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Entre los recuerdos que guardo de mi infancia camagüeyana, pocos se me presentan de manera tan enérgica como aquellos que hunden su raíz en el quehacer político del hombre que me dio vida. Desde el mozo que iba en las mañanas a buscar el editorial cuando mi padre fallaba a la redacción de Las Dos Repúblicas, hasta las manifestaciones del celo popular de las masas liberales, que se llamaban a sí mismas “la chancleta” frente al Partido Conservador, señalado como aristócrata, todo está impreso en mi memoria y no pocas veces es causa de una punzante, dulce y suave rememoración melancólica, como acontece con la evocación de ciertos períodos de la niñez y de la adolescencia.

En mi casa se celebraban juntas o reuniones políticas varias veces al mes y a mí me era permitido presenciarlas bajo palabra de guardar silencio, mientras la elocuencia de los oradores resonaba en la gran sala de aquella provinciana mansión. Mi padre, que era senador de la República, pertenecía a lo que llamaban “liberalismo histórico”, cuya jefatura nacional ejercía el presidente Gómez. Frente a esta tendencia, hallábanse los zayistas, que a mí me parecieron siempre unos seres abominables, empezando por su líder, el doctor Zayas, a quien muchos años tuve por chino auténtico, chino de Cantón, a causa de las caricaturas de Torriente en La Política Cómica.

Ahora bien: las dos figuras negras, o “de color”, como se decía entonces y se dice aún, que distraían, dividiéndola, la atención de sus congéneres en el liberalismo, eran don Martín Morúa Delgado por los miguelistas y don Juan Gualberto Gómez por los zayistas. De los dos, Morúa hallábase más próximo a mi padre, a causa de razones políticas seguramente, pues Don Martín pertenecía al más íntimo entourage del presidente Gómez, de quien a su vez era íntimo también el autor de mis días. Esa proximidad me alcanzaba, como una especie de reflejo sentimental. ¿No eran ambos miembros descollantes del miguelismo? ¿No estaban uno y otro frente a Zayas, que de ser presidente de Cuba llevaría el país «a la ruina y al caos», según me había enseñado el largo trueno de los oradores?

La Política Cómica, además, lo presentaba siempre de manera harto divertida...

En contraposición a Morúa se alzaba ante mis ojos Juan Gualberto, y a causa de las mismas razones que ya he dicho no sentía por él la más leve inclinación. La Política Cómica, además, lo presentaba siempre de manera harto divertida: Ia melena enorme y rizada, la boca increíblemente gruesa, bajo una nariz increíblemente chata, y como aditamento inseparable de su personalidad, un paraguas, injusta alusión al viril episodio de Ibarra, el cual, en los momentos difíciles o complicados de su actuación pública, aparecía “trabado” mientras arreciaba el chaparrón. Don Juan encarnaba, pues, para mí, un político al uso, desprovisto de la lejana trascendencia histórica, el enorme valor patriótico y la inmensa autoridad intelectual que supe después, cuando ya fui hombre y pude pensar por mi cuenta. Porque el genuino prócer que fue Juan Gualberto Gómez no pertenece tanto a las luchas de la República, a las campañas electorales, como a la máscula tarea de fraguar nuestra nacionalidad: su ingente labor junto a Martí, sus trabajos en la emigración, sus amargos sufrimientos en las prisiones españolas, su actitud en la Asamblea Constituyente, su penetración política, en fin, para fijar el verdadero papel que correspondía al negro cubano en la lucha contra España.

