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Cuba está de fiesta. Hermoso es su júbilo y sano y fortificante. Muchas lágrimas, cruentos martirios le cuesta la hora presente de exultación y esperanza. Mézclase por lo mismo, en el corazón de no pocos de sus hijos, un dejo de melancólica gravedad a estas espontáneas efusiones; como alternan con los arreboles de la mañana esos últimos girones de nubes cargadas de lluvia, que se desgajan por el ancho cielo al salir el sol resplandeciente tras noche de borrasca.

La severa experiencia de la vida hace oír así su voz profunda en lo íntimo del alma, cada vez que el hombre toca realizado el ideal que acarició por largo tiempo entre nombres y afanes. Como alumbradas por misterioso, súbito relámpago, se disciernen nuevas responsabilidades, que surgen de la posesión misma de la felicidad soñada. Porque se ha aprendido en la lucha que todo bien conquistado ha de defenderse, para que perdure; y que el esfuerzo ha de cambiar de forma pero no de intensidad.

No escapan los pueblos a esa ley que brota de las condiciones ineludibles de la existencia humana. A un paso de avance ha de seguir otro, si no se quiere resbalar y retroceder. Cuando el ideal que perseguíamos ha cobrado cuerpo y vida ante nosotros, advertimos que está expuesto a mil embates que pueden deformarlo; y comprendemos que ha de ser incesante nuestra labor para retocarlo, para adaptarlo, para perfeccionarlo y depurarlo. Clarificar el ideal en la función que asigna a la filosofía el moralista Carneri (sic). Pero a todo hombre, a todo pueblo importa filosofar en este sentido, porque lo que no clarifica y perfecciona, decae, se desgasta y perece.

Cuba tiene la libertad, por la cual pugnó tantos años; tiene la república, por la que sacrificó la flor de sus hijos. Su ideal ha cobrado forma visible. Con la dicha de la posesión del bien anhelado, llega también el hondo sentimiento de la inmensa responsabilidad que pesa sobre su pueblo.

Cuanto dejamos atrás debe servirnos de enseñanza para evitar los males que abominábamos y de que huíamos, y de acicate para mejorar de día en día lo que tenemos delante. Conservemos de lo pasado el recuerdo, para que nos sirva de saludable aviso; pero rompamos con lo pasado, para que no sea manto de plomo, que nos dificulte y retarde y embarace el paso. Rompamos con lo pasado, tremendo palenque en el cual batallaban ciegamente el espíritu colonial y el espíritu revolucionario. Aprendamos a mirarlo ya exentos de pasión, sin ira, sin odio y también sin idolatría. Respetemos toda virtud, donde quiera que haya brillado; inclinémonos ante el heroísmo, que comunica algo de su ardor sublime a los corazones más tibios. Pero entendamos que esos hombres de bondad y esos hombres de heroísmo dieron ejemplo y doctrina, penaron y se sacrificaron, no para que nosotros nos vistamos con el resplandor de su gloria y nos pavoneemos con el título de discípulos suyos y herederos, sino para que saquemos de la obra, en cuyos cimientos trabajaron, los frutos de honor y prosperidad, de cultura y virtud, sin los cuales su labor resultaría frágil arquitectura de endebles cañas para la fiesta de una hora, su ideal sueño quimérico de cerebros febricitantes, y sus sacrificios empresa funesta de destrucción de ellos mismos y de su pueblo.

Estamos obligados no a repetir su doctrina, que fue la de otra época, ni a remedar sus acciones, que se acomodaron a otras coyunturas, sino a mantener vivo su espíritu de amor a la patria, que anhelaban libre, próspera y civilizada, y a mantener vivo su ideal, que era elevar a Cuba a la plena existencia del derecho. Si alguien dice que representa la idea colonial, si alguien pretende que encarna la idea revolucionaria, debemos contestarle que la colonia y la revolución son cosas del pasado, desaparecidas una en la sombra y otra en la penumbra de los días que fueron; y afirmar que lo que demanda el presente son quienes trabajen en fecundarlo, en quitar los escombros del camino, en asegurar, embellecer y dignificar el porvenir.

Tomado de El Fígaro, Revista Universal Ilustrada, Año XVIII, Mayo 20 de 1902, Nums. 18, 19 y 20, p.206.

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