En la ciudad de Camagüey, mi pueblo natal, después de recibida la instrucción primaria en el colegio San Carlos, que dirigía el señor Ricardo García (q. e. p. d.), en septiembre de 1890 me matriculé como alumno del primer curso en el Instituto Provincial de Camagüey, terminando el quinto año del bachillerato en 1895, y como es costumbre de los padres hacer a sus hijos un traje al sufrir exámenes, a mí por estos últimos me hicieron el mío, que era, recordamos, de chaviot negro, precisamente con el cual me fui a la guerra y engrosé las filas del E. L. de Cuba.
A los pocos días y con permiso de mis jefes pasé por los alrededores del central Lugareño, donde radicaba como empleado mi tío Arturo Agramonte (alcalde de barrio de la localidad), con idea de tener el gusto de verlo y me facilitó un par de botas de becerro amarillo y un sombrero de jipijapa.
Incorporado nuevamente a mi fuerza y estando acampado en el Plátano reorganizando las fuerzas el General en Jefe, me destinó a prestar mis servicios como soldado del regimiento expedicionario que volante fue formado expresamente para operar siempre a las órdenes inmediatas del Generalísimo, mandado accidentalmente por uno de sus ayudantes: el comandante Benjamín Sánchez y Agramonte, por ausencia del jefe en propiedad, hermano de éste, el también comandante Armando Sánchez Agramonte, que estaba herido en un brazo del combate de Saratoga (hoy General del E. L. y exjefe de Policía de la Habana).
Tocándome el primer pelotón del segundo escuadrón que mandaba el teniente Francisco Benavides Luaces (Faico), que más tarde falleció en acción de guerra de teniente coronel del E. L., en Camagüey.
Entre los soldados de mi pelotón había uno de edad bastante avanzada, muy vivo, valiente y procedente del 68 que siento no recordar su nombre, pero sí que le decían El Bayamés como hijo del heroico feudo de Carlos Manuel de Céspedes, Francisco Vicente Aguilera y Perucho Figueredo.
Parece que la falta de hábito en tener siempre puestas las botas de montar al andar lento a caballo, como eran las marchas; el calor que producían en las piernas y con el pantalón negro, las referidas botas me produjeron hinchazones que no me permitían caminar naturalmente sino cojeando, lo que fue o sirvió de pretexto al referido bayamés para decirme Mayía, fundándose en que aparte de mi cojera me parecía al general Mayía Rodríguez, José María Rodríguez, pues éste andaba siempre vestido de negro; sombrero jipijapa, botas amarillas y era cojo pero con mayor gloria, herido de bala enemiga en el campo de batalla como resultado de su valor y su gloriosa actuación militar en el Ejército Libertador y peleando por la independencia de Cuba.
Desde entonces se me siguió diciendo Mayía (para mí de gran honor); se me conoce por todos los compañeros que han pertenecido a las escoltas, y Estado Mayor del Generalísimo Máximo Gómez, donde presté mis servicios desde soldado hasta capitán y en todo lo cual me he fundado para usar el pseudónimo de Mayía.
Tomado de Con sombrero de yagua. La Habana. Molina y Cía., 1932, pp.12-14.