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Carta dirigida a Tomás Estrada Palma (junio de 1893)

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Carta dirigida a Tomás Estrada Palma (junio de 1893)

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Por esos rendidos infortunados y por esos muertos venerandos,
fuimos, somos siempre cubanos, ¡Honor a los vencidos!

El coronel Sanguily


Respetable y querido amigo:

Cuando he leído amigo mío, con la atención que todas las cosas cubanas me inspiran, un librito escrito por mi inteligente y antiguo ayudante Enrique Collazo, titulado Desde Yara hasta el Zanjón, y al propio tiempo, Hojas literarias, del coronel Manuel Sanguily, de notoria ilustración, y nuestro compañero glorioso de Palo Seco y otros lugares: en cuyas Hojas formula éste a aquél un proceso de impugnación a su libro, no he podido resistir a la tentación de escribir algunas líneas, como impulsado por un atendible deber, para aclarar, con mayor autoridad que ellos, por más de un motivo, algunos puntos obscuros y conceptos erróneos que aparecen en sus narraciones.

Por eso y por las tórridas interpretaciones en que han incurrido a fuer de narradores precipitados y violentos, es, sin duda, por lo que ni usted ni yo aparecemos exactamente lo que fuimos desde el comienzo hasta el fin de aquella lucha grandiosa que heroica (sic) sostuvo Cuba por su independencia.

La historia de Cuba en armas, partiendo del año 68, cuando ella se levanta radiando por toda la América destellos de luz y armonía, para todos los pueblos y los hombres, que debemos vivir como hermanos, tarea es esa para otras inteligencias que no para la mía.

Mas, para aclarar puntos concretos de esa hermosa epopeya, para derramar luz sobre campos donde se pretenda esparcir sombras, siempre me tendréis dispuesto, cubanos, con mi conciencia y mi saber de revolucionario, a serviros y ayudaros en esa obra sublime que constituye la grandeza de las naciones: su historia.

Para este asunto no creo indispensable poseer buenas dotes de experto literato, pues teniendo por uso la verdad no importa que ésta se exprese con más o menos galanura; así, pues, escribo sin pueril temor a esa clase de censura, mucho más, cuando confío en que la ilustración de mis lectores disimule mi falta de estilo, y Vd., amigo Estrada, benévolo como lo es, me perdone que por esta vez coloque su respetable nombre junto al mío, humilde y obscuro.

El asunto desde luego peca por lo personal, lo sé muy bien y no se puede evitar que lo sea; pero eso no es nada molesto para mí, como no lo debe ser tampoco para Vd., antes al contrario, me alegro, puesto que se me ofrece una bella ocasión de poner algunas en su lugar, pues que así serán más útiles y provechosas para la obra sublime de ayudar a romper las cadenas que aún arrastra la pobre Cuba.

La historia, sin duda, designará algún día con el honroso título de LOS HOMBRES DEL 68 a todos aquellos que tomaron parte en aquella guerra gloriosa, y a fe que nos debemos sentir orgullosos todos los que combatimos con tesón y lealtad, y al terminar como terminó, emigramos con la bandera y la esperanza

Pero, así y todo, cabe hacer un distingo, que podemos llamar histórico, y el cual consiste en que en aquel duelo a muerte aparecieron presentes en el campo y desde la víspera, muchos hombres; otros llegaron el día y los demás, que no eran los menos, llegaron después.

El coronel Manuel Sanguily y el comandante Enrique Collazo, corresponden al último grupo. Con más, el primero se retiró antes de hacer alto el fuego y no tuvo la dicha de disparar el último tiro ni pudo sufrir el dolor de ver plegarse nuestra bandera en aquellos campos donde él mismo la vio triunfante y gloriosa, envuelta en el humo de los combates; el segundo se dio de baja un tiempo, abandonando el teatro de los hechos, aunque más tarde volvió más guapo y más resucito. Y en verdad, aquella vuelta voluntaria a las filas de aquel ejército hambriento y desnudo, es a mi juicio, la nota de concepto más brillante y honrosa que pueda tener Collazo en su hoja de servicios, pues no era una sencillez cruzar el charco, verse fuera de la manigua y volver a ella. Si por algo siento cariño por él no fue porque peleó, sino porque volvió. Sentada, pues, mi anterior regla categórica, resulta que usted y yo pertenecemos al grupo de los de la víspera, y Sanguily y Collazo al grupo de los últimos, y por consecuencia lógica y natural debemos estar más enterados de lo que allí sucedió. Continúo.

Una de las buenas cualidades, de varias con que la Naturaleza ha favorecido a Collazo, es la memoria. Nos divertía en horas solaces de campamento refiriéndonos episodios de otra clase de vida y de otros días más felices de su existencia, con una gracia poco común, y he aquí la afectuosa razón de mi extrañeza de que haya olvidado el incidente, con todos sus detalles, de la visita que nos hizo el célebre Mr. Pope el día 11 de mayo del año 1877[1], en el lugar nombrado Sabanita (Camagüey), para que ahora, con intención o sin ella, quiera hacer misteriosa aquella entrevista, cuyo objeto, que por cierto no le dimos mucha importancia, fue bien sabido de todos los principales hombres que allí se encontraban reunidos; y Collazo (que no recuerdo si estaba allí) que gozaba y goza, por su discreción y seriedad de la confianza de sus jefes, no me explico su ignorancia en este asunto. Lo supo todo el mundo; no hubo en esto esa reserva que caracteriza los actos de todo Gobierno; que Mr. Pope, que se titulaba Obispo Electo de Haití, fue allí proponiendo, en sustancia, que si le asegurábamos la mitra del Arzobispado de Cuba, dispondría entonces de medios y auxilios poderosos, pues él era miembro del Consejo de la Paz (nunca pude saber lo qué es eso), que poniendo éstos en acción nos ayudarían eficazmente a conseguir la independencia de Cuba.

