¿Por qué Neruda llamó en sus memorias a Nicolás Guillen por el mote de Guillen el Malo? No era tanto una evaluación de Jorge Guillen como una devaluación de Nicolás Guillen. Neruda y Guillen militaban en el mismo partido comunista, ambos eran estalinistas de adopción y los dos disfrutaban los mismos privilegios que Louis Aragón, que de surrealista pasó a ser estalinista (no hay un solo poeta converso de los años treinta que no haya cantado a Stalin), para viajar por París en un costoso Mercedes con chofer, como lo vi en la Rue Bonaparte en el otoño de mi descontento de 1965, coleccionando viejas cartas postales y jovencitas para el doble horror de André Breton que sólo murmuraba, “C’est dégueulasse!”
Ni Nicolás ni Neruda eran pederastas ni coleccionistas (aunque Neruda tenía una colección de caracoles) pero eran rivales. Cada uno aspiraba a ser el Gran Poeta de América y, hoy lo sabemos, ninguno lo fue. Pero Neruda derrotó a Nicolás en la carrera sucia a Suecia: fue Neruda quien ganó el premio Nobel. Nicolás, hay que decirlo, nunca llegó a ser el gran poeta a que aspiraba. Pero cuando comenzó, equipado como pocos, parecía que iba a llegar lejos.
Los años treinta, dura década en Cuba, empezaron con los mejores auspicios para Guillen. En 1930 publicó sus Motivos de son basados en el son; canción y ritmo y poesía popular estaban ya en sus primeros poemas. En este año conoció a Lorca, que llegó a ser más que una influencia, un maestro del arte de la poesía popular presentada como canción culta. Poco después Guillen cesó de ser censor para el dictador Machado y escribió sus mejores poemas. Viajó a España en los comienzos de la guerra civil y el asesinato de Lorca se convirtió en una de sus obsesiones. Para exorcizarlas se afilió al Partido Comunista de Cuba, donde lo elevaron a la categoría de gran maestro. Un chusco declaró entonces que el son se había hecho sonsonete.
Pero si se lee un poema de Guillen de después de su conversión se ve cómo su arte se vuelve artesanía y su poesía deviene propaganda de partido. A veces suena como un alquilón de a diez la línea, como con su poema a Stalin (escrito durante las grandes purgas), en el que llega a emplear la santería (de la que no sabía nada) y a invocar los dioses afrocubanos como si fueran deidades dudosas:
¡Stalin, que te proteja Changó y te cuide Yemayá!
Lo curioso es que Nicolás Guillen no era estalinista. Nunca fue un bon mourant sino un bon vivant y un artista inseguro al que el comunismo le ofrecía un nicho en la noche. Lo conocí cuando tenía doce años. Es decir, yo tenía doce y Nicolás cuarenta. Ocurrió en el periódico Hoy donde mi padre era periodista y Guillen el poeta en residencia.
Lino Novás y Montenegro dejaron el periódico y el partido, pero Guillen siguió fiel a esos diferentes aliados que van de Batista a Castro como quien compone un suave soneto. La Revolución lo hizo poeta laureado y fue feliz por un tiempo. En Madrid, en 1965, sentado en un café a ver pasar las españolas como un desfile de delicias, exclamó: “¡Éste sí que es un país para asilarse!” No hay que recordar que en España gobernaba el mismo Franco que mató a Lorca y mató a Hernández, y envió al exilio lo que Agustín Lata cantó como “la crema de la intelectualidad”.
Después de Hoy, que ahora es ayer, coincidimos en muchas partes. Una de ellas fue en la Sociedad Nuestro Tiempo, una entidad cultural que se convirtió en una organización pantalla del Partido Comunista y dejó de ser un lugar cómodo y la dejé. Allí me dijo un día, “Ya le dije a tu padre que te pareces cada día más a Gorky”. Guillen no podía saber que Gorky, el autor de La madre, era una de mis bestias pardas, pero siempre sospeché que Nicolás no había leído ni una línea del autor que inventó el realismo socialista. Guillen sólo se interesaba en la poesía y en su poesía.
