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El último día de este mes cumplirá la mayor de mis dos hijitas cuatro años. Ello no es óbice para que haga más de uno que asiste con puntualidad al colegio.

Desde muy pequeñita va diariamente y con verdadero gusto a esas escuelas que debieran llamarse Jardines de la Infancia y que, quizás por pedantería, llamamos Kindergarten.

Yo quiero educar a mi hija en la moral indiscutible de la religión católica en que se formó mi carácter. Pero yo no quiero en manera alguna atormentarla antes de tiempo obligándola a aprender sin comprender ideas religiosas ni a recitar por obligación y quizá con antipatía oraciones y rezos para ella ininteligibles.

Las señoras que dirigen el colegio a que ella asiste son de religiosidad extrema.

Un día viene la niña de su escuela refiriendo que la obligaron a ponerse de rodillas. Ante la idea de que fuera objeto de viejos e inadecuados procedimientos pedagógicos, inquirí hasta dar con el motivo. No se trataba de castigo alguno. La pequeñuela repite la acción, se arrodilla, junta sus manitas y como un ángel de lámina romántica, balbucea con la gracia con que se hace todo a los tres años, unas palabras desacordes, trozo de oración.

─A mí no me molesta que la enseñen eso ─dice la madre.

─No; a mí tampoco. Es algo temprano todavía, pero, si no hay abuso, no está mal.

Ha pasado un mes o dos desde aquel día. La niña se viste para dar un paseo. Con cualquier motivo alguien ha pronunciado la palabra Dios.

Y la chiquita interrumpe con toda seriedad:

─Yo no quiero a Dios. Dios es malo.

La frase produce natural agravio entre los oyentes.

¿Qué proceso ha sido necesario para que germine aquel inocente sacrilegio?

¿Qué espíritu poco piadoso ha imbuido tales ideas en la pueril inteligencia?

Se piden explicaciones.

Y la niña razona.

En el colegio la han dicho que Dios castiga, la han hablado de dureza divina, la han hecho pensar en divinas crueldades, han dirigido su imaginación ya poderosa por caminos de repulsión, han pretendido entrar en disquisiciones teológicas con la niña de tres años.

Y han conseguido que la primera idea que de Dios se forme la pequeñuela sea de aversión, sea de antipatía.

¿Qué la habrán dicho y en qué forma lo habrán hecho?

La madre trata de sustituir la idea del Dios del terror por la idea del Dios paternal.

─¿Tú no quieres mucho a papá?

─Si le quiero mucho.

─Y él, sin embargo, te castiga algunas veces.

La niña queda anonadada ante el razonamiento. Calla y medita. Quizá piense que los castigos de los padres no la han asustado como la asustan los castigos de Dios con que la amenazaron; quizá piense que el padre ha sabido poner siempre de manifiesto la razón y con ella la justicia del castigo; quizá piense que del padre conoce caricias y premios que ella no ha visto de Dios.

La madre sigue ilustrándola.

─Cuando no queremos a los niños no nos importa que sean malos, no los castigamos. Cuando Dios o los padres castigan a los niños es porque los quieren, es para enseñarlos y obligarlos a que sean buenos, es para poderlos premiar después, cuando hagan lo que se les manda, es…

Yo observo el esfuerzo que ha de realizarse para desarraigar una idea con tanta firmeza grabada.

¡Pobres maestras, religiosas inconscientes! Habéis imbuido en la mente de un ángel la idea del Dios implacable. Vais sembrando la idea del Dios malo.

¡Bien necesitáis de su misericordia infinita!

Publicado en Boletín Oficial de la Cámara de Comercio, Industria y Agricultura de Camagüey. 12 de abril de 1916, p. 224. Tomado de Páginas rescatadas. Compilación: Alma Flor Ada. Mariposa Transformative Education Services, San Rafael, CA, 2017, pp.45-48.

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