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Aparece una brillante estrella en nuestro cielo literario. Es una mujer camagüeyana. Sus felices disposiciones para un género literario tan difícil como el cuento, le abren hoy el camino del aplauso, para entrar muy pronto en el de la gloria.

El cuento de que es autora la joven y bella señora de Lafuente es una pieza literaria de gran interés dramático. A la exquisita corrección con que está escrito se une gran emoción y vida, completando su perfección la facilidad con que ha sabido narrar el episodio que concibió su rica imaginación. Tan bella producción la ha encontrado El Fígaro en la Revista de la Asociación Femenina de Camagüey, de cuyas páginas lo reproducimos a las nuestras, felicitando calurosamente a la señora de Lafuente por su bellísimo cuento.

El Fígaro


En las márgenes del Saramaguacán levántase un bohío cuya techumbre, provista por los guanales de la cercanía, sirve de solio a las virtudes de una familia cubana.

Cuatro hijos forman la prole de D. Pedro y Da. Caridad: dos mozos de tez curtida por el sol, leales y bonachones, que muy de madrugada dejan sus hamacas y junto a su padre rinden una enorme tarea, ya atendiendo la vaquería, ya en las labores de la estancia, ora acarreando leña y agua, ora conduciendo al pueblo los productos de la finca.

Sus hermanas, Gloria y Rosa, viven dedicadas a los numerosos quehaceres del hogar. En el perpetuo aislamiento en que moran, ellas ansían la llegada del San Juan y de las fiestas de la Caridad para ir al pueblo y entregarse a los inocentes placeres de esos días, únicas expansiones que les autoriza el carácter austero de D. Pedro.

La madre es toda “un alma de Dios”; su cuerpo desfigurado por extremada gordura, es de tardos movimientos, por lo que las amantes hijas le impiden toda tarea fuerte; mas ella, mujer hacendosa, no sabe permanecer inactiva, y emplea las horas quietas de la vida campesina haciendo labor de aguja, tejiendo sombreros de yarey para “el viejo y los muchachos”, raspando jícaras y güiros que las más de las veces regala a sus amigas del pueblo, o tostando y moliendo el café que tan frecuentemente satura con su aroma exquisito el ambiente del bohío.

D. Pedro es un hombre singular. De familia acomodada, no quiso seguir la carrera eclesiástica a que querían obligarle para aprovechar el legado de un tío ricachón. Huraño e indomable, abandonó el seminario, y la familia, en castigo, le dedicó a las tareas campestres. Su espíritu rebelde se identificaba con las arideces del campo. Se complacía en vencer obstáculos haciendo alardes de fuerza y destreza: domando un potro hoy; yendo después en busca de la vaca “resentina”, temida por todos, escondida entre los maniguales y trayéndola en triunfo hacia la casa con la nueva cría; enlazando en el corral con inimitable gallardía el más temible toro; cazando junto al río el puerco cimarrón o el venado montaraz; derribando a golpe de hacha la corpulenta ceiba con el solo objeto de desafiar las desgracias que la superstición campesina atribuye al que tal árbol la echa abajo; descubriendo en lo intrincado del peñascoso bosque la colmena de la tierra que traía ufano como galante ofrenda para las mujeres de la casa, previa la condición de que los varones, si querían saborear miel, fuesen como iba él, a disputársela a las abejas en los paredones de la sierra; echando pulsos sin permitir jamás una derrota; y hasta de vez en cuando componiendo muy sonoras décimas con que dar serenata a la reina de sus amores. Habituado a dominar siempre, a ser todo un hombre de pelo en pecho, su mujer y sus hijas le acatan sumisamente; pero como su alma recta se inclina al bien, y dentro de sus asperezas, se basan siempre sus prédicas en la moral más pura, se hace acreedor al mayor respeto por parte de cuantos le tratan. Gran contador de cuentos, en las noches solitarias del bohío, mientras juega a la malilla o echa un tute con su mujer o con algún huésped de los que tan frecuentemente pernoctan en la vivienda del campesino, narra episodios más o menos verídicos, poniendo de su cosecha algún terno para condimentar mejor aquel plato, producto de su facundia tropical. Él dice que sus canas le autorizan tal desahogo. Ahora bien: ¡que ante su familia no ose nadie acogerse a privilegio tan señalado!: que sin ambages le sería señalado al atrevido el camino de “la talanquera”, llevándose acaso algún verdugón en la mejilla.