Con todo lo que yo había oído de él, al Don Juan de carne y hueso no vine a topármelo sino muchos años después, aquí en La Habana. Recuerdo que hacia 1929 y 1930 concurría yo asiduamente al Club Atenas, que por entonces no hubiera permitido presagiar la deplorable postración en que hoy se halla. Bajo la presidencia de Cornelio Elizalde juntábase allí, en las noches, buen golpe de personalidades negras muy señaladas, en cuyo seno sentíame por demás a gusto para escuchar viejas anécdotas o provocarlas con algún comentario interesado desde mi irreverente mocedad. No figuraba Juan Gualberto Gómez como habitué de esas reuniones, pero algunas veces se producía el milagro y el prócer se aparecía llovido del cielo. Ya supondrá el lector en qué forma tan alborozada como respetuosa era recibido. Todos callábamos y él empezaba a hablar, primero en voz baja, apenas perceptible, y en seguida con viva animación y lleno tono. Era, como se recordará, hombre de estatura breve, aunque de cuerpo proporcionado y bien repartido. El gesto desenvuelto acusaba en seguida su filiación social; persona de mucho viaje, mucha lectura y mucho trato o roce. En los últimos años de su vida, que fue cuando yo le conocí, había desaparecido ya la gran melena que se hizo clásica entre el pueblo, y llevaba el rizado cabello, entrecano v corto, abierto al centro de la cabeza; una cabeza llena de fuerza y distinción. ¿De qué nos hablaba Don Juan? De todo, pues poseía una cultura variadísima. Pero gustaba hacerlo principalmente de política, tanto de la cubana de aquellos días (ya estaba conspirando contra Machado) como de la española muchos años antes, es decir, de los tiempos en que le tocó conspirar junto a Martí en la Guerra Chiquita y la revolución de 1895. Su memoria era un tesoro de anécdotas, lo cual le permitía mantener fascinada a su audiencia. Poseía además el don del humor en grado superlativo, al punto que no pocos de sus donaires y apostillas, ya en charlas personales, ya en discursos o conferencias, tanto en los mítines de su partido como en sus intervenciones en el Congreso, rebasaron la fugaz coyuntura que les sirvió de marco provisorio para alcanzar vida permanente y multiplicación constante en alas del comentario popular.

Su memoria era un tesoro de anécdotas, lo cual le permitía mantener fascinada a su audiencia...

De lo que se desprende por confesión propia como del estudio de su dispersa obra, no era Don Juan un literato, al modo que lo fue Morúa, su ilustrado opositor. En una carta suya, que recibí en 1931 y que debe de conservar el doctor José Agustín Martínez, Juan Gualberto confesaba que en poesía sus conocimientos y aficiones se habían quedado en Musset, en cuanto a los franceses, y en Martínez de la Rosa en lo tocante a los españoles, es decir, en pleno Romanticismo. Tal vez... Pero estaba al día en política. Dominaba un estilo conciso y lógico en su escritura periodística, y una página suya, si no alcanza a suscitar en nuestro espíritu la emoción lírica, nos deja la inteligencia grávida de cuanto su autor quiso trasmitirnos, por la trabazón de las ideas y la solidez del razonamiento.

¿Qué edad tiene Juan Gualberto Gómez, al producirse el Grito de Yara, en 1868? Un año menos que Martí, pues ha nacido en el ingenio Vellocino, en Sabanilla del Encomendador, el 12 de julio de 1854. Mientras el pequeño blanco estudia en un colegio exclusivo para los de su color, el San Pablo, que dirige el poeta Mendive, el pequeño mulato lo hace en una escuela sólo para negros, Nuestra Señora de los Desamparados, que dirige Antonio Medina, situada también en La Habana. A La Habana precisamente han venido los padres para atender n la educación del hijo con la amplitud que fuera posible, no sólo por las limitaciones económicas de la pareja (antiguos esclavos manumitidos), sino por las restricciones mismas de la enseñanza colonial impartida a los negros, la cual no podía rebasar ciertos límites.

El alzamiento de los patriotas en Yara sacude en el niño Martí basta las últimas fibras de su alma fogosa. Escribe unos versos inspirados en el magno hecho. Al año siguiente, no son meras estrofas, sino todo un poema dramático lo que Martí se saca del pecho. El niño Gómez, entretanto, ya está en París, hacia donde lo enviaron sus padres en 1860 para que aprendiera el oficio de carruajero, en el taller de M. Binder.

