He seguido con intenso interés cuanto habéis dicho y escrito, desde el enjundioso y magnífico artículo del doctor Cosculluela y los escritos de Anita Arroyo, hasta la bella disertación de José María Bens sobre el afán cubano de cortar la melena a los árboles “a lo boy”, cuando “a lo Greta Garbo” cumplirían mejor su misión de dar sombra al caminante.
Y pienso que junto a opiniones tan autorizadas como las vuestras no estaría de más el escuchar de vez en cuando la voz profana e indocta de la mujer de la calle... Porque ésta, a fuer de tener que resolver a diario el problema doméstico (me refiero a la mujer sin criados, y hasta con ellos), sabe muy bien lo que necesita.
Por razones que no vienen al caso, acabo de pasar más de tres meses buscando un par de casas que comprar. No se trataba de palacios, como verán ustedes, ni de esas modernas residencias a puertas blancas [sic], piso de terrazo y amplios jardines, cuyo precio oscila entre los dieciocho y los veinte y cinco mil pesos.
Nada de eso; buscaba casitas modestas, vivibles para los sin fortuna, de ésas que hasta hace poco podían comprarse por cinco mil pesos y que hoy no cuestan menos de diez mil...
Ya me causó estupor en un principio, cuando emprendí la aventura de salir a diario con corredores y agentes, que las casas para ser vividas por sus dueños y las “casas para renta” fuesen tratadas de un modo distinto, ¡y tanto! Y tuve que acordarme a la fuerza de aquel bon viveur que usaba las medias al revés, porque, después de todo, lo suave debía ser para él y lo áspero para los demás...
Después de mi agobiante recorrido a través de más de cien casas “para renta”, he vuelto con el alma encogida y frío en los huesos, como me sucediera hace años en Roma al salir de las catacumbas de San Calixto...
¿Por qué, me he preguntado al visitar estas casas, fidelísimo anticipo de la tumba, haber abolido por completo el elemento “tierra” de la casa del pobre? ¿Por qué este abuso del concreto y del cemento; este endurecimiento espantoso de la vivienda, donde no se ha dejado una pulgada de patio donde plantar un rosal o una humilde lechuga?
El objeto primordial de la vivienda es poder subsistir en ella, nos hemos dicho. Su finalidad no es tan sólo el cobijamos de la intemperie, sino el facilitar la vida de conjunto, el trabajo del hombre, su descanso y salud, su felicidad misma... Y en estas casas no parece existir más punto básico que la fachada. “—¡Vea usted qué fachada! —me decía un dueño de casa—. ¡Vale ya los nueve mil pesos! Usted sabe que el cubano lo que compra es la fachada”.
Al frontispicio, moderno puro con azulejos, o Renacimiento español, sigue en importancia la sala, donde se han introducido elementos decorativos copiados a la vivienda del rico, coleccionista de miniaturas, tales como sendos nichos de dos o tres pulgadas de profundidad, donde no cabría ni a la fuerza un libro; instalaciones para luz fría y florones policromados con detalles de nácar.
El comedor es punto neurálgico y fosforescente donde se han derramado todos los lujos. Cielo raso de yeso imitando caoba en fino trabajo de marquetería; pequeños duendes de capucha roja y azul, sosteniendo las vigas de escayola; paredes que oscilan entre el café claro y el chocolate, pero siempre oscuras y tétricas, a manera de recintos para aplicar el “tercer grado”.
De los cuartos de dormir hay siempre uno donde cabe ampliamente la cama, suponemos que dedicado al que paga la casa; y otros donde las ventanillas se han colocado suficientemente altas para que no pueda verse el jardín vecino, con objeto de dejar amplio hueco para la “coqueta”. De un extremo a otro, en suma, nos hallamos con un decidido empeño en que falte el sol adentro y la sombra afuera... La ventilación, la luz, esos elementos que Dios nos regala sin “metro contador”, no se han tenido en cuenta. En estas casas han de nacer niños, criarse, hacerse hombres, y las mujeres han de cocinar y coser en pleno día, con luz eléctrica...
Del baño intercalado de colores, que es en definitiva el que da su precio tope a la casa, saltamos a la cocina, donde la fantasía del constructor se ha complacido en colocar el fregadero único detrás de lis fogones, donde el que cocine ha de estar siempre de pie y no podrá volver la espalda a la sopa a riesgo de quemarse vivo...
No se han echado en olvido los closets, otra faceta de la civilización atacada valientemente en este tipo de casas, aunque sin resultado. Su tamaño, donde no cabe un zapato, no justifica el gasto de la puerta. Tampoco quedó atrás el “lavadero”, siempre al sol, para que la infeliz señora lave sin duda a medianoche... Y esta casa va unida a otra idéntica por un pasillo de un metro cuarenta, y ésa a otra, y a otra, indefinidamente...
