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Entrevista de los generales Máximo Gómez y Martínez Campos en 1878

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Entrevista de los generales Máximo Gómez y Martínez Campos en 1878

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Singular veneración nos ha inspirado siempre el mayor general Máximo Gómez, jefe ilustre de nuestras dos guerras de la independencia. Él es la tradición viva de los episodios más trascendentales de aquellas épicas campañas: el símbolo intangible de la redención de la Patria. Por ese motivo hemos buscado la ocasión de acercarnos a él y de cultivar su amistad. 

Durante los meses de septiembre y octubre del año 1900 fuimos varias veces a visitarle en la hermosa casa de don Antonio de Quesada, que habita con su interesante familia en el pintoresco pueblo de Calabazar. 

Mucho habíamos oído hablar del carácter de general y de sus genialidades durante las pasadas luchas y si es cierto que tiene el rudo aspecto de un soldado, también lo es que su trato es amenísimo y su conversación seductora. Nosotros nos pasaríamos horas enteras a su lado oyéndolo relatar con aquella sencilla y encantadora palabra hechos de los tiempos heroicos de nuestras épicas luchas por la independencia de la Patria, en los cuales su modestia incomparable sólo sabe enaltecer el valor de sus compañeros de armas, y hacer aparecer su grandiosa figura en segundo término, en la sombra. 

En una de aquellas visitas al Calabazar, que no olvidaremos nunca, le pedimos que nos refiriera su entrevista con el general Martínez Campos, después de hecho el convenio del Zanjón.

Díjonos, si nuestra memoria no nos es infiel, que durante los preliminares de ese famoso pacto, el Pacificador le había enviado ya varios mandaditos, pero él no quiso acatarlos, hasta que una vez celebrado el convenio del Zanjón, le escribió a Martínez Campos solicitando de él una entrevista, para la cual le rogaba que designara día y hora.

Este texto, tal como fue publicado en la edición especial de El Fígaro, correspondiente al 20 de mayo de 1902.

Habiéndole dicho general fijado el día y señalado el lugar, la entrevista se llevó a cabo en el Camagüey, en el punto denominado Vista Hermosa, a principios de 1878. A ella acudió el general Máximo Gómez en compañía del brigadier Rafael Rodríguez, del teniente coronel Salvador Rosado, del comandante Enrique Collazo, del capitán Enrique Canals y de los hijos del señor Prado, presidente del Perú, quienes habían venido recomendados a nuestro insigne general para hacer la campaña a su lado. Llegaron todos montados en sendos caballos al campamento español donde el general en jefe y su Estado mayor, con vistosos uniformes, recibieron con demostraciones de halago y de contento a aquellos veteranos de la guerra de los diez años, que iban vestidos a la ligera y con ropas hechas jirones. El contraste no podía menos de resaltar entre aquellos patriotas y la cohorte de Martínez Campos. Después de los correspondientes saludos, tomó la palabra el general Gómez, y le hizo presente a Martínez Campos que el objeto de su visita era pedirle que le facilitara un buque, con el fin de ausentarse inmediatamente de la Isla, para lo cual lo autorizaba una de las cláusulas ya aprobadas del convenio del Zanjón.

Al oír esto Martínez Campos, le contestó que no pensara en salir de Cuba, porque él era uno de los que debían quedarse aquí para auxiliar al gobierno español en la magna obra de la reconstrucción del país, empobrecido y asolado por una dilatada y desastrosa guerra de diez años: que le pidiera lo que quisiera, pues todo, a excepción de la mitra, estaba facultado para concederle. Nuestro general le contestó que de ninguna manera podía permanecer un momento más en esta tierra; que él le había hecho la guerra al gobierno de España, y que viendo perdido el triunfo de su ideal, que era el de la independencia de Cuba, estaba resuelto a abandonar de todas maneras este país. El general Martínez Campos siguió insistiendo, agregándole que todavía le quedaban en caja quinientos mil pesos oro para ofrecerle cuánto quisiera, como gobernante y como particular. El general Máximo Gómez, lleno de altivez y poseído de noble indignación, se puso de pie y le replicó: General Martínez Campos:

Acuérdese que usted, al frente de su ejército, y yo, al frente del mío, llevamos entorchados, y que si estoy obligado a respetarle es porque usted también lo está para conmigo. Nos debemos respetar mutuamente. Yo tengo muchas haciendas y España no tiene dinero para comprármelas: véalas usted, son estos andrajos con que me ve usted cubierto. Yo no he venido a pedir al general en jefe más que el exacto cumplimiento de una de las cláusulas del convenio del Zanjón, que me facilite los medios de salir de la Isla, y no puedo, bajo ningún concepto, ni como militar, ni como particular, admitirle ningún dinero. Como militar, porque mi honra me lo impide y como particular, porque el dinero no se recibe en préstamo más que de los amigos íntimos, y yo no tengo el honor de serlo de usted. Si yo se lo admitiera a usted en estas circunstancias, usted mismo me juzgaría mal, general, y lo que usted trata es de corromperme...

