Decir que de improviso cambió el ritmo total de la vida, o que ciertas leyes de vulgarísima aplicación se habían vuelto al revés, no es toda la verdad. Lo esencial de las medidas de emergencia ha consistido en tener que obligar a las gentes a vivir “normalmente”, y eso es todo.
Parece inconcebible que los gobiernos hayan tenido que reunir a los sabios de Grecia para determinar la cantidad específica de carne que había de echarse al puchero; que hombres de seso hayan tenido que medir y remedir telas para informar a las mujeres que podían hacerse faldas con metro y medio de tela; que los jefes de nación hayan tenido que regular la marcha de nuestro automóvil; que grandes personajes de cabello gris hayan sido contratados para decidir que las chaquetas podían cerrarse con sólo tres botones y que los pantalones podían hacerse más cortos y suprimido el gracioso dobladillo invertido que se había usado desde hace algunos años.
Al comparar este panorama con el de las verdaderas y graves enseñanzas que ha originado la guerra como la fabricación de armas inéditas, los vuelos a grandes alturas, el espantoso metier de paracaidista, el tráfico submarino, la comida en píldoras, etc., etc., parece un poco tonto que se haya tenido que gastar tiempo y dinero en enseñanzas tan banales.
Visto así, a la ligera, lo primero que se piensa es que las Universidades, High schools y Academias de todas clases que hasta ahora existieron, han servido para muy poco si no supieron enseñar a los hombres a no matarse por las carreteras y a las mujeres a vivir perfectamente con la tercera parte de lo que gastaban, como se está haciendo ahora mismo.
Y lo curioso del caso es que los fallos más grandes de la organización social en el momento que vivimos se relacionan con peligros que estaban sobre nuestras cabezas desde hacía mucho tiempo. Desde hacía veinte años los países todos estaban fabricando aeroplanos de guerra; sin embargo, las casas no empezaron a fabricarse obligatoriamente con “refugios” antiaéreos, sino con “barras” atestadas de venenos que habían de hacer más débil al hombre que la guerra habría de requerir un poquitín más tarde...
En el horizonte de todas las naciones se alzaba el fantasma de la guerra a plazos más o menos cortos. La guerra necesitaría a sus hombres todos, no habría brazos para labrar el campo, tendría que escasear el alimento más simple; sin embargo, nadie supo ordenar o enseñar a las familias del mundo a sembrar los extensos e inútiles jardines por donde sólo transitan los jardineros, para garantizar la comida del enfermo, del anciano, del niño...
Ya en pleno año 40, con la guerra encima y el problema de vestir a los nuevos ejércitos entre las manos, las industrias se lanzaron a las modas más estrafalarias de los últimos tiempos. Cincuenta, ochenta varas para las faldas, hasta dar lugar a que el propio Washington tuviese que decir: “—Para las faldas, tres varas”.,, ,
Desde quince o veinte años atras el panorama del mundo se nublaba un poco más cada día... ¿Qué materias primas habrían de faltar? ¿Qué mercados habrían de cerrarse? Las cátedras no supieron preverlo... Un automóvil para papá, otro para mamá, otro para el niño hasta hace apenas un año, para que ahora todos tengamos que andar a pie y tan felices...
Los genios hablaron, como hablan siempre, pero no se les dará la razón hasta un siglo más tarde. Lindbergh habló y habló Alexis Carrel desde hace muchos años. Presentó en palabras simples, sencillas, al alcance de los más ignorantes, el proceso alarmante de “ablandamiento” del hombre; dijo bien a las claras cuáles eran los colchones de la civilización en que las gentes se estaban embruteciendo, en qué se perdía a diario la energía, la virilidad, y en que naufragaban a la postre el cuerpo físico y el carácter. Sin embargo, a la hora de defenderse, a la hora de formar los ejércitos, se han contado por millones los “rechazados” por ineptitud moral o física.
No es absurdo el pensar que si la florida cultura que recibieran los pueblos hasta ahora hubiese usado unos espejuelos mejores, el presente estado de emergencia sólo habría significado el reajuste de unos cuantos tornillos y que las drásticas medidas que han tenido que tomarse bajo amenaza de graves sanciones en relación con los actos más simples de la vida, demuestran que las matemáticas, la historia de las Guerras Púnicas, los principios de Filosofía, de Literatura Religiosa, la Geología, los fundamentos de la vieja Europa y tantos otros, fueron conocimientos divertidos, pasatiempos lujosos del intelecto que nunca llegaron a incorporarse al sentido del “sentido común”, tan necesario para andar por casa.
