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Los Borrero

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Los Borrero

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A mi paso por la capital de Cuba oí hablar mucho de una familia privilegiada por el talento y las facultades artísticas. El jefe de ella buscó trágica y voluntariamente, hace algunos años, el camino de la muerte. Fue un hombre sapiente y lleno de cultura, entre los mejores de su generación. El doctor Esteban Borrero y Echeverría —éste era su nombre— encarnaba un espíritu de excepción, cuya curiosidad y anhelo asimiladores encontraron campo igual tanto en las ciencias como en las letras. Aunque él protestase siempre no ser lo que se llama un hombre de letras, su erudición era copiosa y su estilo agradable. En el prefacio de un curioso trabajo sobre el Quijote escribía: “Ha de hacer constar primero (el autor) que por las aplicaciones constantes y disciplinadas de su mente, lo ha sido todo menos un hombre de letras; y quiere hacer entender después que ha gustado a su manera, sin someterse para ello a reglas ni a influencias de escuela alguna, de la belleza artística, que ha tenido siempre por belleza natural, ni más ni menos que la belleza de uno de los aspectos de la vida cósmica. Es para él también la capacidad poética una forma, mero matiz de la sensibilidad, de que no todos somos por igual capaces, pero que no es por eso menos constante en sus leyes; no es el arte un hecho fortuito, por anómala propensión normal sui generis determinada, sin raíz biológica ni social en la historia del hombre, sino un fenómeno constante, aunque de índole peculiar, que sigue y acompaña en sus varias manifestaciones a las sociedades humanas, evolucionando con ellas. Sucede, sí, que del mismo modo que todos los cuerpos no son el ámbar amarillo ni pueden electrizarse, no toda organización humana es apta para percibir y sentir esto, ni para dejarse impresionar por la belleza artística; mas no niega este hecho, harto real, la generalidad de la ley establecida. Tanto valdría negar la existencia de la astronomía y de las matemáticas todas porque la inmensa mayoría de las gentes no entiendan cómo puede calcularse el paralaje de una estrella o predecirse el eclipse de los astros. El daltonismo existe para ciertos ojos mal conformados anatómicamente, y no por ello falta quien facultativamente lo diagnostique; ni dejan de existir por ese accidente patológico la dióptrica y la calóptrica en física”. Mas en el hombre de ciencia que era el doctor Borrero soñaba un artista, el poeta. Julián del Casal nos lo demuestra en un bello artículo que le consagra y que está contenido en el libro Bustos y rimas.

Esteban Borrero

El trabajo a que me he referido sobre el Quijote consta de un estudio crítico y de una fantasía, imitación del mismo Quijote. En el primero se revela el estudioso de buen gusto, con mucha erudición y amor por la obra gloriosa. Da su juicio sobre Cervantes, hombre y artista, sobre el libro y su esencia poética, a propósito de lo cual expresa muy discretas opiniones sobre el teatro español. Luego estudia las influencias sociales del Quijote, y no deja este apasionado cervantófilo de ser justamente severo con los innumerables cervantistas que infestaron un tiempo las letras de la Península, aquellos que escribían pesadas monografías sobre Cervantes, médico; Cervantes, abogado; Cervantes, lo que gustéis. En toda su labor el autor aparece bien documentado y es uno de sus guías preferidos don Marcelino Menéndez y Pelayo.

El otro trabajo es lo que él llama “narración cervantesca”, “Don Quijote, poeta”, que pudiera llevar el agregado que el ecuatoriano Montalvo puso a su pastiche por el estilo: “ensayo de imitación de un libro inimitable”. El estilo de Cervantes está bien imitado por ambos escritores, aunque en el genial Montalvo haya mayor nerviosidad que en el cubano. Por otra parte, después del Quijote de Avellaneda y del Buscapié, muchos han sido los que han calcado la manera cervantina, esa hebra, de que habla un gran argentino, llena a veces de fatigantes enredos y de nudos.

Por lo demás, véanse desde el comienzo algunas muestras:

    Si te metes en dibu-
    dentro de la gran nove-
    sé discreto y pon los de-
    a compás de la letu-.
    No armarás poco baru-
    retocando a don Quijo-,
    que duerme quieto en su fo-.
    Mas ya que le resuci-,
    lava con agua bendi-
    esas manos pecado-.

O entrando, en la prosa, en lo que él llama “Capítulo XLI (bis) — que sigue, inocentemente apócrifo, al capítulo XLI, y que declara lo que en él se verá; y que es cosa que con un tantico de buena voluntad puede leerse por encima de las tapas del libro”.

Cuenta (donde no se dice) el escrupuloso y puntualísimo traductor del original de Cide Hamete que halló en dicho original un capítulo tan por fuera del molde de toda la historia vaciado, que se resistió a creerlo; ni más ni menos que el mismo Cide Hamete hizo con aquel en que se cuenta la aventura de la Cueva de Montesinos, y así, lo dejó de lado; y sin atreverse a hacer tampoco en la traducción mención alguna del, lo escondió y sepultó entre sus borradores más inútiles.

“Pero que andando el tiempo, y acosado de las importunidades de un su amigo, vecino suyo, y poeta por más señas, a quien en un momento de indiscreción lo había comunicado, y que le instaba con toda la fuerza de su gran sandez para que sin más escrupulosa tardanza lo tradujese y le diese la luz de la publicidad, vino al cabo de puro aburrido, en ello; y así salieron entonces a la calle, algo retrasadas, esas noticias...”