A fines de 1960 Lunes, el suplemento literario del periódico Revolución, que yo dirigía, invitó a Pablo Neruda a Cuba. Inmediatamente Nicolás Guillen escribió un suelto en Hoy en que decía que no estaba mal invitar a Neruda pero había que invitar también a “otros poetas progresistas” (es decir comunistas) como Rafael Alberti, Nazim Hikmet y al poeta chino Kuo Mo-Jo. La nota no declaraba que lo que Guillen quería era que no se invitara a Cuba a Neruda. Respondí con otra nota en Lunes en que dije que se invitaría a esos poetas y otros más y terminaba festivo el recuadro: “En cuanto a Kuo Mo-Jo ¡cómo no!” Ésta era una muletilla sonora que Guillen usó mucho en sus poemas en versos como: “Sí señor, ¡cómo no!” Ese lunes por la tarde estaba Carlos Rafael Rodríguez (entonces director del periódico Hoy) al teléfono diciéndome: “¿Pero por qué haces esas cosas, Guillermito? Tú sabes lo sensible que es Nicolás. Se ha pasado una hora quejándose por teléfono por tu parodia”. Guillen de veras era así.
Con Neruda en La Habana ocurrió un episodio que resultó cómico, aunque no fue nada cómodo para Neruda. Dio recítales con su voz plañidera y se reunió con todo el equipo de Lunes y todavía con su voz plañidera respondió a una pregunta sobre la Revolución y el arte con un “También hay que cantarle a la luna”, que fue una declaración valiente frente a los realistas socialistas ya rampantes. Pero un mediodía cuando se había planeado extender su estancia triunfal en una gira y tal vez ir a Santiago con la morena cabeza de Matilde, lo traje de vuelta al hotel Riviera, donde se hospedaba, de un viaje a La Habana Vieja, y al bajarse miró al Malecón y me preguntó: “¿Qué cosa es eso?” Era una barricada y le dije: “Es una barricada”. “Pero, ¿por qué están los cañones todos apuntando hacia el mar?” “Es que se espera una invasión.” “¿Por aquí?” “Por todas partes.” Neruda, que tenía una cara impasible que iba muy bien con su voz monótona, no pudo impedir palidecer hasta los dientes. No dijo más y subió a su habitación. Pero por la tarde pidió acortar su estadía cubana “ya que tenía pendientes asuntos urgentes en México”. ¿Coincidencias? Tal vez. Pero Guillen, cuatro meses más tarde, escribió un poema desgarrado sobre la muerte de un miliciano, mientras Neruda, sano y salvo, compuso su Canción de gesta, exaltando a Fidel Castro en la Sierra, que es uno de sus peores poemas. De cierta manera Guillen el Malo quedó vindicado.
En 1961 en la fiesta de clausura del Primer Congreso de Escritores y Artistas de Cuba, del que Nicolás Guillen había sido electo presidente (yo era, cómico cargo, uno de los siete vicepresidentes que rodeaban a Nicolás como una versión cubana de Blancanieves), le presenté a una editora americana que exclamó en éxtasis: “¡Ah, el gran poeta negro!” Para ser atajada enseguida por Guillen; “Negro no, mulato”. La señora americana quedó corregida.
Será hacer de la pasa (pelo de negro según el Diccionario de la Real) cabello pero la diferencia entre negros y mulatos la establecieron españoles y portugueses muy temprano en la historia de América, donde una esclava embarazada por un blanco (el sexo no distingue los colores) quedaba libre en el momento del parto. En el siglo XIX hubo muchos mulatos distinguidos en Cuba (y en Brasil: no hay más que nombrar a Machado de Assis), aunque el país estuviera gobernado por españoles y los cubanos blancos (los que se llamaban a sí mismos criollos: hijos de blancos) descansaban su ocio y su negocio sobre negros esclavos. En el siglo XX Nicolás Guillen era uno de los dos mulatos mejor conocidos en la isla. El otro mulato era Fulgencio Batista. Uno famoso, el otro infame.