Lo recuerdo bien, pues él deseaba de todo eso una contestación por escrito, en cuya contestación estuvo usted muy feliz, y en el que, salvando todo compromiso, inmoral, ofreciendo a un hombre que no conocíamos una cosa que aún no poseíamos, solamente lo consignaba la promesa de que así su Gobierno como los que le sucediesen no olvidarían nunca sus buenos oficios en pro de una causa tan noble y justa.

El tal Mr. Pope se retiró, llevando por cierto un poco bien estropeadas sus lujosas sotanas y desmejorado notablemente su tremendo sombrero negro, pues, como era de ordenanza, anduvimos por allí a toma y daca con tropas españolas y al Obispo le fue forzoso emprender la retirada incorporándose a la bella columna compuesta de nuestros asistentes y convoyeros, el Obispo Pope mientras nosotros defendíamos nuestro frente. Restablecida la quietud, el jovial coronel José Urioste volvió a acompañar a S. S. Ilma. hasta las afueras del lugar de su procedencia: Santa Cruz, y antes de partir, a escondidas de usted, nos tomamos sendas jícaras de vino, de que llevaba no poca cantidad el futuro Arzobispo de Cuba.

He aquí en pocas palabras condensada toda la verdad del episodio de Pope, que de soslayo y con inconsciente malicia, acaso, traía Collazo en su libro, y que pudiera prestarse por la fuerza de esa aparente razón a interpretaciones poco favorables respecto de hombres que por su intachable conducta obligan a ser queridos y respetados por sus afines.

Más tarde supe yo (no recuerdo si usted lo sabrá también) que los españoles, que no son bobos, no trataron con mucha cortesía al señor Obispo a su regreso, como lo hicieran a su ingreso en nuestro campo. Claro está. Ellos y él sabe Dios lo que pactaron de “quién engaña a quién”, pero Su Ilustrísima se descuidó y ocupándole el escrito que usted le dio, desde luego lo mandaron a la península con su pasaporte amarillo. En el curso variado de la narración de Collazo, según los sucesos, no encuentro otra cosa más digna de aclaración histórica que la que acabo de explicar.

Enrique Collazo

Más adelante me ocuparé de la dureza con que trata a la Cámara en muchos casos, en lo que estoy al lado de Sanguily.

El coronel en su afán de impugnar a Collazo, que apasionado aboga por el poder militar deprimiendo el civil, pierde su tiempo rebuscando argumentos que le resultan ineficaces para curar una situación de suyo enferma, por un cúmulo de circunstancias diversas, y de ahí que desamorado de nuestras cosas hasta niegue lastimosamente su importancia al Decreto Spotorno, y la incompetencia, si se quiere, por razones imaginarias, de la firma quo lo hizo, sin embargo, valer en las primeras horas conflictivas de la Patria. “Trasnochado” llama él ese decreto que ejecutó a Varona. En el estado de descomposición en que se encontraba aquello, nadie hubiera podido hacerlo sin el poderoso auxilio de una ley que dictó el patriotismo y que respondía a los sentimientos de todo un pueblo, que cifraba su ventura en el triunfo de un grandioso ideal por el que tanto se había desangrado.

Manuel Sanguily

Es bien extraño, amigo mío, que siendo el coronel Sanguily hombre de gran imaginación no penetre hasta la mente de aquella ley, que fue, es y será eternamente la mejor y más hermosa que puede darse al pueblo cubano mientras no consiga su independencia. ¿Qué es la misma Constitución para Cuba armada, conquistando sus derechos de soberana, al lado del Decreto Spotorno que ridiculiza el coronel Sanguily? Pues no es más que una letra muerta. Aquel Decreto fue la última palabra que la Revolución escribió en su bandera. “El que no está conmigo, es mi enemigo”, repitió, y TODO el que venga —no importa quién sea— a ofrecerme la paz sin traerme lo que yo quiero, está muerto. No me explico cómo es que el coronel Manuel Sanguily, a quien vi tantas veces erguirse arrogante sobre su caballo en los campos de batalla, hable así de nuestras cosas.

Y desciende después el coronel o contramarcha a buscarle a usted allá en la Junta de Bayamo para quitarlo del lado de la Revolución (pág. 202) sin tener siquiera buenos datos y estudiar cuál sería el derrotero de la opinión en aquellos instantes de turbulencias para los espíritus exaltados, como es natural que suceda entre los hombres al tratarse de una vasta conspiración.

Disentir una Revolución, en hora buena (él puede argüir; las revoluciones no se discuten), consultando sus medios y sus elementos de fuerzas de todo género y de bastante poder por la opinión unánime del pueblo y la sanción de la conciencia pública, en fin, lo que usted hizo en Bayamo, en el seno de nuestros compañeros de conspiración, eso no es oponerse o no estar con la Revolución; y sin embargo, después aceptarla como ella venga, con todas sus imperfecciones, sus anomalías, sus inconveniencias, sus torturas, sus amarguras y sus peligros; caminando siempre con firmeza hasta el calvario, sin quejarse, sin abjurar. Todo eso, amigo mío, son méritos contraídos que le ofrecen prenda de seguridad de la estimación y respeto que le tributamos sus amigos y compañeros de armas.