En 1870 [cuenta el propio Juan Gualberto Gómez en sus Notas personales] al ir a visitarme mis padres, monsieur Binder les indicó que dadas mis disposiciones “era lástima que hicieran de mí un obrero”, cuando con lo que se gastaban podían darme una carrera, ya que en la academia nocturna a que acudía revelaba capacidad para estudios serios...

Esto determinó que su vida cambiara de rumbo. Pasado el sitio de París por los alemanes, ingresó en la Escuela Mungo, y allí dio patentes muestras de su afición a la historia, la literatura y las matemáticas. Sin embargo, no alcanzó a obtener grado alguno, porque tuvo que abandonar los estudios a causa de la invalidez económica de sus padres, los cuales se vieron en el caso de suspender toda ayuda. ¿Volver? En modo alguno. Permaneció en París trabajando como periodista, hasta unos meses antes del Pacto del Zanjón, que le sorprendió en México. De esa fecha, ya en La Habana, data su encuentro con Martí, el primer contacto entre ambos próceres; el único, además. Intimaron por la afinidad de ideas: diariamente se reunían en el bufete de Azcárate, primero, y más tarde en el de Viondi, para conspirar en la preparación de la Guerra Chiquita, que estalló en 1879. Pero la policía española hallábase alerta, de manera que bien presto ambos fueron detenidos y deportados. En 1880, Juan Gualberto está en Ceuta, donde al fin alcanzó la gracia de tener la ciudad por cárcel, luego de su permanencia en el castillo del Hacho. Esta prisión “urbana” transformóse dos años después en “nacional”, pues sólo le estuvo prohibido salirse de los límites de la Península. De Ceuta fuese entonces a Madrid. Allí vivió hasta 1890, para regresar de nuevo a Cuba.

Imagen muy poco conocida, datada en 1899 y atesorada en Schomburg Center for Research in Black Culture, The New York Public Library.

En este momento ya se halla el gran mulato definitivamente formado, así en sus ideas políticas, firmes en el separatismo en cuanto al problema nacional, como por el cultivo de su inteligencia, que es amplio y profundo. Hijo de su tiempo lo mismo que Martí, Don Juan solo anhela para el pueblo cubano una república burguesa, del corte de la de Francia, su escuela revolucionaria y social. ¿Qué más puede pedírsele? Admira a Thiers, que ahogó en sangre la Comuna, y se siente apasionado por la oratoria de Gambetta. No Céspedes, como a Martí, sino Aguilera y el general Quesada le habían inspirado su devoción a la libertad de la tierra natal. “El contacto con estos dos patriotas —escribiría mucho después— y mi trato con otras personalidades residentes en París, me inculcaron el amor a la independencia de Cuba, cuya causa abracé desde entonces para siempre.” Pero junto a la idea de la independencia del país bullía en el cerebro de Juan Gualberto Gómez otra idea, inseparable de aquella: la efectiva equiparación con los blancos de los negros discriminados, su profunda integración en el perfil nacional y, desde luego, su ingreso en la lucha separatista, que él considera el único camino para llegar a tales resultados. Es una actitud, una filosofía diametralmente opuesta a la del Partido Liberal, que por boca de Morúa Delgado (otra figura de gran prestigio intelectual) los llama a inscribirse bajo las banderas del Autonomismo. Gómez reanuda la publicación de La Fraternidad, periódico que había dirigido once años antes, en 1879, y se enfrasca en una tarea de gran envergadura, en un genuino trabajo de masas: la organización del Directorio Central de Sociedades de Color, que permitiría a los negros ofrecer un frente único de demandas igualitarias. Ese directorio, ese “frente” donde se hallaban las sociedades negras y mestizas de toda la Isla, fue sin duda un poderoso vehículo para volcar la mayor parte de sus miembros en el campo del separatismo revolucionario. Campeón de la unidad nacional. como Martí. Juan Gualberto Gómez negó siempre que el molimiento encabezado por él tuviera una intención “racista” (como Ie atribuían malévolamente sus enemigos) con miras a reproducir en Culta los hechos que dieron nacimiento al Estado haitiano en 1804. De estar en esa pendiente fue acusado por el Diario de la Marina, que atacó siempre cuanto tuviera relación con nuestra independencia. Don Juan respondió con cuatro artículos que son ya históricos, señalando las diferencias fundamentales que impedían que en Cuba se repitiera el proceso que había tenido por escenario la pequeña isla negra del Caribe.