Después entra en la invención. “En la noche de aquel día, en la tarde del cual había de salir de casa de los Duques, camino de la Barataria, Sancho, sorprendióle a deshora Don Quijote, obligándole a dejar el sueño y la cama; y por muy misteriosa manera lo sacó de la casa al jardín y lo llevó de la mano al sitio del en donde, patas arriba, yacían los tres cuartos delanteros del alígero Clavileño, y allí, sin que el amodorrado escudero bosticase: «Ven y toca esta maravilla, Sancho —dijo—, y oye, porque te asombres más que ayer, lo que me ha pasado esta noche con esta encantada máquina que no agotó en aquel viaje, ni agotará en cien viajes más que al cielo haga su virtud.” ¡Tanta fue la que pusieron en sus entrañas los Magos que se las adeliñaron así! “Ves aquí, Sancho, hijo, si es no es malincónico, con el triste pensamiento de nuestra separación y de tu ausencia, pues ya sabes que te he cobrado apego y que en el fondo siento por ti cariño como de padre a hijo; desvelado, digo, por lo que fuera, vine y me senté, atraído de secreta querencia sobre esta pieza, y me quedé sobre ella al cabo de rato embelesado, sin que pueda decir por eso que durmiese. Y estando así entre dos aguas, la clara de la vigilia y la turbia del sueño, me sentí dulcemente arrebatado por el caballo, al cual le habían salido unas grandísimas y luminosas alas, con las cuales volaba muy serenamente por el espacio, describiendo círculos y círculos y ascendiendo siempre a región del cielo”. Tal es el comienzo.

Los Borrero.

Don Quijote, caballero en Clavileño. Convertido en Pegaso, pasa por la región del granizo: el caballo misterioso le lleva a su capricho, pues el hidalgo ha perdido la clavija directora. Llegan a una grandísima claridad. “Confuso estaba con ello, cuando sentí que dábamos Clavileño y yo pie en el piélago del aire, y oí resonar con eso el piso, que toqué al apearme; y era sólido como la superficie del planeta.” Se encontraba en un lugar de beatitud y de inimaginables delicias, “como si el ambiente que me rodease estuviese vivo”. Y se sintió “en aquella bienaventuranza santa caballero andante y poeta”. Cayó de rodillas y cuando salió de un singular deliquio vio ante él una lanza de ébano, hincada a pocos pasos en el suelo. “Y pendiente de la lanza con dos gruesos cordones de suavísima seda verde, una lira como la de los bardos, cuajada toda ella de deslumbrante pedrería y que sonaba sola, dulce y meliflua”, etc. Don Quijote, poeta, dice nobles y lindas cosas sobre la poesía, entre las cuales hay fragmentos que no desdecirían intercalados en la obra monumental del Manco ilustre. Las visiones se suceden, y en esta especie de viaje al Parnaso el Caballero ve y encuentra a más de un antiguo poeta famoso.

A las tiradas líricas de su amo el escudero, como es su hábito conocido, responde con su pensado sentido común. Hermosa es la narración de la acogida que las sombras gloriosas hacen a don Miguel de Cervantes y la partida de éste. “«Parecía, a lo que vi, tener gran prisa de volverse a su tierra y nación el Caballero; y aunque todos le instaban para que se detuviese, montó y se partió por los aires en el mesmo caballo y en la mesma grandiosa nube en quienes había venido montado y envuelto. «Bien está —dijo Sancho—. ¿Pero dónde estoy ahí yo, ni qué pito he tocado en esas cien orquestas...?» «Estabas, Sancho, y verás cómo; y fue que siguiendo a aquel hombre con la vista cuando se disparaba, al irse por los cielos, me pareció verte, y creo que te vi realmente tras él, montado en tu asno, envuelto en la nube misma, y en la claridad que como una atmósfera lo envolvía.» «¿Y qué, le habían salido alas al rucio, señor?» «¡Quién sabe, Sancho...! En la angustia yo de buscar a Rocinante para irme tras él, vuelvo, desconsolado de no hallarle, la vista al espacio, y ¡oh, colmo de prodigio!, me alcanzo a ver en mí mismo entre la nube, cubierta la cabeza con el yelmo de Mambrino, que relucía como un sol; embrazada la rodela y en la diestra la lanza, sueltas las riendas de Rocinante, en el cual me veía montado y que iba tras el Caballero, caracoleando orgulloso, hecho una ascua de oro, y haciendo corbetas como no lo he visto nunca, yo que le vi nacer, y le conocí, y crié desde potro, en mi dehesa».” Con esta apoteosis concluye el simulado capítulo del doctor Borrero.

Dulce María Borrero

Yo conozco dos ediciones de este trabajo, una incluida en Alrededor del Quijote y otra aparte, con muy curiosas ilustraciones de una hija del autor, Dulce María Borrero, cuyo brillante talento se demuestra en la interpretación de la fantasía de su padre. Después de ver estas litografías uno desearía que la señora Borrero se hubiese aplicado a la obra de Cervantes. Hay en ella tal comprensión, tal penetración de lo poético, de lo simbólico, de lo genial trascendente, que no se pueden olvidar sus láminas. No se parece a ninguno de los conocidos ilustradores del Quijote; hay en ella algo de primitivo, y me ha hecho pensar en las ilustraciones de Boticelli para La Divina Comedia.

Otra hija del doctor Borrero, Juana, fue una poetisa que dejó poca obra, pero casi toda exquisitamente femenina; fue novia de otro poeta, uno de los hermanos Urbach, Carlos Pío, que murió en la guerra de la Independencia. Juana Borrero le siguió pronto a la tumba.

He conocido a otra hermana aún, con talento para la pintura. En el dramático hogar del doctor Borrero brotaron flores de arte.


Tomado de Rubén Darío: Obras completas. Semblanzas. Madrid, Afrodisio Aguado S.A., 1950, T.II., pp.896-903.

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