El Pacificador, conmovido ante semejante entereza de ánimo y tan acrisolada honradez, hubo de contestarle disculpándose y diciéndole que había interpretado mal sus palabras y que en nada había pretendido ofenderle. En estos momentos llamaron al general en jefe de lo interior de la tienda de campaña donde la entrevista se efectuaba y pidiéndole a Gómez que lo excusara por breves momentos, recomendó a Cassola que durante su ausencia lo atendiese.

Arsenio Martínez Campos

El brigadier Manuel Cassola había presenciado lo ocurrido, y noble y generoso, simpatizó con la actitud digna y viril de nuestro héroe. Allí, bajo aquellas lonas, no se encontraba ningún vencido; las sienes de aquel prócer de la titánica guerra estaban cubiertas por muchos laureles y aún no se habían marchitado los de las Guásimas, Naranjo, Palo Seco y cien más gloriosos combates. Su situación era respetable: se hallaba entristecido por las desdichadas causas que dieron origen a aquel pacto, pero su alma, templada para soportar las adversidades de la vida, le infundió esa firmeza ante el caudillo español, que llamó la atención del malogrado Cassola.

Durante la escena éste había permanecido sentado, inclinada hacia adelante la cabeza que apoyaba en ambas manos. Cuando Martínez Campos se ausentó y le recomendó que hiciera los honores a Máximo Gómez, abandonó su actitud reflexiva y levantándose, no pudo ocultar dos gruesas lágrimas que surcaban sus mejillas. Haciendo al aguerrido jefe, hasta pocos momentos antes su enemigo, los correspondientes signos masónicos, le estrechó afectuosamente la mano, y le colmó de atenciones mientras duró la ausencia del vencedor de Sagunto.

Una vez reanudada la conversación entre ambos caudillos, preguntóle el Pacificador por dónde quería embarcarse, y para dónde. Repuesto ya de la emoción que le causara la muda escena con Cassola, le contestó que deseaba embarcarse para Jamaica; por el Junco, próximo a Santa Cruz del Sur, porque sabía que allí acampaban Acosta y Albear y otros jefes españoles, y quería evitarse el disgusto de encontrarse con ellos. 

El general Gómez aprovechó la ocasión de hablarnos, en los más elevados conceptos, de los humanitarios sentimientos del general Arsenio Martínez Campos. Éste le brindó de lo que allí había, y llevándole al lugar donde se hallaba puesta una gran mesa con toda clase de bebidas, Gómez aceptó una copa de ron, pero viendo que todos los de la comitiva de Martínez Campos se habían puesto de pie alrededor de la mesa y temiendo que allí fuera a resonar dentro de poco el mágico grito de ¡viva España!, tomando rápidamente la copa, y dirigiéndose al general en jefe, le dijo: salud, general; y se tomó el ron sin esperar a que éste acercara la suya a los labios.

El heroico caudillo de nuestra épica lucha de los diez años se embarcó, el 3 de marzo de 1878, a bordo del cañonero Vigía, por el puerto o estero del Junco, haciendo escala en Manzanillo. Allí fue a verle su paisano el general Valera, al servicio del ejército español, con el objeto de insinuarle los deseos de Martínez Campos de que permaneciera en la Isla e influyera en la pacificación de Oriente, a lo que se negó el general Gómez en los términos más absolutos. Viendo que el cañonero no daba señales de salir de Manzanillo, mandó al comandante Enrique Collazo que hablara, por medio del telégrafo con el general en jefe y le preguntara, de su parte, si iba o no a continuar su viaje, o si estaba preso. Al fin se dio la orden de salida, y después de haber tenido que recalar por mal tiempo en las costas de Cuba, llegó al siguiente día a Jamaica, donde el general fue, injustamente, muy mal recibido por los emigrados cubanos allí residentes, quienes lo creyeron uno de los autores directos del malhadado pacto. Pero el general continuó su labor de trabajar desinteresadamente por Cuba y por sus hijos, obteniendo que el cónsul de España en aquella colonia inglesa, pidiese a su gobierno que enviase a Kingston un buque para llevarse, en las mejores condiciones posibles, las numerosas familias de Oriente y del Camagüey que se hallaban allí emigradas, lo que al fin consiguió.

Esta página admirable, digna de las Vidas paralelas de los varones ilustres, de Plutarco, es una de las más bellas de la vida gloriosísima del egregio general dominicano, cubano por sus sentimientos, cubano por sus ingentes servicios, cubano porque Cuba es la patria de su mujer y de sus hijos y porque a la causa de la independencia ha ofrendado la vida de uno de ellos, el inolvidable Panchito, aquel héroe griego, que por no querer abandonar los restos amados de su general, el inmortal Antonio Maceo, pereció a su lado. Porque es poco conocida y porque le enaltece, la arrancamos de nuestro libro de memorias y la damos al pueblo cubano en los días en que festeja la constitución de la Patria libre, que él nos ayudó a conquistar. 

Máximo Gómez Báez


Tomado de El Fígaro, Año XVIII, Núms. 18, 19 y 20, La Habana, Mayo 20 de 1902, p.216.

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