Gloria, de inteligencia muy despierta, simpática en grado máximo, se lleva el afecto de cuantos la ven sólo una vez. Inquieta y vivaracha, deja oír los trinos de su voz, llena de armonías, mientras sus manos hábiles planchan con esmero la filipina que el domingo llevará su padre al juego de gallos. Con notable facilidad improvisa versos, timbre de orgullo de la familia, y toca en el acordeón los aires en boga y los danzones que en las alegres temporadas del San Juan aprende de oído. Si monta a caballo, es amazona gentil; en los baños del río sumerge su cuerpo moreno, todo pleno de gracia, y reaparece bulliciosa allá a lo lejos dejando escapar su franca risa de timbre argentino; a la hora del baile, luce su garbo y su gracia lo mismo en el cadencioso danzón que en el típico zapateo. Por la superioridad de su inteligencia es Gloria estrella de primera magnitud en aquella casa. Cuando D. Pedro, haciendo memoria de sus estudios de seminarista, da lecciones a sus hijos, exigiéndoles de golpe y porrazo un esfuerzo superior al desarrollo mental en que se hallan, sólo tienen fruto en la mente privilegiada de Gloria, y mientras sus hermanos permanecen analfabetos, ella lee y escribe con bastante corrección. D. Pedro no echa en saco roto estas observaciones, y es Gloria para él la hija favorita, su “secretaria”, como la llama con orgullo. En los problemas del hogar, la opinión de Gloria es decisiva. A su capricho, no exento de buen gusto, se confeccionan los trajes de sus fiestas pueblerinas; ella, quien elige telas y modelos; ella, quien hace semanalmente la lista de víveres y de menesteres que es preciso traer del pueblo; ella, quien en casos de enfermedad, aplica sinapismos y tisanas; ella, quien dispone la comida que ha de guisarse; ella, quien ofrece al visitante la taza de aromático café; ella, quien obsequia a los vecinos con la porción mejor de la res sacrificada o con las más hermosas viandas cosechadas en la estancia; ella, quien cuida las macetas de claveles, sin olvidar el sábado recoger los más lozanos para depositarlos en el altarcito presidido por la Virgen de la Caridad; ella, quien solícita, hace mudar la ropa, empapada de sudor, al padre y los hermanos; también ella, quien logra mayor ascendiente sobre el carácter severo y brusco de D. Pedro; y cuando sus hermanos necesitan del permiso paterno para tal o cual cosa, siempre es Gloria la que con visos de diplomática, lleva la embajada, y sabe buscar y preparar la ocasión propicia con tacto y sagacidad notables. Es ella también quien con mimos y dulzura logra calmar el malhumor de D. Pedro y conseguir que otorgue el perdón por cualquier castigo impuesto a los mozos.

Un ambiente de paz y de mansedumbre se respira en este hogar. Todos se aman entrañablemente, y los años pasan con una dulce monotonía para aquellas almas sencillas y buenas.

La vida metódica y ordenada de la familia obtiene su legítima compensación. Aumentan los bienes, y con ello, la comodidad y el desahogo; y para ampliar los negocios, sin más documento que la palabra honrada de entrambos, viene como nuevo miembro de la familia, otro ser, leal y bueno, que responde al nombre de Armando.

D. Pedro que cuenta con haber adquirido un sojuzgado más a quien dar órdenes terminantes, acoge de muy mal grado la actuación independiente de Armando, cuyo espíritu libre le impele a trabajar con iniciativa propia, y máxime habiendo aportado para el fomento de los negocios, no sólo una apreciable cantidad, sino también el invaluable caudal de su actividad prodigiosa y de su gran experiencia en asuntos agrícolas.

Ave sin nido a quien la vida desde edad temprana obligó a volar libre en el vasto universo, no reconoce ligaduras ni trabas para sus rectas acciones, y en los prejuicios de D. Pedro no ve más que “caprichos de viejo” a los que no pone atención. Cariñoso en grado sumo, sediento del amor maternal que la muerte le arrebató en edad muy tierna, nunca supo de los mimos y ternezas a que tan inclinado es el espíritu del niño; y al ser acogido en aquel hogar con hospitalidad tan generosa; al verse objeto de halagos y atenciones que nunca conociera; al notar con cuanto interés las muchachas se ocupan en lavar y coser su ropa, y en tanto detalle de la vida íntima de aquella casa donde todo es orden, sencillez y dulcedumbre, pudo aquilatar cuán grande fue su orfandad de otros días y cuánta ternura le había vedado hasta entonces el destino. Con el impulso de su contento, duplica sus energías: él solo quiere atenderlo todo, multiplicándose a tal extremo que a veces cuando D. Pedro ordena que se haga tal o cual cosa, Armando se complace en demostrar que se ha anticipado a la disposición. D. Pedro, en su indómita soberbia, en vez de comprender el verdadero móvil de aquella actividad prodigiosa tan conveniente a sus intereses, en ese no darse cuenta, propio de los viejos, que les impide comprender cuándo ha llegado el momento de ceder el puesto en los negocios al sustituto, para vivir la última época de la existencia disfrutando del producto del trabajo, hecho en la época del vigor, sólo ve el destronamiento de su poder absoluto, y en su eterno afán de mando, no puede aceptar que uno “que no peina canas como él”, le dé ejemplos de celo, y queda entablada la discordia. Cualquiera futileza es pretexto para los denuestos de D. Pedro. Armando soporta los reproches de que se le hace víctima, viendo compensados con creces sus disgustos con las atenciones que la buena de Da. Caridad y sus hijas le hacen objeto.

