Entre las conquistas más importantes de los tiempos modernos se encuentra el famoso Reloj de Entrada y Salida, represa obligada de los ímpetus más espontáneos del hombre y padre legítimo de ese otro fruto de la civilización: el “empleado perfecto”.
Ya no se pide a las gentes su idea genial, ni a la mano la filigrana, ni a la mesa de trabajo la obra perdurable. Basta y sobra con que los hombres obedezcan las nuevas leyes y marquen su tarjeta a tiempo; el “perfecto empleado” será el primero en hacerlo.
Llegará a su mesa y abrirá los libros, o las telas, o los hierros, y esperará paciente que las manillas del reloj marquen las doce menos cinco... Tomará el sombrero de nuevo y marcará, magnífico, su salida a la hora exacta. Repetirá estos gestos al mediodía, durante la semana, el mes, el año... Su paso por la industria, por los talleres o el laboratorio será perfectamente inútil al conglomerado social, pero él se hará un nombre, se le pondrá de ejemplo, merecerá el respeto pleno de sus jefes. En corto tiempo se hará odiado y gerente.
Porque, ¡oh farsa consciente o no!, de tanta protección al individuo se ha acabado con el individuo. Un nuevo Mefistófeles le ha comprado el alma para que no siga influyendo en la tierra...
Pongamos sobre el escenario del tiempo lo que ha producido la mano del hombre entonces y ahora; examinemos el búcaro, contemplemos de cerca el cuadro, pongamos frente a un rayo de sol la porcelana... Busquemos en vano el sentido de la joya y del libro; meditemos junto al monumento y a la estatua, a ver qué nos cuentan...
Vamos a dar un paseo por el Gran Canal de Venecia, por el Acueducto de Segovia o el Angkor-Vat para sentir cómo la obra del superobrero nos devuelve a través de los siglos toda la emoción que se puso en ella. Obras son éstas que se han colocado en el tiempo a despecho de los relojes y los almanaques. Cellini, Vinci, Pasteur, Einstein, Carrel, son sólo unos cuantos de los millones de superobreros que dejaron el reloj en casa o no lo usaron nunca.
Si hubiese ya existido ese símbolo de decadencia espiritual, el Reloj de Entrada y Salida, cuando se levantaron las Pirámides, no hubieran éstas sobrevivido cargadas de misterio y de fuerza a través de los siglos. Ni existiesen el Taj Mahal, ni las catedrales de Europa y México, ni las murallas de China. El impulso místico que hizo posible al hombre realizar fantásticas empresas mil veces superiores a él mismo le ha sido amputado, y no es de extrañarse después de todo que haya sido preciso obligarlo, ya mutilado y como a pobre manada sin rumbo, a comenzar su labor a tal hora y a terminarla a tal otra.
De modo que aquellos vuelos del pensamiento que Dios hizo posibles en el hombre dejándole en la entraña un soplo de sí mismo, han de ser domeñados, cuadriculados y encerrados dentro de horarios que varían según sea verano o invierno, primavera u otoño, sin que sea permitido que estalle la idea como precioso meteoro antes de las ocho de la mañana ni más allá de las seis de la tarde.
Si esos monumentos grandiosos de generaciones que alimentaron la ambición de acercarse al cielo fueron ejecutados por siervos, por esclavos, ¡bendita suerte la de esos esclavos! Sirvieron de instrumento al genio y dejaron a la humanidad un legado inextinguible de belleza.
Esclavos, su vida fue más trascendente y útil que la de tantos hombres libres de este siglo, indolentes paseadores de la costra de la tierra, en cuyo mejoramiento jamás participan.
Para lograr que estos hombres a quienes se les ha silenciado el alma produzcan algo, ha sido menester atarlos a las manillas del Reloj. Encerrada en alambradas como el ganado, de un extremo a otro de la tierra, la humanidad del presente es ordeñada a hora fija, su poder productivo es regulado por comités y ministerios y su capacidad total reducida a los estrictos límites del Reloj de Entrada y Salida. Y el hombre está tan embrutecido que lo soporta.