Por regalamos en el pasado sacrificamos el presente, que es siempre la maravilla más próxima, el verdadero libro abierto plagado de incógnitas que nadie puede resolver por nosotros. El saber de fijo sobre que colina libró César su última batalla o el recitar a Virgilio en latín no nos ha servido gran cosa a la hora de racionarnos ni las ecuaciones matemáticas más interesantes pueden enseñarnos lo que nos enseña el último rincón de nuestra despensa...
Tripulaciones de ambulancias en Finlandia, en enero de 1940.
Fuente: IMS Vintage Photos
Ha llegado una guerra, vulgarísimo accidente en la Historia, y nos ha encontrado viviendo al garete, depauperados físicamente, desvalidos como a niños de brazos. Los estantes repletos de libros y el cerebro macizo de fórmulas no han podido impedir que a una señal, a un ruido, hayamos tenido que abandonar hogar y libros y que olvidando el latín y el griego de un salto nos hayamos tenido que colocar paradójicamente en campo abierto, en busca de pan y refugio. Y acaso en el estudio de estos “saltos” involuntarios, de estos gestos primarios del instinto de cobijarse, de sobrevivir, de proteger al más débil, resida el secreto de la nueva cultura que han de exigir muy pronto las juventudes del mundo.
—Pero lo absurdo es la guerra, no la cultura—, puede decirse—. Perfectamente, pero ¿en qué consistía esta cultura que ha sido necesario a la primera embestida del destino editar cartillas, dictar normas para los actos más vulgares y sencillos de la vida; que ha habido que enseñar a cada mujer el valor nutritivo del maíz, del huevo, del pan, cómo sustituirlos o mejorarlos y descubrirles —en fin— para qué servían las cosas con que había traficado toda la vida; que ha tenido que enseñarse de improviso a millones de mujeres a coger la aguja entre las manos, a lavar sus telas, a cuidar sus lanas; que se nos ha tenido que obligar a la fuerza a prescindir de millones de objetos inútiles con que sin embargo hasta hoy nos cubríamos el cuerpo y llenábamos nuestros armarios?
¿Cuántas graduadas de High schools sabían poner un vendaje, curar una quemadura o una herida? ¿Cuántas doctoras en Filosofía y Letras, en Leyes, conocían las primeras medidas a tomarse en casos de desmayos, de síncopes, de asfixias? Como si se tuviese delante a una humanidad que jamás hubiese asistido a la escuela, se nos ha tenido que enseñar a no matar a los peatones mientras paseamos; a zurcir nuestras ropas; a utilizar los periódicos viejos, las latas vacías, las botellas, las cañerías, los cabos de vela...
Pero ¿qué aprendimos que hemos tenido que engrosar un nuevo kindergarten integrado por adultos hartos de Universidad y de libros, y que como niños tenemos que obedecer el dedo del dictador de alimentos, de gasolina, de ropa, del tránsito?
¿No era la mujer, la familia, la que debió en este instante servir de norma, de ejemplo, escribir al Gobierno las cartillas y regalar a los dirigentes de la cosa pública todos los secretos del orden, de la economía, de la higiene, de la fraternidad? ¿Quién sino la mujer, si las culturas se hubiesen encaminado a estos fines, debió dictar las leyes del “buen vecino”; los modos más simples de acomodar al enfermo, de curar la herida; del valor ae ios alimentos; explicar, en suma, los sistemas para una economía más práctica?
¿Dónde estábamos, qué estábamos haciendo que ignorábamos todo esto? ¿Qué aprendimos que no sabíamos comer, ni vestirnos, ni economizar vidas? ¿Qué clase de carácter nos formamos que se han tenido que cubrir las paredes todas de la nación con carteles para que hombre y mujer aprendan a callarse? ¿No es bochornoso para los sistemas de educación que a toda prisa se hayan tenido que dar cursos de primeros auxilios, de cocina, de conservación y envase de alimentos; que existan oficinas que son un reproche a todas las madres, para la defensa del niño?