Los mozos tienen en Armando un amigo franco que en los sesteos de las tumbas de monte y de las labores de la estancia les cuenta sus andanzas por la vida, causando estupefacción con sus relatos en sus almas cándidas no iniciadas en ninguna clase de aventuras.

Cierto día regresa del pueblo uno de los jóvenes visiblemente disgustado, y todos inquieren solícitos el motivo; pero al no lograr que el mozalbete rompa su mutismo, D. Pedro le apostrofa acremente y le llama ignorante y bruto. El joven, cuyo labio sombreado por el naciente bigote, y su voz enronquecida denotan que ya no es un niño, se yergue soberbio, y con el rostro rojo de ira, contesta: ¡Sí, por eso, por ser bruto e ignorante he sentido hoy gran vergüenza de vivir! ¿Queréis saberlo? Pues sea: En la tienda del pueblo se han burlado de mí y delante de unas mujeres, ¡por el delito de no saber leer ni escribir! Y yo de eso no soy culpable: Si mi padre no nos tuviera rompiéndonos el alma entre los maniguales y no fuéramos una familia de infelices montunos, yo no sería ignorante ni bruto. ¡Bien sabe Dios cuántas veces he pensado que el monte… para los animales!

D. Pedro, atónito ante la actitud desconocida de su hijo, se deja llevar de la cólera y se abalanza para castigar lo que él estima insolencia del mozo; pero Armando, testigo de la escena, impide el castigo agarrando fuertemente la diestra del anciano, aquella diestra que nunca supo más que vencer.

Viendo D. Pedro limitada su autoridad, y precisamente con la intervención y por la fuerza del hombre joven a quien ya él considera como un intruso en sus dominios, descarga sobre éste todos sus insultos, ante la familia, muda de terror. Armando, galantemente, cede a los gestos suplicantes de Da. Caridad y sus hijas que imploran su silencio, y refrenando con voluntad el instinto de repulsa que siente todo hombre ante lo injusto, sabe triunfar de sí mismo y puede oír impasible hasta el epíteto de ¡cobarde! que le lanza D. Pedro en pleno rostro quemándole con su aliento. ¡Cobarde él, que ese mismo día, para traer a Gloria un ramo de los claveles rojos que tanto ama, levantándolo por sobre las aguas, cruzó nadando, a impulsos de un solo brazo, el Saramaguacán desbordado!

Pasó el incidente, pero D. Pedro, tenaz en su rencor, no le dirige más la palabra ni el cotidiano saludo. Es la hora de la ruptura. Armando tiene que abandonar aquella casa, único albergue que en la vida le ha brindado dulzuras de hogar; mas al decidirse a partir, se dibuja en su mente la imagen simpática de Gloria, y el dolor agudísimo que le produce la idea de separarse de ella, es para él grata confidencia que vierte en sus oídos el ángel de los castos amores: ¡la ama!

Desde los primeros días era fácil observar el afecto creciente de Armando hacia Gloria; pero ese hecho no parecía extraño porque nadie está exento de tributar cariño a un ser dotado de tanto “ángel”. Quizá fuese D. Pedro el único que presienta y recele que Armando pueda hacerse dueño de su joya más preciada, y acaso el afán de los padres de oponerse por egoísmo a los amores de las hijas, sea el origen de su manifiesta antipatía hacia el joven.

Al darse cuenta Armando del sentimiento que hacia Gloria ha florecido en su corazón resuelve confesárselo. Él no duda un momento de ser bien acogido; se casarán, vivirán los dos solos en una casita donde ellos serán los amos únicos; le dará sus ahorros y ella comprará todo lo necesario, como ambos son modestos, pocas cosas les bastarán. ¡Cuánta felicidad!

Y Armando procura la entrevista con Gloria. Le habla tiernamente, manifestándole cómo no podrá vivir otra vez errante y sin hogar después de haber conocido la vida sana y tranquila de aquella casa, añadiendo:

—No, Gloria, la vida del huérfano por quien nadie se interesa no he de vivirla más. Bastante tiempo mi alma anheló el bien que junto a ustedes alcancé y que estoy tan próximo a perder. Sin un ideal ¿para qué trabajar? Hoy acudo a ti. Sólo tú puedes decidir de mi suerte. Yo sé cuánto vales. Te quiero como no quise nunca, y sabré hacerte la mujer más feliz de la tierra; pero tenemos que casarnos inmediatamente; eres mayor de edad y puedes resolverlo.