Sólo en esta forma, se dirá, podríamos saber cuántos torpedos se tendrán el año entrante y cuántos cajones a fin de semana. Y los paladines de la organización moderna habrán ganado el punto.
Pero aun así y a pesar de estos hechos indiscutibles que no harán avanzar a la humanidad un solo paso en su ruta hacia Dios, los Misales de la Edad Media, los Palacios Reales de Persia, la Pirámide del Sol en Teotihuacán, el templo de Dar-el-Bahari en Egipto, el Duomo de Milán y tantas otras obras análogas, seguirán siendo la cartilla, el A B C de toda cultura artística seria. Y los superobreros, los esclavos, los siervos que ayudaron a hacerlos, no han muerto todavía. Seguirán viviendo en la piedra, en el oro, en el libro. En cambio, nuestro flamante “Empleado perfecto”, rodeado de su infinita producción en serie, está ya de antemano muerto; lo ha estado siempre.
Los reformadores de hoy al quitar al trabajo su mitad espiritual. dieron forma a este tipo, orgullo de la sociedad, capaz de percibir tan sólo tornillos y cañerías, como apuntó trágicamente Charles Chaplin. A ciertas horas se les dio una categoría y a otras, otra; como si pudiesen existir horas de diversas clases en el campo infinito del esfuerzo humano. La llamada “Hora Extra”, la que acaso necesitamos para dar fin a la obra empezada, fue el banderín de enganche, el burdo pretexto universal para dejar la obra inconclusa si no era pagada en el doble de su valor primitivo. Con éstas y otras medidas se fue despojando al trabajo de cuanto le prestaba calor, trascendencia y vida, y ha sido dable a las industrias del mundo el regalarnos con la obra chata y sin enjundia que nos viene ofreciendo como bocado único.
Este arte concebido a hora fija, con los ojos puestos en el día del cobro, con la mirada pendiente ansiosamente del almanaque y la mano sobre el sombrero, y que aun pretende beneficiar a las masas, consigue sólo plebeyizarlas más y cerrarles para siempre los oídos a la llamada de lo trascendente y genuino. Así productor y comprador, obrero y pueblo, se imbecilizan mutuamente en aras de la organización y de la defensa del individuo…
Mas el superobrero existe aún, a pesar de la máquina, a pesar de la industria. Pero no se le ve, no se le quiere ver, ni se le quiere entender. Es el hombre resuelto y erguido, hinchado de proyectos, el que lleva la cabeza repleta de disciplinas mil veces más crueles que las del “Reloj de Entrada y Salida”... Es el hombre de la mesa en desorden, suelto sobre la tierra con algo más que un deber que cumplir: con una misión que realizar. Un deber comienza a una hora y termina en otra; una misión llena toda la vida.
Tiene este tipo curioso que poner en orden no las libretas ni los martillos, sino las subyacencias más profundas de la mente; subyugar los vuelos locos de la idea, atajar el pensamiento en su ronda infinita y traer a la punta de los dedos la síntesis perfecta, concisa y palpable de lo que fue como una estrella engarzada en el cielo de sus sueños.
Le es dable asimismo realizar en un día, en una hora, lo que su compañero el “perfecto empleado” no pudo hacer en veinte años, y plasmar con un solo gesto la idea que ha germinado en su cerebro desde edades sin cuento... Porque este hombre ha pensado y trabajado desde la eternidad. Piensa y trabaja mientras se alimenta, mientras descansa, mientras duerme, mientras habla con sus semejantes... Su vida es una gestación perenne; un constante nacer y madurar de ideas; una imperativa realización de ideales sin fin ni comienzo; una oración perpetua... No existe reloj que pueda detenerlo ni fortuna que pueda pagarlo.