El negro asunto de la traición de Varona y compañeros, con pocas palabras está explicado en el folleto que escribí a raíz del Zanjón y lo rectifica ahora Collazo con exactitud histórica. Por cierto que yo (y ahora se lo confieso) no me esperaba, dado su carácter bondadoso y enemigo por temperamento del derramamiento de sangre, que me recomendara mucho al partir usted aquel día para Manzanillo a remediar el mal en aquella comarca “ya maleada”, que hiciese todo lo posible por apresar a dichos traidores ya anunciados a fin de castigarlos con mano fuerte y hacer un ejemplar. Así me lo ordenó usted que lo hiciese y así se hizo.

Se nota una cosa: que el resultado de la injusticia es lastimosamente triste y pobre, amenguando, como merecida recompensa, mucha parte de mérito al historiador. Eso me parece que lo ha sucedido en esta vez y en este caso al coronel Manuel Sanguily. Yo no sé, y pocos creo que lo sabrán con 80 años corridos, lo que en realidad sería, en cierto caso que nos refiere su historia, el Dios tutelar de las libertades de América: el Libertador Simón Bolívar; pero de mí sé decir que me pareció más grande este hombre cuando leí las diatribas que Julio Arboleda lanzó contra él, que al leer los elogios tributados con plumas de oro por Larrazábal y Blanco.

En el impremeditado afán, como he dicho antes, por parte de Collazo de deprimir la Cámara y sus funciones y enaltecer el militarismo; y de parte de Sanguily, con espíritu de justicia en verdad, defendiendo aquélla y amenguando la preponderancia del sistema militar, que en tiempos de guerra para las naciones le corresponde de legítimo derecho, se han cuidado muy poco de la calma y desapasionamiento que nos son necesarios para juzgar nosotros mismos nuestras propias cosas y nuestros hombres del 68.

Resulta, pues, que se han visto compelidos a hacer comparaciones y a establecer proposiciones por demás inadecuadas.

No han tenido en cuenta que aquella revolución, como todas, tenía que cambiar de aspecto, y que según éste fuera tenían que proceder o funcionar los hombres; por lo que a mi juicio sería discutible si muchas veces procede un hecho de un hombre. De ese estudio hecho a la ligera, o no habiendo hecho ninguno, es que el coronel Sanguily sin duda no se explica, ni mucho menos puede explicarlo a los demás, el por qué ve en mí (pág. 195) un hombre el día 28 de febrero de 1872, en el Arroyo del Rosario; otro el día 5 de octubre de 1877 en Loma de Sevilla, y otro el día 10 de diciembre del mismo año en Jobo Dulce.

Por eso yo, para unos apuntes históricos que en mis ratos desocupados me he puesto a recordar de la Revolución para un amigo que me los pidió, me he permitido dividir aquella en varios períodos: “El alzamiento”, “La organización”, “La guerra”, “La prueba”, “El triunfo en perspectiva”, “El decaimiento”, “La paz”, y si el coronel se hubiera fijado un poco en esto, de seguro que no le hubiera sido posible hacer de mí su Cristo.

La revolución no estuvo nunca amenazada de muerte por ninguna parte en la época en que alude el coronel Sanguily (pág. 160), pero mucho menos en el Camagüey. Entonces fue precisamente cuando empezó a ser revolución. No puede dejar de ser lo que no ha sido, ni se puede morir sin antes haber nacido.

Antes del año 1871, en el Camagüey no se había organizado nada para la guerra. (¡Guay de España en Cuba, por lo que vi después, sí eso se hubiera hecho!). Todos los datos que he podido recoger acreditan que en época del mando del general Manuel Quesada, fue la época de las fiestas y de la holganza civil y militar. Los españoles se quedaron quietos en su casa de la ciudad, y una parle de la gente acomodada, como se puede hacer para evitar los estragos de una epidemia, se filé al campo a tomar el fresco. El habitante de los campos es natural quo no tuviera necesidad de moverse. Al general Quesada, que fue realmente el primer jefe de las armas allí, le sucedió el general Thomas Jordan; éste pasó como un meteoro, poro siempre dejó un rastro luminoso en Las Minas.

Ignacio Agramonte en sus años universitarios.

La tarea estaba reservada al general Agramonte. Así, pues, yo le doy más a mi compañero y hermano en las armas, que los que otros le dan. Para mí, cuando el general Agramonte surgió como guerrero en las llanuras del Camagüey, es un verdadero 4 de noviembre. Lo de antes no fue más que un ensayo, que de algo, no distante, debió haberle servido para una inteligencia y un valor como aquellos.

Por todas partes la Revolución se engrandecía resistiendo ese período de prueba con admirable resignación y bravura. Los elementos se encontraban sanos y enteros. El mismo coronel Manuel Sanguily en aquellos instantes supremos o históricos de la revolución, pasó al Oriente con rumbo y miras para el extranjero acompañando al bravo y mutilado, su hermano el general Julio Sanguily, y mi inusitada deposición del mando de las tropas en aquel departamento ocasionó lo irrealizable de su salida, y ambos volvieron a las filas del Ejército del Centro donde hacían notable falta. Que me agradezca eso.

