El extraño puede escribir estos nombres sin temblar, o el pedante, o el ambicioso: el buen cubano, no. De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud. El uno es como el volcán, que viene, tremendo e imperfecto, de las entrañas de la tierra; y el otro es como el espacio azul que lo corona. De Céspedes el arrebato, y de Agramonte la purificación. El uno desafía con autoridad como de rey; y con fuerza como de la luz, el otro vence. Vendrá la historia, con sus pasiones y justicias; y cuando los haya mordido y recortado a su sabor, aún quedará en el arranque del uno y en la dignidad del otro, asunto para la epopeya. Las palabras pomposas son innecesarias para hablar de los hombres sublimes. Otros hagan, y en otra ocasión, la cuenta de los yerros, que nunca será tanta como la de las grandezas. Hoy es fiesta, y lo que queremos es volverlos a ver al uno en pie, audaz y magnífico, dictando de un ademán, al disiparse la noche, la creación de un pueblo libre, y al otro tendido en sus últimas ropas, cruzado del látigo el rostro angélico, vencedor aun en la muerte. ¡Aún se puede vivir, puesto que vivieron a nuestros ojos hombres tales!
Es preciso haberse echado alguna vez un pueblo a los hombros, para saber cuál fue la fortaleza del que, sin más armas que un bastón de carey con puño de oro, decidió, cara a cara de una nación implacable quitarle para la libertad su posesión más infeliz, como quien quita a una tigre su último cachorro. ¡Tal majestad debe inundar el alma entonces, que bien puede ser que el hombre ciegue con ella! ¿Quién no conoce nuestros días de cuna? Nuestra espalda era llagas, y nuestro rostro recreo favorito de la mano del tirano. Ya no había paciencia para más tributo, ni mejillas para más bofetones. Hervía la Isla. Vacilaba la Habana. Las Villas volvían los ojos a Occidente. Piafaba Santiago indeciso. “¡Lacayos, lacayos!” escribe al Camagüey Ignacio Agramonte desconsolado. Pero en Bayamo rebosaba la ira. La logia bayamesa juntaba en su círculo secreto, reconocido como autoridad por Manzanillo y Holguín, y Jiguaní y las Tunas, a los abogados y propietarios de la comarca, a Maceos y Figueredos, a Milaneses y Céspedes, a Palmas y Estradas, a Aguilera, presidente por su caudal y su bondad, y a un moreno albañil, al noble García. En la piedra en bruto trabajan a la vez las dos manos, la blanca y la negra: ¡seque Dios la primera mano que se levante contra la otra! No cabía duda, no; era preciso alzarse en guerra. Y no se sabía cómo, ni con qué ayuda, ni cuándo se decidiría la Habana, de donde volvió descorazonado Pedro Figueredo cuando por Manzanillo, en cuyos consejos dominaba Céspedes, lo buscan por guía los que le ven centellear los ojos. ¡La tierra se alza en montañas, y en estos hombres los pueblos! Tal vez Bayamo desea más tiempo; aún no se decide la junta de la logia; ¡acaso esperen a decidirse cuando tengan al cuello al enemigo vigilante! ¿Que un alzamiento es como un encaje, que se borda a la luz hasta que no queda una hebra suelta? ¡Si no los arrastramos, jamás se determinarán! Y tras unos instantes de silencio, en que los héroes bajaron la cabeza para ocultar sus lágrimas solemnes, aquel pleitista, aquel amo de hombres, aquel negociante revoltoso, se levantó como por increíble claridad transfigurado. Y no fue más grande cuando proclamó a su patria libre, sino cuando reunió a sus siervos, y los llamó a sus brazos como hermanos.