Guillen vivió en París de 1952 a 1959, según dicen, porque Batista (curiosamente Nicolás se llamaba Guillen Batista) no le permitía regresar a Cuba. Pero durante esa época era muy popular en la radio y la televisión cubanas. Eliseo Grenet, autor de “Mamá Inés”, le había puesto música a más de un poema suyo, Bola de Nieve cantaba canciones con letra de Guillen y hasta un recitador popular, Luis Carbonell (“El acuarelista de la poesía antillana”), recitaba sus versos (y su anverso) en el teatro, la radio y la televisión. Nunca, al nivel de la calle, había sido Guillen más difundido.
De su época de París, Guillen me contó una anécdota que Neruda, por ejemplo, nunca habría contado. Estaba Nicolás sentado en la terraza del Deux Magots cuando oyó una conversación (su francés era perfecto) que le atañía. Dos voces de mujer hablaban de él al parecer. Se volvió de perfil y vio a dos muchachas que le parecieron bellas, inteligentes, perfectas en una palabra. Detuvieron su conversación, discretas: no había duda ahora de qué hablaban. Siguieron hablando, comentando su abundante cabellera (de poeta), su perfil, su cabeza leonina. Guillen se levantó para establecer una cabeza de playa. Pero antes de terminar su ademán una frase de una de ellas enfrió su ardor: “¡Pero si es un enano!” Guillen se permitía estas revelaciones pero nunca las habría permitido de venir de otra persona.
Cuando Guillen regresó a Cuba en 1959 (venía del extranjero mientras Fidel Castro bajaba de las alturas) no era tan popular como John Lennon cuando se declaró más popular que Cristo, pero sí era más popular que el Che Guevara. Pero, por supuesto, sólo un hombre es libre en Cuba y cuando nombraron a Guillen presidente de la recién creada Unión de Escritores pronto cayó ante la mirilla de Fidel Castro. Al visitar la universidad el Premier Estudiante, en uno de sus impromptus de líder universitario, se convirtió, gárrulo, en crítico de las artes y las letras. Alabó a Alejo Carpentier por su novela El siglo de las luces, demostrando de paso que no la había leído, pues pocos libros hay más contrarrevolucionarios, aunque el blanco de Carpentier fuese la Revolución francesa. Castro dijo que no había escritor más trabajador, más prestigioso. Cuando uno de los estudiantes le preguntó por Guillen, el Máximo Líder tronó: “¡Ése es un haragán! No escribe más que un poema al año. Es probablemente el poeta mejor pagado del mundo y nos sale caro”. Luego elogió a un poetastro que se hacía llamar el Indio Naborí que escribía un poema cada día para el Granma, la gaceta oficial. Naborí no era poeta ni indio pero a Castro le gustaban sus rimas de hoz y martirio. Naborí casi fue nombrado poeta oficial: el indio laureado por decreto.
De pronto, como en un linchamiento poético, se organizó una turba política. Algunos estudiantes pintaron pancartas y dirigidos por Rebellón, antiguo líder estudiantil y ahora bufón oficial con título (solía sentarse a los pies de Castro), organizaron un orfeón famoso, cantando a la manera de Guillen:
¡Nicolás, tú no trabaja ma!
¡Nicolás, no ere poeta ni na!
La manifestación bajó por la colina universitaria a la calle en que vivía Guillen (no lejos pero sí alto: en un piso 17) cantando y gritando. Se podía creer que era una broma estudiantil, pero la presencia de Rebellón le daba al motín carácter castrista. Guillen, por supuesto, lo tomó todo a pecho. Era el castigo sin crimen. Guillen era un poeta no un rimador de poemas por metro.
En junio de 1965 regresé a La Habana de mi puesto diplomático en Bruselas a los funerales de mi madre.
Días después del entierro fui a la Unión de Escritores a saludar a Guillen. Habíamos estado juntos en París apenas un mes atrás, además siempre me cayó bien Guillen: era muy cubano, muy humano, aunque a él le molestaban mis rimas contiguas. La Unión de Escritores estaba en una casona colonial, casi un castillo, dejado detrás por un magnate en fuga que ni siquiera se molestó en cerrar la puerta. Guillen estaba en su oficina hablando con una rubia espléndida: a Nicolás siempre le gustaron las rubias. Enseguida se excusó por no haber estado en el entierro conmigo pero, coincidencia fatal, su madre había muerto también en Camagüey (su ciudad natal) y tuvo que ir allá al instante. Guillen amaba a su madre tanto como yo a la mía.