Los mismos supremos poderes de la República —he dicho muy mal, la Cámara no—, también en aquellas horas acongojadas y confusas para la Patria, pensaron por un momento en trasladarse a la vecina isla de Jamaica a establecer allí su residencia, y a tal propósito (usted debe recordar eso, amigo Estrada), que me pareció improcedente y absurdo, me opuse el primero con toda la energía que me fue posible. Con mi deposición, según unos, de la que no me quejé, pero ni siquiera murmuré, y por la fútil cuestión de asistentes, según otros, a la que cándidamente alude Collazo, recogí no muy tardío el premio por un rasgo de entereza y de lealtad que yo creía meritorio. Y aquí voy a hacerle una explicación a mi antiguo ayudante, que oportuna me ocurre para hacer luz en este asunto y a la vez para quitarme de encima la nota que, injustamente, ha querido hacer caer sobre mí de hombre brusco y mal educado. Escribo con mi viejo y estropeado diario de operaciones abierto a mi lado. No quiero atenerme a la memoria y ocurro (sic.) al papel, pero ¡qué papel!

Se cuenta del general Sucre que dijo un día en su campamento: “Nos pasan cosas que no vamos a poder decirlas ni aun después del triunfo”. No opino como aquel glorioso general sepultado en el olvido.

Antonio Maceo

Corría el mes de septiembre del año terrible de la Revolución Cubana: 1871, y me encontraba disparándole tiro a tiro, con nuestros soldados de acero, a cinco mil españoles y cubanos (sic.) el rico territorio de Guantánamo, que a viva fuerza habíamos invadido. A cuyo tiempo, el Gobierno de la República y Cámara de Representantes, procedentes de la parte central de la Isla, buscan refugio en la Comarca Oriental, esquivando la estudiada y tenaz persecución con que les traían acosados los españoles. El aviso de su llegada me sorprendió allá, en un hermosísimo campamento de Monte Rú, por un pliego que un hombre pájaro del entonces brigadier Calixto García Íñiguez, Jefe que dejé en la jurisdicción de Jiguaní, me ha entregado ganando horas. Dejando las cosas arregladas lo mejor que pude, y las tropas todas al inmediato mando del teniente coronel Antonio Maceo, nombrado coronel en comisión, marché enseguida, caminando cuarenta leguas para ponerme personalmente a las órdenes y disposición del Presidente de la República, que encontré en un lugar nombrado El Pilón. El recibimiento fue afectuoso, sobre todo por parte del Presidente, a quien no había tenido el gusto de volver a ver desde nuestra entrevista del Ojo de Agua de los Melones (Las Tunas) con los girones de mi camisa, según refiere Collazo. Como era natural, para conferenciar detenidamente me fue preciso permanecer algunos días a su lado, y en consecuencia de todo ello resultó no encontrarle satisfecho de la prosperidad y pujanza de la Revolución en el Oriente, cuando a la vez, en las otras comarcas, se encontraba triste y decaída. Comprendí enseguida sus alcances de caudillo y solamente le dije: “Disponga usted de mí. Presidente”; y a continuación le propuse un plan para invadir a las Villas, que él desechó por parecerle una locura. “Aguardemos un poco, me dijo, y enviemos emisarios al extranjero a activar el envío de pertrechos de guerra”. “Gomo usted lo disponga, Presidente”, le respondí. En aquellos momentos era imposible salir por Oriente para el extranjero “ni una mosca revolucionaria”, sin mi anuencia y el descuido de los españoles. — El coronel lo palpó,

Desde aquel día, desde aquel instante, me ocupé de preparar todo lo necesario, que no dejaba de ser muy trabajoso y algunas veces hasta difícil para nosotros la salida de los enviados por el Presidente at extranjero: así como pesó sobre mí la delicadísima atención de la custodia y conservación de los Supremos Poderes de la República, que no dejaba de ser en verdad un cometido bastante penoso, por la estrecha situación en que nos encontrábamos, pero que yo desempeñé lo mejor que pude. Por encima de todo esto llamaba fuertemente mi atención la campaña de Guantánamo. Abrigaba el temor de que si no lograba acostumbrar a aquellas tropas a batirse allí con los españoles como lo habían hecho en Jiguaní y retrocedían, nos íbamos a ver en grandes apuros.

Después de dejar al Gobierno ocupando posiciones tan resguardadas como ventajosas (Monte Oscuro de Miranda) y por custodia nada menos que el segundo batallón de rifleros de la Brigada de Jiguaní, los vencedores de Charco Redondo —por cierto que no le gustó mucho al Brigadier Íñiguez esa disposición que le quitaba su mejor gente, además de algunas compañías que arrastraba en pos de sí, reliquias del ejercito huérfano de Las Villas—, a marcha forzada me dirigí enseguida a Guantánamo, pues era de sospechar que el coronel Antonio Maceo estuviera luchando con la España entera.

Efectivamente, así sucedía, pero Maceo supo y pudo con aquellos hombres sin miedo, oponer brava resistencia a los soldados de Martínez Campos y Vicente Valera.

En un lugar nombrado Las Calabazas me reuní con él. Por medio de una guardia secreta que yo establecí, pronto sabíamos nuestros paraderos: allí estaba con varios heridos; los colocamos en toda seguridad y tratarnos de tomar la ofensiva y la tomamos. En la madrugada de esa misma noche ardían varios ingenios del valle de Santa Catalina y sus guarniciones huían despavoridas o eran pasadas por las armas.

Estamos en noviembre. Los españoles persiguen al Gobierno y a la Cámara, acudo a protegerlos y los encuentro en los montes que atraviesa el Canapú, jurisdicción de Holguín. Burlando la persecución del enemigo, marchamos a la de Santiago de Cuba y fijamos nuestro campamento en Barigua.

Diciembre 17. Salen para el extranjero, por orden del Gobierno, los comisionados Pedro Céspedes, Pío Rosado, Juan L. Pacheco y José Villasana.

Enero de 1872. Día 3. Retorno a Guantánamo. El territorio está dominado por nuestras armas. Ataqué con éxito el pueblo de Los Tiguabos, Pienso que ya es tiempo de corrernos hacia Baracoa.