Mientras la vieja cultura dejó lagunas tan fáciles de llenar, ésta, la nueva cultura de emergencia que cuenta apenas un par de años de nacida, nos ha enseñado ya a vivir en un cuarto y a estar cómodos; a marchar a treinta kilómetros y a llegar, sin embargo, a tiempo; a vestir con menos tela y gasto y a estar elegantes; a comer con más economía y mucho mayor provecho...
Las potencias todas de la mente dirigidas a un punto céntrico que es el “presente”, han realizado una labor asombrosa, superior a cuanto nos enseñó el pasado. Los Gobiernos mismos están sorprendidos de lo que la energía surgida de la necesidad inmediata está produciendo; las reacciones vitales utilizadas al nacer, todavía calientes, y no sobre el cadáver del pasado, han defraudado a todas las matemáticas, porque ni los cálculos más exactos han logrado tener la razón... Estos fueron sobrepasados por los resultados, por el poder insospechado de la mano del hombre cuando éste toma parte activa en su propia tragedia.
Si cuanto estamos haciendo es contrario ya a cuanto hicimos antes; si hemos tenido que cambiar de rumbo en todo y ha quedado probado que se puede existir, que se existe mejor en los nuevos moldes, esto significa un poco el fracaso de nuestras antiguas culturas. Todos los textos universitarios no han logrado enseñamos lo que nos ha demostrado un año de reajuste económico, de orden en la alimentación, de obligada fraternidad e indulgencia.
Cuando tocó a la puerta el imprevisto —que no es más que un hecho cualquiera con que no contábamos—, nos encontró divididos en dos. De una parte nuestro modo de existir, de otra nuestra cultura; ésta había llegado ya a los más perfectos métodos mientras aquélla se desbordaba a capricho sin método ni rumbo.
Al fin entre lo que se nos había enseñado y nuestro modo de vivir no había consorcio alguno, ni se nos había forjado el carácter más que para las tallas anchas y cómodas. Sin embargo, en un periodo de tiempo asombrosamente corto nos hemos acomodado ya en la dimensión opuesta como demostración irrecusable de que la cultura y el hecho cotidiano deben complementarse y funcionar al unísono.
Ahora mismo, las mujeres americanas han tenido que olvidar a Ovidio y a Montaigne para empezar a aprender a caminar, como quien dice. Mientras las mujeres graduadas y con títulos han podido ser usadas en importantes sectores desde luego, la mayor cantidad de la población femenina ha tenido que alistarse en el ABC de las simples rutinas de la existencia.
Los hombres a su vez, están descubriendo estupefactos al otro hombre, al que mata o salva. Sabíase de los lagos y castillos de Yugoeslavia, pero se ignoraba cómo pensaban y cómo sentían sus hombres. ¿Quién conocía a fondo la psicología del ruso, los inexplorados predios espirituales del chino, las ansias seculares del hindú, las oscilaciones líricas del italiano, los orgullos raciales del argentino?
Habíamos aprendido a transitar mentalmente por los pasillos de las pirámides, por los pórticos del palacio de Angkor, pero nada sabíamos del hombre de la calle de los distintos pueblos. Habíamos saltado sobre el enigma humano, sobre el peligro o la promesa viva, para estudiar cómodamente a los muertos; como si las estrategias de Alejandro el Grande, de César o Napoleón, o las mismas rutas de la tierra fuesen a servimos de algo al inaugurarse las rutas del fondo del mar y los caminos del cielo...
Los fracasos de estas culturas nos queman aún las carnes. Después de haber pasado siglos a varias millas de distancia sin que nadie notase nuestra presencia, hoy se gastan millones para enseñar a conocer a la América Latina; para que se sepa que aquí estamos, que pudiésemos servir algún día. Sin embargo, no hemos cambiado por cierto de lugar; estamos enclavados en los mares donde siempre estuvimos.
En la reciente Feria de New York, los pabellones de la América Latina fueron un poco La Cenicienta de aquel fabuloso conjunto de potencias, de aquella maravillosa conjunción de pueblos que jamás contemplaremos de nuevo, hasta que la invasión de Polonia por los nazis nos vistió con resplandores súbitos de promesa, acaso de realidad única...