A los ojos del “perfecto empleado” la actuación del genio es siempre negativa, caótica; sería por lo demás imposible que la comprendiese. La mesa de trabajo plagada de motivos vitales es para él sitio de espantoso desorden. Todo lo que sea caos, ese divino caos que precede a toda creación, es motivo de desdén y burla.
Sólo será útil y financieramente práctico lo que venga colocado en hilera, sean tuercas o ideas, todo lo que acuse simetría y orden. Pero la simetría no significará jamás belleza, por más que de ella participe. No es simétrico el firmamento, ni el árbol, ni el torrente de un río, ni el pensamiento, factor primordial de todo lo creado.
Pero es que la función creadora quiere soslayarse. Ignoran los ordenadores que si no existiese cosa creada no habría cosa que poner en orden, y persisten en la mutilación sistemática de la Idea genial, de suyo esquiva, sin lograr al fin damos nada que la sustituya o imite. Gracias a esta massacre-colectiva de individualidades las generaciones futuras saltarán por alto esta época para ir a inspirarse en la antigüedad como si no hubiésemos existido siquiera. Felizmente toda obra mediocre lleva en sí su sentencia de muerte.
Los griegos consideraban la vida como una formidable industria de belleza; como una de las bellas artes. El concepto de la moral estaba supeditado al de la belleza; mejor dicho, lo bello era lo moral. Puede pues colegirse que una era en que la importancia de la belleza ha sido esquivada, tiene que convertirse en una época artísticamente inmoral.
Las trascendencias de la belleza en las industrias se extienden al individuo que las realiza y prosiguen su carrera triunfal y moralizadora a través de cuanto se concierne con ellas. El cuadriculado paisaje de las industrias modernas, los moldes mecánicos en que se ha fundido al hombre potencial para convertirlo en el perfecto obrero, lo han echado de un empujón hacia las retaguardias del grupo humano. El individuo, el artesano, el obrero, han perdido el derecho a beneficiarse moralmente en su propia obra y se ha producido ésta sin contenido estético, que es como decir sin contenido moral alguno.
La producción moderna, la que sale de manos que funcionan a horas determinadas según designios sindicales formulados a veces a enormes distancias, ha dejado de ser un acicate espiritual para el obrero y ha dejado de constituir un mensaje para la sociedad a que se destina, ya que las cosas nos devuelvan exactamente la misma cantidad de emoción que hemos puesto en ellas.
La organización del trabajo de conjunto, imprescindible para el tráfico material de gentes y cosas, se ha sobrepasado en su función disciplinaria y ha estrangulado entre sus garras paternales al creador, al artista, al gran moralizador social. Incapaz de saber descubrir al superobrero, incapaz de adivinarlo, de percibir su halo magnífico, ha sido más cómodo juntar a los hombres en manadas, en ejércitos sin voluntad propia, y sellándoles los canales todos del espíritu, aplicarles, como pudiese hacerse a un trompo o a un tren de juguete, la cuerda necesaria para su inútil pirueta.
Este individuo que funciona a tanto la hora, de 8 a 12 del día y de 2 a 6 de la tarde, tiene precio distinto pasadas esas horas; sus minutos “extras” valen a tanto y cuánto. ¿Quién pudo enmarcar las horas a Cristóbal Colón, a Copérnico, a Edison? En el reloj de estos superobreros jamás sonó la hora de entrada y salida. Ellos entraron en su oficio al nacer y abandonaron sus talleres al morirse.
La gran habilidad de los nuevos pastores del rebaño humano hubiese estado en convertir a todos los hombres en superobreros; en hacerlos orgullosos de su obra, convencidos de su divina misión, portadores de un mensaje moral de intransferible urgencia. Se les habría hecho además de importantes, felices. Pero oigamos el clamor incesante de la clase obrera, jamás satisfecha, jamás contenta. No se escucha un eco de orgullo ni se advierte un gesto altivo y confiado en estos hombres cuyos bolsillos se han llenado de un oro inútil, y podrán aún seguirse llenando, sin que logren monedas de más o de menos al fin brindarles un rayo de alegría, porque se les ha vaciado el corazón de ilusiones...