Después de Martí, no hay en el período que precede al estallido de la segunda guerra de independencia, figura alguna con la sagacidad, el coraje, la fuerza interior, la amplia mirada política de Juan Gualberto Gómez.

Él sabe amar y perdonar [definíalo el propio autor de los Versos sencillos] en una sociedad donde es muy necesario el perdón. Él quiere a Cuba con aquel amor de vida y muerte y aquella chispa heroica con que la ha de amar en estos días de prueba quien la ame de veras. Él tiene el tesón del periodista, la energía del organizador y la visión distante del hombre de Estado...

No hoy una sola concesión retórica en estas palabras de nuestro Apóstol. El predicador incansable de la igualdad negriblanca se sintió siempre hijo de los dos núcleos humanos por cuya unión combatía, sin odios para los que habían sido amos de sus padres.

Aunque se me tache de inmodesto y jactancioso [escribía en el programa de La Fraternidad, en 1890] me será lícito afirmar, porque probarlo puedo, que el honor y la responsabilidad de haber encauzado las legítimas aspiraciones de mi raza por la senda conciliadora en que nos encontramos, me corresponden por entero. Porque yo fui el que en 1879, así en mis excursiones oratorias, como desde las columnas del periódico que dirigí, sacudí el letargo en que se encontraban sumidos los hombres negros de Cuba y les dije que era preciso trabajar por el derecho y por la libertad; pero que lejos de dejarnos llevar por miserables instintos de venganza, por ruin espíritu de represalia, debíamos tender al blanco nuestros brazos, una vez libres de las cadenas que los sujetaban, para que el blanco también nos estrechara contra su pecho y en fraternal abrazo se ahogaran y disiparan los agravios y los rencores que hubieran podido separarnos. Yo, hombre mulato, en cuyas venas se mezclaba y confundía la sangre del blanco con la del negro, ni podía ni puedo encarnar sentimientos distintos de los que voy exponiendo, ni representar una política diferente de la que entonces defendía y sigo defendiendo en el presente...

¿Sintió Don Juan, por otra parte, odio al español desde su plano combatiente de cubano sin color de piel? Ninguno.

Somos, sí, separatistas [escribe en un artículo célebre, que fue denunciado por la policía], pero no odiamos a España, ni siquiera dejamos de amarla y apreciarla. Lo que hay es que donde quiera que fijamos la mirada, tropezamos con antagonismos y oposiciones entre Cuba y España. Y siendo esto así, nuestra razón nos dice que para que haya armonía entre ambos países, es indispensable que cada uno de ellos rija a su antojo sus destinos, a fin de que, moviéndose cada cual en su esfera propia, desaparezcan las múltiples causas de rozamiento que existen en la actualidad.

Es el mismo pensamiento de Martí, expuesto en las vísperas revolucionarias de 1895:

El español por su parte [escribe el Apóstol] sin ver que es padre nuestro, ni meditar en la hermandad de aspiraciones que une al cubano rebelde a los abusos de sus dueños y al peninsular que de ellos padece como él, podría temer el desborde de un odio que jamás se asentó en pechos cubanos; pero será vano su miedo, porque do Cuba sólo se ha de desarraigar el gobierno que la aflige y el vicio que la pudre, no el hombro útil que respete y ayude sus libertades.