La voz cunde: acuden con sus siervos libres y con sus amigos los conspiradores, que, admirados por su atrevimiento, aclaman jefe a Céspedes en el potrero de Mabay; caen bajo Mármol Jiguaní y Holguín; con Céspedes a la cabeza adelanta Marcano sobre Bayamo; las armas son machetes de buen filo, rifles de cazoleta, y pistolones comidos de herrumbre, atados al cabo por tiras de majagua. Ya ciñen a Bayamo, donde vacila el Gobernador, que los cree levantados en apoyo de su amigo Prim. Y era el diecinueve por la mañana, en todo el brillo del sol, cuando la cabalgata libertadora pasa en orden el río que pareció más ancho. ¡No es batalla, sino fiesta! Los más pacíficos salen a unírseles, y sus esclavos con ellos; viene a su encuentro la caballería española, y de un machetazo desbarban al jefe; llévanselo en brazos al refugio del cuartel sus soldados despavoridos. Con piedras cubiertas de algodón encendido prenden los cubanos el techo del cuartel empapado en petróleo, a falta de bombas. La guarnición se rinde, y con la espada a la cintura pasa por las calles entre las filas del vencedor respetuoso. Céspedes ha organizado el Ayuntamiento, se ha titulado Capitán General, ha decidido con su empeño que el préstamo inevitable sea voluntario y no forzoso, ha arreglado en cuatro negociados la administración, escribe a los pueblos que acaba de nacer la República de Cuba, escoge para miembros del Municipio a varios españoles. Pone en paz a los celoosos; con los indiferentes es magnánimo; confirma su mando por la serenidad con que lo ejerce. Es humano y conciliador. Es firme y suave.
Cree que su pueblo va en él, y como ha sido el primero en obrar, se ve como con derechos propios y personales, como con derechos de padre, sobre su obra. Asistió en lo interior de su mente al misterio divino del nacimiento de un pueblo en la voluntad de un hombre, y no se ve como mortal, capaz de yerros y obediencia, sino como monarca de la libertad, que ha entrado vivo en el cielo de los redentores. No le parece que tengan derecho a aconsejarle los que no tuvieron decisión para precederle. Se mira como sagrado, y no duda de que deba imperar su juicio. Tal vez no atiende a que él es como el árbol más alto del monte, pero que sin el monte no puede erguirse el árbol. Jamás se le vuelve a ver como en aquellos días de autoridad plena; porque los hombres de fuerza original sólo la enseñan íntegra cuando la pueden ejercer sin trabas. Cuando el monte se le echa encima; cuando comienza a ver que la revolución es algo más que el alzamiento de las ideas patriarcales; cuando la juventud apostólica le sale con las tablas de la ley al paso; cuando inclina la cabeza, con penas de martirio, ante los inesperados colaboradores, es acaso tan grande, dado el concepto que tenía de sí, como cuando decide, en la soledad épica, guiar a su pueblo informe a la libertad por métodos rudimentarios, como cuando en el júbilo del triunfo no venga la sangre cubana vertida por España en la cabeza de los españoles, sino que los sienta a su lado en el gobierno, con el genio del hombre de Estado. Luego se obscurece: se considera como desposeído de lo que le pareció suyo por fuerza de conquista; se reserva arrogante la energía que no le dejan ejercer sin más ley que la de su fe ciega en la unión impuesta por obra sobrenatural entre su persona y la República; pero jamás, en su choza de guano, deja de ser el hombre majestuoso que siente e impone la dignidad de la patria. Baja de la presidencia cuando se lo manda el país, y muere disparando sus últimas balas contra el enemigo, con la mano que acaba de escribir sobre una mesa rústica versos de tema sublime.
¡Mañana, mañana sabremos si por sus vías bruscas y originales hubiéramos llegado a la libertad antes que por las de sus émulos; si los medios que sugirió el patriotismo por el miedo de un César, no han sido los que pusieron a la patria, creada por el héroe, a la merced de los generales de Alejandro; si no fue Céspedes, de sueños heroicos y trágicas lecturas, el hombre a la vez refinado y primario, imitador y creador, personal y nacional, augusto por la benignidad y el acontecimiento, en quien chocaron, como en una peña, despedazándola en su primer combate, las fuerzas rudas de un país nuevo, y las aspiraciones que encienden en la sagrada juventud el conocimiento del mundo libre y la pasión de la República! En tanto, ¡sé bendito, hombre de mármol!
¿Y aquél del Camagüey, aquel diamante con alma de beso? Ama a su Amalia locamente; pero no la invita a levantar casa sino cuando vuelve de sus triunfos de estudiante en la Habana, convencido de que tienen todavía mejilla aquellos señores para años: “no valen para nada ¡para nada!” Y a los pocos días de llegar al Camagüey, la Audiencia lo visita, pasmada de tanta autoridad y moderación en abogado tan joven; y por las calles dicen: “¡ése!”; y se siente la presencia de una majestad, pero ¡no él, no él! que hasta que su mujer no le cosió con sus manos la guajira azul para irse a la guerra, no creyó que habían comenzado sus bodas.