Pienso que este divertido modo de fabricar obedece en esencia a una gradual desaparición del concepto de “familia” y de “hogar”—y a pesar de las flamantes leyes sociales que tanto parecen favorecer al hombre de la calle—, a un desprecio profundo del derecho a la vida normal y a los placeres naturales de la clase media y pobre de Cuba.
¿Cumplen las casas que se fabrican el objetivo que dio origen a eso, a la casa, a la vivienda? ¿Puede vivirse normalmente en las casas que se fabrican? ¿Puede trabajar en ellas el que quede adentro? ¿Puede hallar descanso físico y moral en ellas el que vuelve exhausto de la calle? ¿Puede cocinar mañana y noche una persona, sin sentarse? ¿Pueden lavarse los platos en la punta de los pies y extendiendo los brazos por encima de las hornillas? ¿Puede lavarse la ropa de la familia, siempre, al sol o bajo la lluvia? ¿Puede vivirse sin tener en la casa un sitio donde colgar a secar un par de medias? ¿Pueden prosperar los niños entre diez o doce muros infranqueables? ¿Puede mantenerse un cerebro en estado normal entre dos radios a todo volumen?
¿Puede exigirse a una generación que vive en un pie, que duerme sin ventilación, que carece de arbolado y de sol (¡oh ironía, en esta tierra prodigiosa!); que jamás descansa; cuyos nervios están siempre tendidos entre Tarzán y Tamakún, entre el llanto del niño vecino y la tragedia conyugal del lado opuesto; puede exigírsele, nos preguntamos, cordura, serenidad, patriotismo, honradez, eficiencia en el trabajo, conducta ejemplar...? De ningún modo.
Con estos sistemas, que no son, al fin, sistemas, sino caprichos aislados de constructores enamorados del soberbio techo del Centro Asturiano o de la cúpula del Capitolio, queda frustrada la misión funcional de “la casa”, pues medularmente el concepto de esta función depende del de la familia y del hogar, de su reproducción y descanso, de su bienestar y posible holgura, y en última instancia, de la contribución que se espera del individuo al adelanto y seguridad del grupo social en que vive.
Mas si lejos de partir de este punto de vista, partimos tan sólo del concepto “renta”, entonces sigamos fabricando cajones de concreto, muy a menudo bajo tierra como en diversas casas de apartamentos puede verse, y llámenseles “casa”, para obligar al inquilino, más tarde, a llamarlos “hogar”.
Este aprovechamiento del terreno en aras de la renta ha sido en muchos grandes países la palabra de orden durante tiempos felizmente pasados. Pero en Bélgica, Holanda, Inglaterra y Estados Unidos, donde he podido observarlo personalmente, llegó un momento en que hubo que dar marcha atrás, echar abajo los llamados barrios pobres y construir en su lugar viviendas más humanamente razonables.
En Londres, por lo menos, y según estadísticas que aparecen en el notable ensayo titulado “Mother”, de lady Emily Lyutens, disminuyó notablemente la criminalidad en los barrios bajos de la ciudad, desde que se fabricaron los nuevos edificios y se obligó a cada inquilino a fomentar un pequeño jardín y una pequeña huerta en su vivienda. Y se fue tan lejos en estas investigaciones, que pudo comprobarse que la disminución alarmante de los matrimonios durante los veinte y cinco primeros años de este siglo obedecía a la falta de alojamiento barato y adecuado. A veces los novios tenían que esperar hasta dos años para encontrar casa...
¿Qué diremos de Cuba? Por doquier los capitales grandes y pequeños se proyectan en direcciones diversas sin rumbo ni acuerdo. Somos testigos del repentino surgimiento de barrios enteros en que la fantasía de cada maestro de obras, o de cada señor que logró reunir unos miles de pesos, o de cada albañil al que un amigo “dio la mano”, se hace dueña de un lote y ¡a hacer casas!...
Entonces el más romántico pone una Virgen sobre la entrada del garaje o un Crucifijo en el ángulo del portal; el de más allá, que acaso leyó a Napoleón y le admira, cubre las paredes aun chorreantes de flores de lis doradas; y algún otro, fascinado por las residencias de la Quinta Avenida, suprime un metro al aposento para que no falte en su casa, con mostrador y todo, el BAR... el flamante bar que ha sustituido en nuestros hogares a la biblioteca.
¿Son tan caros, nos preguntamos también, los terrenos de estos repartos, que haya que escatimar un metro de tierra, de verdadera tierra, al fondo de la casa del pobre? Si por desgracia nos visitara el Hambre, tan amiga de meterse hoy por todas partes, no podríamos siquiera comer tierra; ¡tendríamos que comer cemento y concreto...!