Se les ha sustituido el orgullo de su obra por el orgullo del jornal; se les ha hecho más ricos y más desgraciados. Por eso sus ansias jamás serán colmadas y será cada día más desolador el contenido humillante de la palabra “obrero”, “proletariado”, “clase trabajadora”... Cuando compruebo el bochorno doloroso con que se esgrimen estas frases a favor de conquistas materiales, siento una inmensa lástima por este pobre rebaño sin altivez ni orgullo y un enorme rencor por los que se lo han extirpado. Porque el más profundo anhelo del hombre no es poseer, sino SER.
Y quisiera gritarles: ¿Obrero? ¿Artesano? ¿Proletario? ¡Pero si no existe nombre más grande, ni misión más fundamental que la de crear, la de hacer, la de realizar algo con nuestras manos!
¿Quién os ha dicho que sois inferiores al hombre que os paga? ¡Os habéis hecho inferiores al poner precio al último remache, a la puntada última; al vender los minutos que os faltan para terminar la obra empezada! Os habéis hecho inferiores al dejar inconclusa la pincelada porque en un reloj sonaba la hora de salida... Os habéis hecho esclavos al vender vuestra necesidad de crear.
No podréis ser felices, ni útiles, ni ricos, en tanto no cifréis vuestro orgullo en realizar a la perfección la obra que os ha tocado hacer, sin reloj ni almanaque. Escuchemos a Yank, el protagonista del Hairy Ape de OʼNeill, cuando exclama allá en lo hondo de las fornallas del barco: “—Si no fuera por nosotros, los que echamos el carbón a las máquinas, no andaría el barco, ni habría viajes de placer, ni podría dormir la siesta sobre cubierta el millonario…”
Yank ha salvado el orgullo devolviendo su importancia a la obra misma, y con gesto altivo prosigue su labor de echar a la perfección las paletadas de carbón... En lo más tenebroso de las entrañas de la nave, Yank se ha rescatado a sí mismo. Se ha hecho feliz, simplemente porque ha descubierto su propia importancia.
A bordo del Bremen, octubre 1936
Mayo de 1943. El mundo ha cambiado... Pero no acertamos a pensar en qué forma habrá de realizarse el renacimiento del arte y del sentimiento que la humanidad herida está pidiendo a gritos...
No se nos ocurre en verdad cómo habrá de efectuarse el brote del superhombre potencial que late en el corazón de todo obrero, si ha de seguir amordazado por el Reloj de Entrada y Salida, y esperamos que los dirigentes del mañana se alejarán un tanto de la máquina para percibir un poco a Dios, al hombre mismo.
Ni ayer, ni hoy, ni nunca la mano creadora fue ni ha de ser totalmente extirpada. Para el creador de algo, y cada hombre lo es en esencia, el tiempo y el espacio se funden en un solo suelo fecundo donde hundir la semilla. Y nada más cuenta.
La urgencia en producir la idea madura marca un plazo fijado de antemano por la Naturaleza con igual exactitud en el hombre, el rosal o el almendro... La Naturaleza posee también su enorme Reloj de Entrada y Salida; pero éste difiere del creado por los hombres en que es su esclavo humilde y no su fiero dueño. Y en que no deja nacer al niño, ni abrirse a la flor, ni caer al fruto, hasta que no han llegado a su madurez plena y pueden por tanto realizar a la perfección su destino.
Otro momento de “Tiempos modernos”, genial creación de Charles Chaplin.
Tomado de la revista Vanidades, 15 de junio de 1943, recortes sin número de página, conservados en la Biblioteca Nacional de Chile, fondo Gabriela Mistral.