de una necesidad social tan imperiosa como el agua. Hay que renunciar a explicar nuestra lejanía respecto a la costa con la llegada de nuevos colonizadores sedientos de riquezas junto con mozas andaluzas que deben haber parecido de inigualable belleza en aquellas circunstancias. Pero al jején y al corací hay que respetarlos, sobre todo cuando llega la calma y cae la noche. Además debemos tener en cuenta algo que recuerdo ahora: cuando se organizó aquella mudada, no se había inventado el ventilador ni el repelex.
Las Antillas según un mapa del siglo XVI.