¡Oh, tú, hija predilecta del siglo XIX y de la filosofía, musa moderna, ven a mi socorro! ¡Tú, que desde la cumbre del Sajaná vibras el rayo de tu inteligencia sobre las gentes y costumbres del Camagüey, ven a contemplar y gozarte en tu obra de civilización y reformas: inspira a tu poeta, para que dignamente le cante y la celebre en esta Escena sanjuanera, que bajo tu inspiración será el eco fiel, ya que no el himno triunfal, de la opinión!
El San Juan de 1839 ha sido una solemne protesta, un testimonio irrecusable de la opinión pública. Cuenta que yo jamás celebro esa opinión pública que el vulgo intitula reina del mundo, opinión coqueta, opinión de moda, opinión palaciega, que tan dócil se presta a servir a la verdad como a la mentira, a lo justo como a lo injusto, al poder como al derecho. Yo celebro aquella opinión que atestigua la conciencia pública, que no usurpa el título de la inteligencia, única reina del mundo, sino que la acompaña como amiga, que la sirve de vehículo de sanas doctrinas y costumbres; que es la llave legal, y no la ganzúa, de las sociedades humanas. Tal es la opinión latente de la juventud camagüeyana, con respecto a la diversión de San Juan: tal es la opinión a que se adhiere y sirve el Lugareño; y vaya de paso una respuesta que deseo dar a los que con destemplada y cascarruda vocería pretenden aterrarnos con los dos espantajos o cocos de niños: las costumbres y la opinión pública.
¿Qué queréis decir vosotros, retrógrados y estacionarios, con vuestra charla grave y compasada: respetad las costumbres del Camagüey, no desacreditéis al Camagüey en la opinión pública? Yo lo diré: vosotros queréis que vuestras costumbres y lo que llamáis opinión pública sean la cama de Procusto, a la cual habéis de ajustar, de grado o por fuerza, todos los entendimientos, todas las capacidades, toda la sociedad. Vosotros sostenéis aquellas costumbres y opinión, y sólo aquéllas que están en consonancia con vuestros sistemas, con vuestros hábitos, con vuestros intereses actuales, o mejor diré con vuestros abusos. Como no alcanzáis más allá del horizonte sensible, queréis fijar el non plus ultra de nuestro horizonte racional; y como para dar un paso habéis de apoyaros sobre alguna muleta del siglo XVIII, pretendéis amarrarnos a ella ¡vaya un empeño! ¡a nosotros, muchachos del siglo XIX, que desde el regazo de nuestras madres saltamos a dar carreras en carretillas de vapor!
En cuanto a opiniones: os diré una vez por todas, que nosotros no veneramos opiniones, sino principios; que no sufrimos el impotente magister dixit, porque a todo maestro le sujetamos a la prueba, o le declaramos charlatán. Nosotros profesamos combatir franca y lealmente toda opinión que no esté fundada en los principios de justicia y razón universal, principios emanados de la inteligencia soberana, o impuestos al hombre como leyes eternas e irrevocables de su naturaleza y de la naturaleza de las cosas que al hombre rodean. Nosotros no vendemos nuestros derechos de inteligencia, ni la conciencia de nuestro deber, por platos de lentejas, ¿lo entendéis?
En cuanto a costumbres: una vez, por última, os decimos que no respetaremos ni una, ni ninguna costumbre que no sea compatible con el orden público, con la decencia pública, con las conveniencias públicas, y que no armonice con la civilización de Cuba, de la cual el Camagüey es y debe ser un representante. Pero costumbres que hacen en el Camagüey el oficio de las pecas y los güitos y los empeines en el rostro de una mujer hermosa, lo declaramos: no las queremos, deseamos curarlas y destruirlas del modo que haya lugar, ora llamando a nuestro socorro la autoridad ilustrada, ora disponiendo la conciencia pública para que la generación moderna no se preste a servir de cadena de comunicación a vejeces, groserías y supersticiones.
Yo no temo declarar francamente que soy partidario de la costumbre y diversión del San Juan, por el mismo sentimiento y por la misma razón que soy defensor de las propiedades que nos dejaron nuestros padres. Empero, así como no queremos ranchos de guano, ni toros, ni verracos cimarrones, ni manigua, ni guayabas silvestres, sino casas decentes y cómodas, animales domésticos amaestrados, potreros y labranzas y frutales que atestigüen mejor industria en los hombres y más riqueza en el país, así queremos el San Juan modificado, el San Juan culto, el San Juan digno del siglo XIX.