Luego en un susurro que pensé que formaba parte del pésame me pidió que lo acompañara al patio. Allí, debajo de un enorme árbol del mango, me preguntó, todavía en un susurro, si sabía lo ocurrido. Otro susurro como un suspiro: en Cuba hasta las rubias tienen oído (y odio) y quién sabe si crecen micrófonos en los árboles. Le dije, apenado, que no sabía nada. Nicolás estaba al borde de las lágrimas cuando me contó lo que ya les he contado.
“¡El hijo de puta mandó una turba contra mí, a mi casa!”
No dijo quién era el hijo de puta pero se sobreentendía: de seguro que no era Rebellón.
“Le gritaron a mi mujer, tan nerviosa, que yo era un haragán que no trabaja ya. Todo esto dicho a Rosa porque yo no estaba. ¡Ese hijo de puta que no ha trabajado un día en su vida, hijo de papá y luego matón profesional, se atrevió a llamarme vago! ¿Sabes una cosa? Un día te va a enviar esa turba a tu casa y te van a linchar porque eres más joven que yo. ¿Quieres que te diga otra cosa? Es peor que Stalin, te lo digo yo. Porque Stalin se murió hace años pero este gángster nos va a sobrevivir. A ti y a mí.”
El viejo poeta tenía razón, parcialmente. Guillen murió la semana pasada y Fidel Castro lo enterró con honores.
Pero Guillen, aún bajo el frondoso mango, furioso pero muerto de miedo, era un poeta. Capaz de fundir los metros medievales con un asunto moderno y coloquial, sabía de poesía clásica española como nadie en América, excepto tal vez Rubén Darío, el indio que tenía el verso blanco. Pero al revés de los poetas negros del Caribe, Guillen nunca llegó a donde debía haber llegado, aunque fue en su día mejor poeta que Derek Walcott, de Santa Lucía y Aimé Césaire, de la Martinica. Como Louis Aragón, Guillen se hizo comunista cuando estaba en la cumbre. Después de eso, después de Motivos de son, “Sóngoro cosongo” y El son entero todo fue descenso. Aunque fue famoso en el mundo de habla española y aun en París y Nueva York y nominado dos veces para el premio Nobel, después de tantos honores en la cima, se vino abajo. Lo trágico es que Guillen, al final de su larga vida, lo sabía.
Obsesionado por la posteridad y la dama del camino en su poema:
Iba yo por un camino
cuando con la muerte di.
Su libro de cabecera era un horror llamado La enciclopedia de la muerte. Me leyó, en fecha tan temprana como 1962, un pasaje que trataba sobre lo que pasa después de la muerte del cuerpo, con gusanos y todo y no todos contrarrevolucionarios. “Lee”, me aconsejaba, “lo que dice ahí del rigor mortis y el inicio de la putrefacción”. No era el poeta Pope sino Poe, “Pero”, resumía pensando tal vez en M. Valdemar, “al revés del hombre, la poesía nunca se corrompe”. Las palabras son suyas, la ambigüedad mía. Nicolás Guillen ha tenido ahora funerales marxistas (o marciales), llevando en hombros cuatro soldados de luto el cadáver del poeta que escribió:
No sé por qué piensas tú,
soldado que te odio yo.
Sus despojos fueron expuestos en el Panteón de los Héroes y Mártires de la Patria, como caben a las honras fúnebres al Poeta Nacional. Además se declararon dos días de luto oficial. Pero estoy seguro de que el día que Fidel Castro lo llamó vago y haragán (en público) todavía escuece su memoria. Nicolás Guillen era lo que Faulkner llamó en Intruso en el polvo, a propósito de su protagonista Lucas Beauchamp, “un negro orgulloso”. Aunque Nicolás me enmendará la plana desde el más allá y dirá con su voz grave: “Orgulloso sí pero no negro. Todavía soy mulato”.
Julio de 1989
Tomado de Mea Cuba. Se ha respetado la ortografía del original.