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Han pasado las elecciones y en ellas hemos dado pruebas de ser unos ciudadanos muy discretos. Para los que en estos asuntos se detienen largamente y ponen a prueba sus facultades filosóficas, las consecuencias de tal discreción serán pronto palpadas y llegaremos a ser, por arte de una cordialidad llevada al extremo, los más fraternales amigos de la patria de Washington y Jefferson.

Como somos un pueblo esencialmente iluso —ésta es cosa tan sabida que el decirlo es una redundancia— cada quien toma las elecciones a su capricho y como medio de preparación para un acto electoral de mayor cuantía.

—Supongamos —dice uno— que estamos votando por el Presidente de la República…

Y corre, y se afana, y grita, y apenas si llega a ver, en la poltrona, un alcalde con las facultades de un Major norteamericano.

Pero no, no le arredra este fracaso de su eterno divagar y los concejales son para él ministros, modo especialísimo por el que, una vez llegada la hora del escrutinio, los Zayas y los Zárragas y Borges eran nada menos que jefes de una nación creada en el cerebro republicano y enfermo de aquellos que viven en pleno día de los Santos Inocentes.

—¿Ve usted cómo ha sido esto, con qué serenidad de juicio, con qué criterio? ¿Se ha fijado usted cómo sin estudios de Sociología Contemporánea, sin saber jota del socialismo positivo, ni de la Internacional Negra, Roja y del Oro, ni sentir la influencia de los pueblos precursores, hemos hecho un Municipio que es un pan como unas hostias, en el buen sentido de la comparación? Pues así mismo vamos a formar nuestra república a pesar de la llaga plattista, que, según unos, mata los microbios de otras erupciones y según otros es el microbio peor…

Pero el hecho es que sabemos organizar elecciones y que les llevamos esa ventaja a los grandes países que en días semejantes retroceden a su origen darwinista y ponen en ridículo a los padres de la patria.

En París, un día de elecciones municipales es insoportable. No se puede ir por la calle: los socialistas chillan, los radicales chillan, los gubernamentales chillan también. Pero de todos, los radicales son los más simpáticos y los más enérgicos.

Yo los he visto por esas calles de Montmartre convertidos en unos revolucionarios verdaderamente cómicos.

—Vive Droumont! Vive La libre Parole!

Y esto no se puede gritar sin propinarle una bofetada al vecino que, para consolarse, la contesta cantando con voz descompuesta La Marsellesa.

Se forma un pequeño tumulto. Los espectadores se animan y se pegan también de bofetadas y concluye aquel acto político en la taberna, con un buen trago que repone las fuerzas y prepara las nuevas bofetadas.

Tuve la fatalidad —hace un año justo— de caer en un grupo de radicales que victoreaba (sic) a un gran poeta que da en la manía de hacer política. Me fue preciso darle vivas a Droumont, cantar La Marsellesa y escapar a duras penas de aquel escándalo patriótico.

—Vive la France!

—Sí, viva todo lo que ustedes quieran; ¡pero sin bofetadas!

Me enteré entonces de algo muy curioso. Esas bofetadas son muy necesarias y muy importantes. En pleno 93 una bofetada se respetaba más, mucho más, que un cañonazo, y al llevar a un traidor a la guillotina, la sentencia decía si era con bofetada o sin bofetada.

—Vamos — pensaba el sentenciado— me conceden el honor de ponerme la mano en la cara…

Y cuando el tajo de la gran cuchilla echaba a rodar una cabeza de francés, ésta sonreía como agradecida de aquella bofetada que era un honor para la familia.

No sé de dónde sacaron los radicales semejante farsa. La historia no lo consigna así. Pero en opinión de los poetas populares, de los Fornaris parisienses, no hay verdad histórica más grande que la que, sin estar escrita en los libros, está en el corazón del pueblo.

Aquí el honor lo entendemos de otra manera. Somos más pacíficos y las bofetadas patrióticas se pagan con diez días de trabajos forzados en el castillo de Atarés, pena igual que se aplica a los borrachos y a los rateros de pequeños valores.

Sin bofetadas, vamos a las elecciones y el pueblo elige a quién le place. Quiere decir, pues, que los radicales de Francia, aquí estarían en la cárcel y que el ilustre cubano, muerto ya, Severiano (de) Heredia, que fue Alcalde y Ministro por obra y arte de las bofetadas de sus partidarios, no hubiera llegado nunca a ser nada ni a representar a nadie…

Y ante este espectáculo, que para muchos es alentador, sólo me ocurre un triste pensamiento, que escribiría con letras de fuego en el corazón de nuestros interventores:

—¡Qué triste será que nos reduzcan a la esclavitud odiosa, con todo ese buen criterio electoral que nos domina…!

El Almedares, dándose el tono del Sena, se pone rojo, cuando oye decir tal atrocidad…


Tomado de El Fígaro, Año XVII, Junio, 1901, Num.22, Habana, 9 de junio de 1901, p.246

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