Pobrero 8. Emprendo marcha para la residencia del Gobierno, a donde se me llama para tomar parte en el Consejo de Guerra que debe juzgar al brigadier Inclán y sus compañeros, sospechosos de traición. El 24 me reúno al Gobierno en Vega Bellaca y el 25 dispongo ocupar posiciones en el Arroyo del Rosario. Se termina aquí el Consejo y los presuntos reos se absuelven: yo por mi parle, según los datos, no encuentro la culpabilidad que se le imputa.

Día 10. Se me han presentado los Secretarios del Despacho, Francisco Maceo Osorio e Ignacio Mora y como en términos de consulta me exponen la necesidad que siente el Gobierno de trasladarse a la vecina isla de Jamaica y fijar allí su residencia. La determinación me parece inconveniente y protesto contra ella con toda la energía que me es posible. Los generales Modesto Díaz y Calixto García Íñiguez me han apoyado resueltamente. De este incidente no se ha hablado más.

Marzo. Retorno a Guantánamo. Activas operaciones, con buen éxito por parte nuestra, durante los meses de abril y mayo.

Mayo 20. Marcho para la residencia del Gobierno; los españoles le persiguen con tenacidad. Día 25 me reúno a éste en Barigua. Conferencia con el Presidente. En vista de la situación de la campaña, pues los españoles van acumulando su ejército sobre el Oriente, le propongo el siguiente plan que puede servir, poniéndolo en ejecución, para contrariar el de los españoles: Poner a mis órdenes interinamente una parle de las tropas de Holguín, Bayamo y las Tunas, y formando un núcleo de tropas escogidas, corrernos por el Norte, más flojo de enemigos en estos momentos, atacar a Holguín y continuar operando con rapidez hasta darnos la mano con el general Agramonte en el Camagüey, al que debíamos tener sobre aviso para que nos aguardase con el mayor número de sus tropas reunidas y entonces presentar batalla a los españoles para ver si lográbamos un triunfo notable que restableciera el brillo de nuestras armas. Mi plan ha sido acogido con verdadero entusiasmo, y enseguida, por la Secretaría de la Cámara, se han expedido las órdenes correspondientes a los Generales Modesto Díaz, Vicente García y Calixto García Íñiguez, La concentración está indicada en la jurisdicción de Holguín.

Calixto García durante la Guerra de los Diez Años.

Marcho enseguida a reunirme con las tropas de Guantánamo, como lo hice, dejando el territorio ocupado por guerrillas; marchaba al frente de 400 hombres bien armados. El día 7 de junio acampaba muy tranquilo en unión del Gobierno en Peladeros y al siguiente día noto con inexplicable sorpresa que por orden de la Secretaría de Guerra se presentan en formación las tropas acampadas y se les lee la orden de mi deposición. Fundábase aquella en un acto de desobediencia de mi parte, por el hecho de no haber proveído a un número de asistentes que se me había pedido para la comitiva del Gobierno, y que a mí no me era posible conseguirlos sino aprovechando una concentración para poderlos sacar de un modo conveniente, pues el estado de entusiasmo a que habían llegado nuestros hombres no era muy fácil encontrar ya en las filas del ejército soldados que quisieran prestar esta clase de servicios voluntariamente, y la gente de color que habíamos arrancado a sangre y fuego de las garras de la esclavitud, era necesario que fueran libertos muy inútiles para que no prefiriesen el rifle a la servidumbre, cualquiera que ella fuese: no importa que la prestaran al Presidente o a un General. Yo quedé aturdido con aquel inesperado procedimiento, y se me hacía difícil creer en la causa que se invocó para ejecutarlo. El Ayudante que leyó la orden la terminó con un ¡viva Cuba libre! y otro al Gobierno, que las tropas inconscientes respondieron. Esto último, aunque por un instante, me impresionó tristemente.

El coronel Antonio Maceo acepta con disgusto, según se expresa, el mando de la División, y la mayor parte de los Jefes y oficiales se me acercan manifestándome, no solamente su disgusto por aquel injusto procedimiento en contra mía, sino que no estaban dispuestos a continuar la marcha. “La mejor muestra de simpatías que ustedes todos pueden darme, es marchar callados y contentos a ayudar al Gobierno a llevar a cabo un gran plan que hemos estudiado. Ya no soy más que un soldado, como lo sois vosotros, para servir a la Patria”. Cuando llegó a oídos del Gobierna todo lo que yo había dicho y se divulgó por el campamento, se restableció la calma en los espíritus que fácil es imaginarse en el estado de excitación en que se encontraban. A punto estuvo el Gobierno de reponerme a seguida en mi destino, pero no podía hacerlo por respeto y miramiento a sí mismo.

Al fin el Gobierno pudo continuar la marcha con las tropas faltas de entusiasmo y un tanto desorganizadas.

Concentrado que hubo en la jurisdicción de Holguín, cuyo jefe de operaciones que lo era de allí el general Calixto García, dióle el mando en Jefe de las tropas, para ejecutar el movimiento iniciado, pero el general se excusó, significando, con sobrada razón, que no era posible que otro general pudiera llevar a feliz término un plan de campaña que sólo yo había concebido y estudiado en todos sus detalles. El Gobierno quedó desde luego embarazado con aquellas tropas reunidas sin saber qué disponer, aprovechando el tiempo para poder operar un movimiento ofensivo sobre el enemigo antes de que se le fuese encima. Sin embargo, esto dio por resultado el brillante combate del Rejondón de Báguano y la muerte del terrible Huerta en las Calabazas.

