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Bayamo, la inmortal

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Bayamo, la inmortal

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Al acercarnos a esta histórica ciudad, observamos que la naturaleza parece entristecerse, que las palmas, alegres y erguidas siempre, se inclinan arrepentidas de vivir y que el follaje, copioso y húmedo, no se estremece al sentir el baño matinal de la fresca brisa. Me figuro que es un campo nostálgico, abrumado por la necesidad de contemplar, día a día, las ruinas de un gran pueblo convertido en escombros, sin más consuelo que besar el cristalino río que le atraviesa con la gentil flexibilidad de una serpentina color de rosa. El aire trae el aliento de pueblos más ricos y se pierde en el follaje triste, en las ruinas del martirio y en la corriente del río sutil que avanza sin cesar, y tal podría decirse que a ratos, cuando el follaje habla y las ruinas se lamentan y murmura el río color de rosa, van sus ecos en los alientos de tempestad que cruzan y se estrellan en la colina distante que sirve de familia amable al pico de Turquino.

Nos acercamos y vamos descubriendo algo de la vieja ciudad. Una torre de iglesia antigua remendada con tosca madera se levanta allá lejos y corren a sus pies, como hormigas blancas, las pocas casas y los muchos escombros de Bayamo. Al seguir las vueltas y revueltas del camino, semeja que giramos alrededor del vetusto campanario y las palmas, distantes ya, y el follaje, herido por los rayos del sol, y el agua del río, tomando colores de blanco metal, cambian el aspecto, borran la primera impresión, la vida se expresa con menos tersura y percíbense rumores que confundo en la vorágine de leyendas que envuelve al pueblo-altar de nuestras tradiciones revolucionarias. El campanario se ve más claro; se distinguen más francamente los tapices de negros cascotes que adornan las afueras de Bayamo y se nota con sorpresa que el río se traga sus cimientos y que el follaje, copioso y húmedo, se interna desprevenido y escéptico en las calles torcidas de corte aragonés. Luchan corazón y cerebro: realidad y memoria disputan: triunfa la tradición y cuando penetramos poco a poco en las torcidas calles, volvemos la vista sobre la ancha sabana y el follaje se estremece al sentir el beso matinal de la fresca brisa, y sonríe la serpentina rosa de agua de cristal y se aparta hasta confundirse con espesa nube la colina que levanta en la imaginación una muralla entre la vida mundana del presente y la vida patriarcal del pasado. Corazón y cerebro llegan a buen acuerdo; realidad y memoria estréchense las manos, nos descubrimos para atravesar la ciudad como un templo en ruinas y se me figura que apartamos los escombros como un héroe de Bulwer-Litton que busca el corazón de su amada bajo las ardientes cenizas de Pompeya.

Sucede a la admiración la ira, al respeto la pena y hay un momento indescriptible en que la mente delira y nuestras plantas se fijan temblorosas sobre el porvenir de la patria demolido en visión pasajera y dolorosa. Agólpanse al pensamiento las grandezas de esas paredes deshechas, las grandezas de esos edificios azotados por el tiempo y por la incuria, y las ruinas nos hablan con lenguaje claro y del fondo de tanta miseria salen voces puras que reprochan con amor a los nietos de aquellos a quienes bendice. Si la obra del sacrificio fue sublime, sublime es su miseria y sublime es aquel despojo de pasadas riquezas: inmolado cuanto era encanto y elemento de sanos patriarcas —historia viva— espera Bayamo el altar en que le conviertan futuras generaciones, mientras el río se traga sus cimientos y el follaje copioso y húmedo se interna desprevenido y escéptico.


Cuatro días en Bayamo apenas dan tiempo para conocerle. Cada casa es una leyenda, cada piedra es acta de un heroísmo, cada árbol testigo de un martirio. Quemados, están aún. los edificios que sacrificó la tea redentora de Donato Mármol y Carlos Manuel de Céspedes; esperan, sin duda, con resignación ejemplar, los pabellones carbonizados, el día glorioso del triunfo verdad, para volver a ser lo que eran antes, para sonreír de nuevo a las alegrías de la vida urbana, para recobrar las palpitaciones de progreso que perdieran en la ansiedad de la opresión.

