Pues aquí tiene usted, Julieta,
cómo por fin
enseño mi oreja de poeta.
Pero un poeta sin spleen
y sin ninguna
de esas pegajosas miradas extravagantes
a la Luna,
que con su cara redonda llena de harina,
turbaba la inocencia de los poetas de antes,
cuando el baño era un crimen mayor que usar chalina.
Un poeta sin dolor mentiroso,
ni anhelo de morir,
sino con el sencillo gozo de ir
hacia usted… De ir hacia usted corriendo
como quien va al través de un campo en primavera,
tragando el aire húmedo en la carrera,
el pie desnudo sobre el camino desigual,
la piel sudada bajo el sol matinal,
y acezar como un buen perro fiel,
y tener en los ojos un gran brillo auroral,
y en los labios un gran sabor de miel.
¡Qué quiere usted, si soy un niño!
Me gustan los pequeños
goces de ser irresponsable, de encontrar el cariño
de la gente, de fabricarme dueños;
de buscar quien acuda
a resplandecer en mi duda
o a sujetar mis empeños
desbocados. Le juro a usted que aún creo en esas magas
historias del pirata, del bandido y del duende,
y que tengo el espíritu fresco como un gran río.
Debe de ser que, lo mismo que le pasa a Emilio Ballagas,
primaveral poeta amigo mío,
yo también “a mis pies apaciento un rebaño de sueños”.
En fin, no sé. Pero usted me comprende.
¿Qué le decía? ¡Ah sí! Que soy un niño.
(Perdone el desaliño
del poema; es que estoy escribiendo de prisa.)
Pues bien: ello es que, niño y todo,
la busco a usted. Me obsede usted, aunque en verdad
ignoro a estas alturas si es amor o amistad.