—No pretenderé engañarte, Armando; también yo te quiero. Desde que vives en casa el mundo me parece mejor. Ya en las fiestas del pueblo no me divierto si faltas tú. Sé todo lo noble que eres; pero le temo al carácter de mi padre y me horroriza la idea de que se oponga a nuestro matrimonio, sobre todo ahora, así, tan de momento…

—Él no me quiere, Gloria, tú lo sabes; él no permitirá nunca nuestras bodas. No esperes su consentimiento, no lo dará nunca. Pongo a tus pies mi vida, y elige: tu padre o yo.

En aquel momento la silueta severa de D. Pedro se dibuja entre los árboles, y al verlo, Gloria tiembla como una tojosita prisionera. Sus ojos se llenan de lágrimas, estallando en su pecho el dolor más acerbo en aquel instante en que el sentimiento del más puro amor hacía eclosión en su alma virgen. No pudo gozar plenamente del placer nunca sentido: La presencia del padre, amo hasta de los sentimientos más íntimos, amarga aquellos instantes de supremos deleite a que tan acreedora la hace la santidad de la virtud. Los jóvenes se separan. D. Pedro no los ve o no quiere verlos.

A poco rato Armando afronta, respetuoso y decidido, una entrevista con D. Pedro. Con aplomo y serenidad le expone su resolución de irse de la finca por razones que no es preciso explicar, y convienen del modo más honrado y justo, pero en pocas y contundentes palabras lo pertinente a los negocios. Fija Armando para la mañana siguiente el momento de partir y se propone hablar de nuevo a Gloria. Al obscurecer, ambos se buscan, y en un apartado sitio del batey, en voz baja y trémula dialogan:

—¿Qué has pensado, Gloria, tu padre o yo?

—¡Calla, por Dios, espera, espera...!

—Imposible! Ahora he de saber yo si la vida vale la pena de vivirla. Al amanecer dejaré esta Casa que es para mí el mundo, porque en ella quedas tú. No podemos perder un minuto. Elige: tu padre o yo.

En el bohío, la luz mortecina de un farol ilumina de lleno el semblante envejecido del anciano, dando mayor relieve a su aspecto de patriarca con su cabeza y su larga barba encanecidas. Un golpe de tos agita el pecho de D. Pedro, y su figura, antes hercúlea y vigorosa, aparece encorvada como si el peso de los años y del trabajo lograra al fin derrotarlo. Gloria, habituada al sacrificio, a la abnegación —más sublime, al mayor respeto y obediencia más ciega, doblegó su cerviz ante el ara del martirio, y balbuceó:

—Contra la voluntad de mi padre... ¡jamás!

Todavía Armando añade:

—¿Es tu última palabra?

Y Gloria, con esfuerzo sobrehumano, exclama:

—¡Sí, Armando, sí!

Al amanecer, Armando sale al batey, camina taciturno, y al llegar junto a los claveles que Gloria ama tanto, los besa con unción, y de súbito, se marcha al galope de su caballo y seguido de su perro, los dos más fieles amigos de su vida de soledad; mientras Gloria que le acecha por las junturas de las yaguas que forran su pobre cuarto de campesina, le ve alejarse y perderse para siempre en un recodo del camino. De sus ojos negrísimos, brillantes por la fiebre del primer amor que abrasa su alma, cae un raudal del de lágrimas, y su pecho se deshace en sollozos.


Antes de un mes llega al bohío solitario, donde de ya no moran seres felices, donde flota un hálito de malestar y de tristeza, la desgarradora nueva: Alguien, atento a los quejumbrosos aullidos de un perro, ha descubierto el cadáver de Armando, velado lúgubremente por sus dos amigos: su fiel can y su noble caballo, no lejos de la finca, en la espesura del monte, junto a las márgenes del Saramaguacán, muy próximo a la costa. la soledad enorme del mar, tan inmensa como la soledad de aquella alma grande, fue mudo testigo de la tragedia; y en la corteza blanda del viejo almácigo que le tendió una rama para consumar la obsesionante idea, él grabó este poema angustioso:

“¡Gloria mía, serás mi gloria en el Cielo!”

Publicado en la Revista de la Asociación Femenina de Camagüey. Año V. Número 59, noviembre, 1925, pp.4 -7, y en El Fígaro. Revista Universal Ilustrada. Año XLII, Número 31, La Habana, diciembre 13 de 1925. Tomado de Dolores Salvador. Maestra de maestras. Compilación de Alma Flor Ada. Mariposa Transformative Education Services, San Rafael, CA, 2017, pp. 160-177.

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