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     Pues aquí tiene usted, Julieta,
     cómo por fin
     enseño mi oreja de poeta.
     Pero un poeta sin spleen
     y sin ninguna
     de esas pegajosas miradas extravagantes
     a la Luna,
     que con su cara redonda llena de harina,
     turbaba la inocencia de los poetas de antes,
     cuando el baño era un crimen mayor que usar chalina.
     Un poeta sin dolor mentiroso,
     ni anhelo de morir,
     sino con el sencillo gozo de ir
     hacia usted… De ir hacia usted corriendo
     como quien va al través de un campo en primavera,
     tragando el aire húmedo en la carrera,
     el pie desnudo sobre el camino desigual,
     la piel sudada bajo el sol matinal,
     y acezar como un buen perro fiel,
     y tener en los ojos un gran brillo auroral,
     y en los labios un gran sabor de miel.

     ¡Qué quiere usted, si soy un niño!
     Me gustan los pequeños
     goces de ser irresponsable, de encontrar el cariño
     de la gente, de fabricarme dueños;
     de buscar quien acuda
     a resplandecer en mi duda
     o a sujetar mis empeños
     desbocados. Le juro a usted que aún creo en esas magas
     historias del pirata, del bandido y del duende,
     y que tengo el espíritu fresco como un gran río.
     Debe de ser que, lo mismo que le pasa a Emilio Ballagas,
     primaveral poeta amigo mío,
     yo también “a mis pies apaciento un rebaño de sueños”.
     En fin, no sé. Pero usted me comprende.
     ¿Qué le decía? ¡Ah sí! Que soy un niño.
     (Perdone el desaliño
     del poema; es que estoy escribiendo de prisa.)
     Pues bien: ello es que, niño y todo,
     la busco a usted. Me obsede usted, aunque en verdad
     ignoro a estas alturas si es amor o amistad.

     He averiguado esto: que su risa
     es suave, como un ungüento sobre la piel quemada;
     que mira usted de un modo
     profundo, desde unos ojos llenos de luz crepuscular;
     y que su carne parece amasada con yodo,
     con canela, con bronce y con agua del mar.

     Me gusta oírla hablar,
     porque las palabras salen de su boca como de un nido;
     primero se asoman, y en seguida rompen a volar.
     Me gusta oírla hablar,
     correr, saltar… Me hace gracia el medido
     tono con que responde
     si la llaman… ¿Dónde
     su voz se esconde?
     —Julieta, por teléfono… Julieta por…
     Y usted:
     —Sí; voy en seguida. Gracias…
                                                                   Y es
    como si usted sintiera un amable furor
    porque le gritaron su nombre. Cosas
    de las personas. Las suyas son así.
    Amo su inglés
    (yo, que odio al yanqui con las más poderosas
    fuerzas que hay en mí),
    amo su inglés, le digo,
    y a veces, hasta sigo
    su charla en ese idioma, como si yo entendiera,
    pero es que su voz me es grata de cualquier manera.
    Como usted ve, la espío.
    Ya sé cuándo usted llega, cuándo se va;
    y hasta sé cuándo está
    melancólica; cuando se la come el hastío
    que hay entre las cuatro paredes
    de su cuarto. (El amor que se frustra; el vacío
    de la vida, ambiciosa de sus torpes mercedes…)
    Y, sin embargo, Julieta,
    trato de saber más.
    Me muerde una secreta
    ansia de investigar lo que hay detrás
    de usted misma, como un rayo que rasga un pedazo de cielo;
    saber cómo es que a veces
    su sonrisa se viste
    de un relámpago triste;
    saber qué amargas heces
    apura usted; trepar la cumbre
    más alta de su espíritu, y en ella
    encender sabe Dios qué apagada lumbre,
    y revivir sabe Dios qué muerta estrella.

Incluido en Poemas de amor (1964), tomado de Obra poética. Compilación, prólogo, cronología, bibliografía y notas de Ángel Augier. La Habana, Ed. Letras Cubanas, 2002, t.II, pp.157-159.

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