Mientras tanto yo quedé relegado al desprecio y al olvido, pero sin pronunciar una queja ni dejar de servir a la causa. El Comandante entonces Mariano Torres y el glorioso Juan Millares, fueron los únicos dos ayudantes que no me abandonaron, y diez rifleros de mi escolta. Éramos por todos trece. Los doce Apóstoles, les llamé yo.

Establecí mi campamento en un lugar seguro de la montaña, y de allí partía con frecuencia a excursionar (sic.) sobre los ingenios de Santiago de Cuba, haciéndole daño al enemigo y apoderándome de recursos que repartía con heridos y familias, establecidos por las vecindades de mi campamento. Fui un tiempo, como el cacique indio, dueño y señor de mis montañas.

Carlos Manuel de Céspedes

Me encuentra allí el año 1873 y el día 30 de mayo recibo oficio urgente del Gobierno, llamándome a secas a su presencia. — ¿Qué hay, le pregunto al oficial portador del pliego; acaso se me irá a fusilar? —No, señor, me contestó, es que hay noticias vagas de que ha muerto el general Agramonte. — ¡Qué pérdida! exclamé, y pocas horas después me puse en marcha para la residencia del Gobierno, en la jurisdicción de Holguín, según fecha del oficio que acababa de leer. Éste se había movido hacia la de Bayamo, donde le alcancé, después de algunos días de marcha forzada, el día 8 de junio (¡qué coincidencia, la misma fecha de mi deposición!) en un lugar nombrado Naranjo. Cuando me bajé en la tienda del presidente Carlos Manuel de Céspedes, éste me abrazó conmovido, y yo a mi vez sólo pude decirle: “Aquí tiene usted otra vez a su viejo soldado”. ¡Cuánto y cuánto hablamos en aquellos días que pasamos juntos! El día 13, por pliegos llegados de Camagüey, se confirmó la noticia de la pérdida del heroico General, “En marcha, general”, me dijo el Presidente, mostrándome el pliego que contenía la noticia.

La noche del 14, acompañado de los rifleros, la pasé en solitario monte, en marcha hacia el Camagüey a acometer la difícil empresa de ocupar el puesto que, con su muerte, había dejado vacante un hombre de la talla del general Agramonte.

Ahora bien, mis anotaciones existen; aquí están a mi lado, dándome luz y más amor, como sagrados recuerdos para todas las cosas de nuestra Cuba libre; y hay también mucho superviviente inmaculado, testigos oculares de todos los sucesos que acabo de relatar.

¿Podrá creerse, dada mi conducta humilde en aquellos días aciagos, de amarguras y sinsabores, y de las muestras ostensibles que tengo dadas, entre los que me conocen, del espíritu de disciplina, a pesar de mi carácter violento, que predomina en mí; que fuese yo capaz de darle al Presidente la contestación que Collazo pone en mis labios y la cual presupone como causa para mi deposición?

¿Hubiera Céspedes, por motivo tan nimio, rebajado su grandeza, despojando de mando y prestigio a uno de sus generales más antiguos?

Todo pueblo, no importa su categoría, sin darse cuenta establece lo que llamamos alta política, cuyos secretos y manejos no los poseen sino aquellos que la forman. Los demás juzgamos por las apariencias y éstas por lo común son engañosas. Collazo, como es natural, ha recogido este percance. Voy, pues, a explicar, lo que yo también me expliqué más tarde.

La cosa pasó así. Hombres intrigantes y miedosos, unos, y desafectos a mí, quién sabe por qué, otros, pusieron en el ánimo de Céspedes la duda, o Ja creencia, mejor dicho, que el movimiento que yo iniciaba (tan estupendo lo consideraban) llevaba en sí miras o tendencias ambiciosas de mala índole que podían llevar las cosas a peor terreno, puesto que en el plan solicitaba “darme las manos con Agramonte” (su desafecto personal), que una vez unido con aquél y con un cuerpo de ejército triunfante, claro está que sería proclamado Jefe Militar de la Revolución con cuanta más razón, cuando contábamos con lo más selecto del elemento militar y con algunos miembros de la Cámara, amigos y admiradores del general Agramonte.

Hay que convenir en que la invectiva se prestaba a crédito, máxime cuando yo, sin que jamás cruzara por mi mente semejante pensamiento de ayudar a procedimientos de esa índole, hablaba con cándida franqueza de la candidatura del general Agramonte como el futuro Gobernador de Cuba libre. He aquí la causa secreta de mi deposición.

Larga, extensa, ha sido esa digresión, amigo Estrada, pero no podía prescindir de hacerlo así, pues para quitar la mala nota que Collazo quizás inconsciente ha puesto a mi hoja de servicios, era necesario referir un poco de historia. “La palabra, con la palabra se cura”, le oí decir un día a usted mismo en el campamento.

Voy, pues, a probar de reanudar el hilo de mis relaciones a los juicios erróneos o equivocados, emitidos por el coronel Manuel Sanguily, con referencia a mi conducta o modo de ser en las postrimeras horas de la revolución cubana.

Y cuando ninguna de estas cosas habían sucedido; cuando se mantenían apretados por la unión como en un haz, y temblaban los españoles ante la incontrastable fuerza de aquella unión, pues no so habían destacado las sombras siniestras que más tarde proyectaron en el cielo purísimo de la Patria, las figuras de Vicente García, Pallito León, Limbano Sánchez, Belisario Peralta, Francisco Jiménez, Ángel Mayo y otras más; cuando no había asomado la cabeza feroz la negra traición con Varona y compañeros; cuando no se había removido el primer mandatario de la República sin causa justificada; cuando no faltaba en las filas del ejército ninguno de sus generales ya probados, Ignacio Agramonte, F. V. Aguilera, Calixto García Iñiguez, V. García (éste último moralmente), el mismo coronel Manuel Sanguily y su hermano, el intrépido y mutilado general Julio Sanguily, no habían abandonado aquellos campos gloriosos y a sus compañeros de armas, para marchar a país extranjero en desempeño de comisión especial.