El raquitismo, la deformación de la vivienda, no puede obedecer al poco poder adquisitivo del pueblo medio, nos hemos dicho. Si la familia que paga 25 o 30 pesos de alquiler puede pagarse el radio de 9 bombillos y el gigantesco juego de sala, como hemos podido comprobar, ¿no pagaría a gusto cinco pesos más de alquiler, a condición de un pequeño traspatio de tierra donde hacer su pequeña hortaliza o criar sus gallinas?
Pues, y dicho sea de paso, a medida que se han ido reduciendo las casas y que se han ido fabricando más pequeñas e incómodas las habitaciones, se han ido fabricando más grandes los muebles. ¡Qué sofás y qué butacas para Nueva York o Londres en un buen día de nevada! ¡Qué comedores y qué juegos de cuarto! Los armarios y vajilleros han de colocarse de medio lado; las camas en las esquinas, los auxiliares entran de por mitad en la cocina... ¿No podrían ponerse de acuerdo arquitectos y mueblistas?
¿Quién rige, o quién no rige todo esto? ¿Puede o no modelarse el sentido común del pueblo mediante exhibiciones periódicas, y en su defecto, por medio de leyes y regulaciones de orden técnico inviolables?
Porque lo que más aflige de todo esto, no es ya el decidido espíritu de lucro, sino también la ignorancia cándida de estos forjadores de hogares cubanos; el olvido total de las funciones que se desarrollan dentro de una casa de familia cualquiera... Casas en que hay que vivir y morir; en que las cunas y los ataúdes deben tener, por igual, fácil entrada y salida; en que los cuartos han de ser para dormir, que significa reparar las fuerzas perdidas en el día; en que las bañaderas sean para bañarse y en que la cocina, cuya función es diaria y constante, sea mejor y más cómoda que la sala, ya que la reunión familiar, en estos tiempos, ha quedado abolida... ¡Qué bien se ve que al constructor no ha de tocar nunca hacer el guisado ni lavar las ropitas del niño bajo el sol de Cuba!
Y lo más curioso del caso es que estos mismos dueños de “casas para renta”, en que se han olvidado las reglas más simples de la vida sencilla y humilde; estos mismos señores que hacen cocinas donde no puede colocarse una silla; apartamentos bajo tierra con pequeñas ventanas en lo alto, por donde pueden verse tan sólo los pies del transeúnte; patios de concreto para que se esparzan los niños y lavaderos al sol, tienen también fincas, y ¡hay que ver cómo en ellas se trata a los animales! Porque nuestras fincas causan orgullo, sin ningún género de dudas. Levantemos los techos para observar a los polluelos en sus departamentos estrictamente higiénicos, a tantos grados de calor... Veamos el alimento vitaminado para los terneros, que viven en casita ventilada y mullida, a prueba de moscas... Más allá están los cerdos, regalados y pulcros, con amplios tanques de agua limpia y terrazas relucientes para dormir la siesta...
En tanto, nosotros, los Reyes de la Creación, nos hartamos de humedad, de piedra y concreto, de tapias y muros, y nos morimos de hambre de “verde”. Se nos ha suprimido la tierra, que es como suprimir la yerba y la flor, la alegría, el color y la risa... Y nadie protesta porque nadie sabe por qué no se llega jamás al año en una misma casa... Las casas cómodas, humanas, no se abandonan nunca. Aquí, junto a mí, las mudadas de cada piso se cuentan por docenas al año... ¿No sería instructivo y útil hacer un censo de mudadas?
¿Resiste el individuo, o la construcción misma, este trajín constante de casa en casa, de un inquilino en otro, sin que al cabo jamás hayan de estar de acuerdo ambos?
¡Y decir que lo tenemos todo! ¡Sol, luz, brisa, tierra, madera, piedra!... ¡Que en los muros renegridos de las azoteas germina la simiente llevada por los aires!... ¡Que de los ladrillos surgen enredaderas floridas; que sobre los patios ingratos, áridos y calcinados de estas nuevas casas, dan su espiga verde los granos de maíz caídos al azar!
Todo, todo lo tenemos, menos la inquietud. La inquietud que lanza a los pueblos a reconquistar sus derechos y a los hombres a mejorar su standard de vida. Y acaso, sin costo alguno, ¡podríamos vivir casi tan bien como nuestros parientes inferiores de las fincas vecinas!
Por lo que a mí concierne, como lo que me han encargado es una vivienda de ambiente cubano, una cocina cómoda y clara y un metro cuadrado de tierra en el patio, sigo buscando casa...
Publicado en la revista Vanidades, de mayo 1ro de 1943. Tomado de un recorte conservado junto a una carta de la autora a Gabriela Mistral en la Biblioteca Nacional de Chile.
Nota de El Camagüey: Para la ilustración de este texto se han utilizado anuncios publicitarios de los años 40, tomados de la revista Bohemia.