¿Quién sino Juan Gualberto defendió con más duro coraje, con más denodada inspiración martiana, los derechos de Cuba frente al bofetón que significó la Enmienda Platt? Ésa es por cierto una de las páginas más brillantes de su vida pública, porque perseveró cuando otros desmayaban y se puso en pie al tiempo que hombres de muchas calificaciones revolucionarias decidían bajar la cabeza ante un hecho que aceptaban como inexorable. ¡Qué vigencia no tienen hoy sus palabras contra el establecimiento de bases navales yanquis en el territorio nacional cubano!

Sin referirnos a la posibilidad de rozamiento y choques entre los americanos así establecidos en nuestras costas [dice] y los habitantes de nuestro país; haciendo caso omiso de todas las consideraciones de orden moral que nos llevan a mirar con invencible repugnancia la idea de instalar en nuestra patria una serie de plazas fuertes extranjeras, no es posible que nos sustraigamos a la evidencia de que esas estaciones estarían destinadas a traer siempre la guerra a nuestro territorio. Aun prescindiendo de que pudieran servir a los mismos Estados Unidos para combatirnos —ya que no debemos querer causa ninguna de conflicto armado entre ellos y Cuba— en cualquiera que se suscite entre dichos Estados Unidos y un tercero, la existencia de estaciones navales en la Isla de Cuba, haría necesariamente de nuestro país uno de los lugares en que se desarrollaran las hostilidades entre los combatientes, arrastrándonos forzosamente a una lucha en cuya preparación no hayamos intervenido, cuya justicia no habremos apreciado de antemano, cuya causa directa tal vez no nos interese en lo más mínimo...

Luego, en otro sitio del mismo texto, añade:

Cierto que los Estados Unidos son poderosos, y que posesionados de nuestro país, lo defenderían contra el extraño. Mas todo es relativo. Los Estados Unidos son hoy fuertes contra una gran potencia. ¿Lo serían contra una posible coalición? Cuba no tiene planteado ni en perspectiva, ningún problema internacional. ¿Qué interés verdadero nuestro puede entonces llevarnos a exponernos a choques con los extraños? Nuestro anhelo supremo es la paz. La paz interior y la exterior. Dentro de la fórmula de la Joint-resolution de 18 de abril de 1898, aplicada en su integridad con honradez y buena fe, estamos seguros de vivir en paz, dentro y fuera de casa. De otro modo, no se ven para nuestra patria más que horizontes sombríos y tristísimas perspectivas.

Hoy, a más de medio siglo de la revolución que José Martí y Juan Gualberto Gómez prepararon, no se pueden repetir estas palabras, aunque los hechos sigan siendo los mismos, sin que el imprudente que lo haga sea fulminado bajo la acusación de “comunista” o “rojo”, como antaño se acusaba a los patriotas de “masones” y “filibusteros”. Sin embargo, ¿qué importa? El modo más adecuado de rendir homenaje a quienes se enfrentaron al poderío español para arrojarlo de Cuba, es justamente proseguir aquella lucha, que no terminó con el Tratado de París, en 1898. No ya en Madrid sino en Washington está nuestro enemigo. No es ya la Colonia, sino el Imperialismo quien nos explota, como antes España nos explotaba. No son los capitanes generales, sino los representantes de trusts y cartels quienes mantienen en nuestra patria al negro tan esclavo como antes y al blanco tan esclavo como al negro, asfixiados ambos por un mismo dogal. Martí y Juan Gualberto mucho tienen que hacer en Cuba todavía. Ellos no viven ya, pero vivimos nosotros.

Publicado originalmente en La Última Hora, 26-11-1953. Tomado de Prosa de prisa 1929-1972. La Habana, Ed. Arte y Literatura, 1976, t.II, pp.150-157.

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