Y cuando todo eso ha acontecido, y por un cúmulo de circunstancias más o menos adversas todas ellas, y que al coronel Sanguily no le era posible juzgar desde Nueva York, se aproximan las horas luctuosas para la patria, ¿piensa él que yo pude haber hecho mucho o por lo menos haberlo intentado? Agradezco muy mucho la opinión de cubano tan digno y tan sin tacha, que demasiado me honra, pues en ella está inscrita, al par que una demostración de cariño y de confianza, el tácito convencimiento de que yo pudiera poseer condiciones de un hombre capaz de haber podido dominar aquella situación. Y en realidad, sólo me faltaba una, la necesaria: la de sanguinario. Y así y todo, ¿con quién podía fusilar a quién? ¿Cabía yo por ventura, podía caber acaso en aquella situación nueva con el general Vicente García, ya investido con la primera Magistratura de lu. República, y de una manera que adolecía de ilegalidad, por una Cámara casi despojada de verdadera representación nacional por la fuerza de los mismos sucesos...? No puedo creer que haya cubano de buen sentido que pueda imaginar semejante cosa.

El problema era difícil. Había que buscarle el lado más fácil, más vulnerable a la situación que se nos había cerrado, para abrirle brecha por donde introducirnos los buenos que debíamos quedar; y mucho más difícil era para mí, que los sucesos de Las Villas habían dejado mi espada ociosa y mi caballo en descanso. Entonces fue que se me ocurrió que solamente congregando el Ejército podría resultar de aquello un golpe de Estado y surgir de éste un Directorio o Director de la guerra, estable por su actitud inflexible y severa.

Para que pudiésemos llegar a ese fin secreto, no quedaba otro camino que buscar un medio hábil de conseguir una tregua con el enemigo, más perjudicial acaso y deshonrosa para él, que ya dominaba nuestras principales zonas, que para nosotros, y cuya tregua de seguro nos concedería, aunque debíamos estar prevenidos a nuestra vez contra sus miras capciosas. Eso fue, amigo Estrada, lo que yo propuse, y que el coronel Sanguily me tacha o censura, cuando en aquel día tristemente memorable de desbarajuste se me pidió consejo[2]. Es verdad, preciso es confesarlo: mi inexperiencia no me dejó sospechar que se fuese a parar tan lejos y tan pronto.

Cuando llegó la noticia a mi campamento de todo lo acontecido, y se lo comuniqué al coronel J. B. Spotorno y [al] teniente coronel Ramón Roa, hubo un momento de perplejidad y congoja indescriptibles entre nosotros, y al llegar al siguiente día al lugar de la escena, donde nos trasladamos, ya el brigadier Gregorio Benítez, Jefe del Camagüey, y el Presidente de la Cámara habían acordado la suspensión de hostilidades, pero en una zona determinada del Camagüey, y se había pronunciado en el campamento la palabra PAZ. Aquella palabra, en el instante primero, resonó por todo el ámbito de la comarca viril, como un eco lóbrego y triste, que poco a poco fin extendiéndose por lodo el inmenso recinto de la Revolución sin que nadie protestara con resolución y firmeza, puesto que los últimos esfuerzos —si así pueden llamarse— de Oriente capitaneados por el general Vicente García, faltando a su palabra empeñada con el jefe enemigo, no revistieron ese carácter, sino más bien como quedó a seguida comprobado con su final desenlace, prometerse sacar más ventajas personales de aquella situación. Entonces, sí, como dice el coronel Sanguily, me crucé de brazos. ¿Acaso pretende el coronel que yo tuviese la virtud de la abnegación al alto grado que la poseyó Jesús, o el asombroso valor y grandeza de D. Quijote necesarias en aquel lance? Yo no soy un varón dotado de esas cualidades. Andarnos en otros tiempos y nos las entendernos con otros hombres.

Yo creo, amigo Estrada, y usted que fue general y soldado, militar y civil, puede asegurarlo, no lo que dice Collazo, que como historiador casi aparece ensañado con la Cámara, sino que aquellos patriotas de los diez años, no hicieron más que precipitar con su proceder un suceso que venía preparándose lentamente, a la sombra de instituciones demasiado débiles para gobernar a los pueblos cuando se les arma para la guerra. Y esas instituciones, y así lo entiendo yo, y sabiamente lo expresa Sanguily, fueron el resultado y la obra del patriotismo más puro y del republicanismo democrático más acabado, en aquellos sublimes momentos de santo entusiasmo de un pueblo, que más parece que contaba para triunfar con la conciencia de sus derechos y lo notorio de sus cadenas y sus dolores, que con la fuerza de sus cañones.

Máximo Gómez, El Generalísimo

Y hay que tener en cuenta, que el que así se expresa, el que así habla sin rencor ni pena, fue la víctima más frecuente de la desconfianza siempre notoria de la mayor parte de los miembros que componían el respetable cuerpo de la Cámara atribuyéndome tendencias dictatoriales.

Para ningún general se desplegaba tanta vigilancia en todos sus actos, y se comentaba y se censuraba cualquiera procedimiento, en la esfera de sus atribuciones, como se hacía conmigo, bastando para ello que aquél fuese revestido de entera rectitud.