¡Quién nos hubiese dicho cuando llenábamos humildemente nuestro sitio en la gran explanada de las Naciones, junto a los portentosos pabellones del Japón, de Italia, de Rumania, de Noruega, de Finlandia, de Dinamarca, que al volver de unos días aquellos muros se tornarían en siniestras interrogaciones, y que los semiolvidados pabellones latinoamericanos iban a crecerse hasta las nubes
Aquellos colosos de piedra labrada, de orgullosas torres, aupados por la prensa, adulados por el aplauso y la admiración de las multitudes, simbolizaron muy pronto a los asesinos del ciudadano americano. Y aquella enorme Plaza de las Naciones, mágicamente florecida por todas las banderas del mundo, por las enseñas nacionales ya misteriosamente condenadas a muerte, por colores que jamás habrían de ondular al aire de nuevo, y a través de cuyas músicas se escuchaban ya los sollozos de Europa, fue históricamente como un gran tablero de ajedrez en que los “peones” habrían de ganar por carambola la partida. ¡Extraños virajes del destino que debieron ser previstos por la cultura!...
Ya hacia los fines de ese propio año se hacían estadísticas en Estados Unidos para saber a toda prisa qué idiomas prefería aprender el estudiante medio, dando por resultado que era el idioma francés el preferido en Universidades y Colegios. Y no era extraño: el “hombre de la calle” norteamericano acababa de descubrir a Francia en el año veinte... El weekend del otro lado del Atlántico, la semana de vacaciones en París hicieron más por la divulgación de la cultura europea en Estados Unidos que todas las Universidades en medio siglo.
Ahora mismo la América Latina parece como acabada de descubrir, se descubre a si misma, y lo que se aprende a toda prisa es el castellano. Hasta ahora la cultura sajona se había olvidado bastante de nosotros...
Pero ya en los Estados Unidos la juventud protesta y se rebela contra las culturas que la prepararon tan mal para la hora trágica. Ya se empieza a amar a México, a Brasil, a Chile, a tantos otros parientes del mapa, tan ignorados hasta ahora. Mujeres tan valientes y capacitadas como Marjorie G. Raish, protestan desde las páginas del magazine Woman, y reprochan ya al College y al High school por cuanto NO les enseñaron.
Por mucho que hayan gozado en sus estudios, dicen, hoy se encuentran con que no saben nada de lo que les hace falta para la vida diaria. Nada se les dijo sobre dietética, sobre el valor de los alimentos, sobre la medicina inmediata del hogar. Ignoran por completo la ciencia de comprar; desconocen las telas, las carnes, las lanas, cómo deben ser los enseres domésticos. No saben cuidar del niño, ni hacer sus ropitas, ni curarles un resfriado... Jamás se les puso la aguja en la mano, ni saben confeccionar un delantal de cocina, cambiar el cuello a una camisa de hombre o hacer el cojín de una silla.
Estas mujeres claman por lo que ha de considerarse seguramente una blasfemia pedagógica. Quisieran aprender primeramente a hacer las cosas con sus manos, y que se les dijese después quién las inventó el siglo pasado. Aprender a vencer las peripecias todas de la vida diaria, a vencer el desgaste del tiempo, a combatir la enfermedad y la muerte, a crearse un cuerpo resistente y sano, y después... llenar los huecos libres con la “cultura”. En una palabra, primero hacer y después comprender, o lo que es lo mismo, vivir la Historia al revés, como aconseja Papini desde las páginas de Gog.
Como van las cosas, agregan, los hombres encuentran excelentes “secretarias” pero de rareza encuentran excelentes esposas, y en su honor tenemos que confesar que hasta ahora nos han soportado con bastante paciencia...
De todos modos, ya el hombre empieza a sentirse también defraudado. Hace unos días, cuando presenciaba el desfile de un grupo de lindas señoritas, dice Mrs. Raish, oí exclamar con cierto dejo de tristeza a un joven y apuesto caballero que se encontraba a mi lado:
—¡Qué hermosas mujeres; si supieran cocinar!...
Enfermeras en un hospital
Fuente: National Archives at College Park
Tomado de la revista Vanidades. Octubre 1ro de 1943.