Bayamo fue una ciudad grande, hecha para grandes señores; educáronse sus habitantes en el deleite de la riqueza bien adquirida y no hubieran cambiado sus venturas por las que les ofreciera la Biblia en el Paraíso terrenal. Todo eso parece arrancado del semblante de sus actuales hijos: de la fisonomía del pueblo aquel, éste conserva pocas líneas. La familia genuinamente bayamesa, desapareció bajo los escombros y sólo queda alguna que otra sombra que tiende a borrarse. Se vive aquí en el aislamiento absoluto. Sin ferrocarriles, sin sistema alguno de diligencias, podría decirse que es un pequeño mundo agonizante en la soledad majestuosa de su orgullo. El carácter se ha mixtificado también, y la robustez háse perdido con el hogar legendario. No hay en eso diferencia que señalar entre bayameses, camagüeyanos y villareños. El tipo cubano extendido se ha equilibrado, minando una generación de hombres fornidos. Como llamas inextinguibles, consérvanse sólo las supersticiones y conságranse ellas en la Cruz Verde, carcomida, fea, idiota, guardada en un cuartucho secular, como el símbolo de un siglo muerto bajo un sudario de trapo.

A un lado y a otro tendemos la vista: ¿y cómo ha de arribar a esta tierra de honor la civilización en toda su fuerza, el adelanto de todo lo que constituye la existencia moderna si no llega aquí el murmullo de la vida? Siento a ratos la sensación de hallarme en un barco sin guía que boga a su capricho en alta mar. No habría pueblo en el mundo con quien compararle, ni historia hay que semeje la de este suelo. Ha sido la patria de los mártires y de los poetas. Céspedes —el verbo de la revolución de Yara— sintió aquí, en donde era tal vez más holgada la esclavitud, la necesidad de romper con la metrópoli, y este pueblo pequeño que tuvo su época semifeudal, estremeció al mundo con la más sangrienta de las historias. Los patriotas se hicieron, en Cuba, iluminados por el reflejo del incendio que en Bayamo prendían los mismos bayameses para no entregarse al enemigo en la más épica de las concepciones humanas, y los bayameses se alejaron, corrieron a la batalla que en otros lugares del país se preparaba y aún nos parece que llegamos al día siguiente de la heroica escena.

Saco nació en una casa de Bayamo: por devoción al gran cerebro que honra a Cuba intelectual, la visitamos. Sólo queda un montón de ladrillos que sostiene la reja de una ventana de gruesos barrotes. Nadie ha osado reedificar aquella casucha que ignora lo que de su recinto salió para coronarla de gloria. No vaga entre sus ruinas, como al poeta pudiérasele ocurrir, el espíritu de Saco, en la más noble de las consecuencias. Bayamo debió ser la patria de la trova guajira, de la décima patriótica, de la cadencia del corazón cubano. Y no ha cambiado jamás su trova, su décima, su cadencia, por expresiones de sentimientos importados que traen, al pueblo, las corrientes de espíritus más sabios.

Los muros del convento, desmoronándose lentamente, acostumbran a los hombres a la idea de perderlo todo bajo la acción del tiempo, pero, cuando se entra al cementerio, pobre y triste, melancólico y sombrío, y no hallamos la tumba de sus nobles patricios, nos asalta la idea de que también le abandonan, por imposición del destino, los laureles que conquistárale su fecunda tierra.

Impera la nostalgia. La nostalgia también invade mi espíritu. Me abruma la necesidad de contemplar estas ruinas secas, como si las endurecieran, al secarse sobre ellas, las lágrimas de sus mujeres, y vuelvo a la visión de las palmas que se inclinan abatidas y del follaje, copioso y húmedo, que no se estremece al sentir el baño matinal de la fresca brisa…

Bayamo, Abril 27, 1902.


Tomado de El Fígaro, Año XVIII, La Habana, Mayo 20 de 1902, Núm. 18, 19 y 20, p.229.

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