Por su modestia parecía orgulloso: la frente, en que el cabello negro encajaba como en un casco, era de seda, blanca y tersa, como para que la besase la gloria: oía más que hablaba, aunque tenía la única elocuencia estimable, que es la que arranca de la limpieza del corazón; se sonrojaba cuando le ponderaban su mérito; se le humedecían los ojos cuando pensaba en el heroísmo, o cuando sabia de una desventura, o cuando el amor le besaba la mano: “¡le tengo miedo a tanta felicidad!” Leía despacio obras serias. Era un ángel para defender, y un niño para aca riciar. De cuerpo era delgado, y más fino que recio, aunque de mucha esbeltez. Pero vino la guerra, domó de la primera embestida la soberbia natural, y se le vio por la fuerza del cuerpo, la exaltación de la virtud. Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros; y al recordarlo, suelen sus amigos hablar de él con unción, como se habla en las noches claras, y como si llevasen descubierta la cabeza.
¡Acaso no hay otro hombre que en grado semejante haya sometido en horas de tumulto su autoridad natural a la de la patria! ¡Acaso no haya romance más bello que el de aquel guerrero, que volvía de sus glorias a descansar, en la casa de palmas, junto a su novia y su hijo! “¡Jamás, Amalia, jamás seré militar cuando acabe la guerra! Hoy es grandeza, y mañana será crimen. ¡Yo te lo juro por él, que ha nacido libre! Mira, Amalia: aquí colgaré mi rifle, y allí, en aquel rincón donde le di el primer beso a mi hijo, colgaré mi sable”. Y se inclinaba el héroe, sin más tocador que los ojos de su esposa, a que con las tijeras de coserle las dos mudas de dril en que lucía tan pulcro y hermoso, le cortase, para estar de gala en el santo de su hijo, los cabellos largos.
¿Y aquél era el que a paso de gloria mandaba el ejercicio de su gente, virgen y gigantesco como el monte donde escondía la casa de palmas de su compañera, donde escondía “El Idilio”? ¿Aquél el que arengaba a sus tropas con voz desconocida, e inflamaba su patriotismo con arranques y gestos soberanos? ¿Aquél el que tenía por entretenimiento saltar tan alto con su alazán Mambí la cerca, que se le veía perder el cuerpo en la copa de los árboles? ¿Aquél el que jamás permite que en la pelea se le adelante nadie, y cuando le viene en un encuentro el Tigre al frente, el Tigre jamás vencido brazo a brazo, pica hondo al Mambí para que no se lo sujeten, y con la espada de Mayor, y la que le relampaguea en los ojos, tiene el machete del Tigre a raya? ¿Aquél que cuando le profana el español su casa nupcial, se va solo, sin más ejército que Elpidio Mola, a rondar, mano al cinto, el campamento en que le tienen cautivos sus amores? ¿Aquél que cuando mil españoles le llevan preso al amigo, da sobre ellos con treinta caballos, se les mete por entre las ancas, y saca al amigo libre? ¿Aquél que, sin más ciencia militar que el genio, organiza la caballería, rehace el Camagüey deshecho, mantiene en los bosques talleres de guerra, combina y dirige ataques victoriosos, y se vale de su renombre para servir con él al prestigio de la ley, cuando era el único que, acaso con beneplácito popular, pudo siempre desafiarla?
¡Aquél era; el amigo de su mulato Ramón Agüero; el que enseñó a leer a su mulato con la punta del cuchillo en las hojas de los árboles, el que despedía en sigilo decoroso sus palabras austeras, y parecía que curaba como médico cuando censuraba como general; el que cuando no podía repartir, por ser pocos, los buniatos o la miel, hacía cubalibre con la miel para que alcanzase a sus oficiales, o le daba los buniatos a su caballo, antes que comérselos él solo; el que ni en sí ni en los demás humilló nunca al hombre! Pero jamás fue tan grande, ni aun cuando profanaron su cadáver sus enemigos, como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso en pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras: “¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República!”
¡Esos son, Cuba, tus verdaderos hijos!
El Avisador Cubano, Nueva York, 10 de octubre de 1888