Para ningún otro —ni aun para Vicente García— sino para mí, tuvo la Cámara un “voto de censura, un día después de haber ganado una batalla, y solamente por haber discutido con un diputado en privado y con calor lo deficiente, a mi juicio, de la ordenanza militar. Y ahora, el coronel Sanguily atestigua eso mismo (pág. 175).

Y cuando la invasión de las comarcas villareñas que la determiné por mi cuenta y riesgo, para asegurar el éxito con la sorpresa amparada por el secreto, pero no sin celebrar primero un consejo general con mis oficiales (el coronel Sanguily asistió a él) para compartir con ellos la parte de responsabilidad que pudiera caberme y cuando después, humildemente comuniqué el parte de tantas victorias alcanzadas en tan pocas horas, más agradable sorpresa causó en el ánimo de aquellos hombres el tono humilde de mi escrito que las derrotas del enemigo. Y cuando un día, con poca meditación, me nombró la Cámara General en Jefe del Ejército, cuyo cargo renuncié incontinenti, porque no me gusta representar papelones, un amigo pensador me dijo al oído: “¿Le han nombrado a usted general en Jefe?, pues la cosa aprieta”. Tal era la opinión.

Sin embargo, yo jamás me sentí mortificado, ni mucho menos por esas dudas. Yo me había reunido con todos aquellos hombres para ayudarles gratuitamente a defender su causa, y no me hubiera parecido digno, rebajando la suma de méritos contraídos, ocupar ningún puesto en la República de Cuba, que no fuera conquistado por mis propias hazañas y por la fuerza de la opinión.

Dos motivos capitales persistían para mantener latentes estas dudas, y que a mí no me era dable evitar: ser apasionado amante del principio de disciplina, que hace parecer un déspota bárbaro al militar, y un poco de fortuna en el campo de batalla. Con esas dos circunstancias avasalladoras, se puede cualquiera apoderar de la voluntad de un ejército, y en realidad hay que temerle a un ambicioso vulgar.

Por lo demás, nada más justo, nada más hermosamente verdadero que aquel arranque feliz del coronel Manuel Sanguily, que tal parece como la manifestación ardorosa de la Patria agradecida y que la historia repite, por los que supieron sufrir y sacrificarse por ella. ¡Ah ! “¿Cómo es posible olvidar que la Cámara tiene una historia, si alguna vez triste y crespular (sic), al acercarse la noche de la Revolución, fulgurante en muchos años, como la conciencia misma del pueblo cubano, y como la historia revolucionaria escrita también con sangre generosa?”

Voy a concluir, mi buen amigo Estrada, pero antes, como un deber de justicia, es preciso advertir a Collazo de la poca que ha tenido para con las emigraciones. Estas han ayudado siempre en todo lo que han podido. No creo que haya ocurrido el caso de que alguno se dispusiese a ir a combatir en los campos de la patria y le negaran fusiles y pólvora. No podemos, no, sin cometer una injusticia, hacerlas responsables del funesto resultado, que en muchos casos, para nuestro mal, como combatientes allá en Cuba, fue pésirna la administración de caudales con ejemplares sacrificios acumulados. No saquemos a cuenta los tres chelines de Jamaica. Aquellos instantes de punzante dolor por tanta esperanza defraudada y por sacrificios inútiles tantas veces hechos, habían sumergido el espíritu cubano en el marasmo político consiguiente. Después de Sedán, en la noche tenebrosa y lóbrega, que envolvió las banderas de uno de los ejércitos más bravos del mundo, ¿qué debía quedar en el corazón de los franceses? —Un gran dolor. —Y cuando la Francia volvió de su paroxismo causado por aquella horrenda catástrofe, y se irguió después de caída a los pies del poder, solamente de los cañones prusianos, le sobró el oro para rescatarse del predominio de su inexorable vencedor, dejando perpetuo ejemplo de cuánto vale la virilidad en los pueblos. ¿Y quién duda que Cuba, en una época afortunada, logre cumplir sus altos destinos después de tantas caídas y desastres? ¿Acaso sea el pueblo más desgraciado de la tierra? Creer eso es colocarse fuera de lo racional y de lo justo.

Pero hoy mismo, en estos solemnes momentos en que el espíritu criollo se anima, en que revive el entusiasmo de los tiempos de la Galleta, Rejondón y Palo Seco, que parece que una esperanza más viva ilumina la mente y el corazón del desterrado, a quien no acarician las brisas de la Patria, es hermoso y consolador palpar los arranques generosos de los hijos del destierro.

Las sombras que fueron cayendo sobre aquella tierra empapada con tanta sangre generosa, la mano del Destino feliz de Cuba las despejará acaso no muy dilatado (sic), pero es preciso, cubanos, que cuando la Revolución despierte nos encuentre unidos.

Por mi parte, amigo mío, aún no soy todavía un soldado fatigado y, como lo he ofrecido siempre, donde se encuentren los hombros consecuentes del 68, allí estará también su antiguo compañero en las armas y el infortunio.

Reciban Sanguily y Collazo un cordial saludo desde este rincón de mi Patria.

Máximo Gómez Báez


Tomado de Carta dirigida a Tomás Estrada Palma, expresidente de la República Cubana. Santiago de los Caballeros. Tip. de Ulises Franco Bido, 1893.
Nota de El Camagüey: Aparece con este encabezamiento: “Desde La Reforma, República Dominicana, a mi amigo el Señor Tomás Estrada Palma, Expresidente de la República Cubana”.

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