Porque el San Juan a caballo ha perdido en nuestro siglo la parte decente y útil que tenía en los anteriores, y sólo le ha quedado la parte grosera y perniciosa. Cuando se nos presentaba un magnifico paseo ecuestre de señoritas y caballeros, eso valía algo; cuando todas las edades y todos los sexos encontraban en el caballo una diversión, un esparcimiento de ánimo, eso también valía algo; cuando todas las clases y todos los rangos estaban dispuestos a rozarse por una misma simpatía, y recibían con entusiasmo o benevolencia hasta las expresiones más groseras de un mamarracho, eso valía mucho. Pero hoy que ninguna señorita ni persona de mediana educación y buen gusto tienen placer en salir a caballo a dar voces y carreras; y si alguno por capricho o por otro motivo lo hace, no recibe de la gente culta ni una palabra de afecto, ni una mirada de indulgencia, sino antes bien de desaprobación y desdén; hoy, digo yo, el San Juan a caballo ha perdido todo su interés original, y aquel carácter privilegiado de diversión popular eminentemente democrática, benévola, jocosa, andariega, tolerante y comunal como lo deseamos todos, ricos y pobres, nobles y plebeyos, grandes y pequeños.
El San Juan a caballo duró hasta el año de 1819. El siglo XVIII arrastraba la cola de su caballo sobre el siglo XIX. El gobierno suspendió por primera vez la diversión, sin causar descontento público, sino antes bien atrayéndose las bendiciones de la mayoría, como sucede siempre que la autoridad se presta y concurre a las mejoras que la cultura y civilización de un pueblo le demandan.
Entonces se introdujo en el Camagüey el San Juan enmascarado y ambulante, a la manera del carnaval de Europa. El ingenio desplegó sus alas, y elevado a mayor altura descubrió nuevos campos a la invención, modales más cultos, chistes más familiares, agudezas y burlas picantes; pero con responsabilidad personal. Abriéronse también nuevos canales a la circulación; diósele un movimiento más al comercio, a la poesía, a la música, a la pantomima, a todas las artes; y el San Juan a caballo quedó como un recuerdo de los derriscaderos y breñales donde solíamos divertirnos cuando muchachos. El caballo del San Juan se amarró al pesebre para otros servicios, como se amarra a un mangle la piragua del salvaje, cuando se puede navegar en el Vapor Principeño.
En ningún tiempo se divirtió tanto la gente; jamás la diversión fue tan popular. Sin perder un ápice de su carácter democrático, difundió más decencia y comedimiento; adquirió más concentración, más unidad, más filantropía; introdujo más roce y familiaridad, pero con mayor responsabilidad; y finalmente, lo diré porque creo que puedo probarlo: la diversión fue más interesante, más simpática, más moral. El rico y el pobre, el noble y el plebeyo, el empleado y el ciudadano, bajo el disfraz de una máscara no pueden distinguirse; el rico y el pobre, el noble y el plebeyo, el empleado y el ciudadano descubren prácticamente una gran verdad, la igualdad del hombre, apoyada en el orden social y en la dignidad del comportamiento personal. Yo, bajo de una máscara, ¿quién soy? Soy todo lo que hay que ser, soy un hombre. Si nada os debo, si nada os pido, si en nada os ofendo, ¿lo demás qué os importa?, tenéis que respetarme como hombre, si queréis que como hombre os respete. Esto vale mucho; ésta es la gran lección que se da al pueblo y se recibe del pueblo cantando y riendo, bajo la máscara anónima del San Juan.
Si alguno dijese que yo presento mi opinión particular como la opinión general del pueblo, respondo: que mi opinión va consignada en la prensa periódica y está sujeta a ser desmentida; pero que no temo apelar a la conciencia pública. ¿Quién está contento con el San Juan de 1839? Pocos, bien pocos. ¿Quién no está disgustado con el San Juan de 1839? Muchos, la mayoría. ¿Qué cosas hemos tenido que hayan agradado con generalidad a todas las clases, a todas las edades, a uno y otro sexo? La verdad sea dicha: las máscaras, las comparsas, las mojigangas sanjuaneras. Daré una idea de las que más llamaron mi atención, para que sirvan como de contraste con el caballo y la albarda, el jinete y el látigo del San Juan retrógrado.
La Comparsa de Guerreros, recordando un suceso de la historia romana, es en nuestro concepto lo mejor que ha salido. La decencia y el buen gusto de los vestidos podían presentarse en la primera capital de Europa; la escaramuza y el armamento militar, la pantomima y el baile estaban perfectamente ensayados; la urbanidad y galantería de los individuos era la que corresponde a hombres acostumbrados al trato frecuente de las damas y de personas de educación. Así fue que el comercio se adelantó a tributar al bello sexo de mi patria su homenaje de respeto y amor en un himno, que por haber circulado impreso, omito aquí su inserción. También fue el comercio el que sacó el precioso grupo griego del rapto de Elena. Los vestidos eran magníficos, de un lujo asiático y de un gusto europeo; nos parece, sin embargo, que el carro podía haberse construido más griego y más cómodo para las personas.
Una idea nueva, un objeto nuevo descolló en este San Juan sobre todas las otras imitaciones (que fueron bien pocas) de cosas naturales o fabulosas. La harpía americana de que se nos ha dado noticias poco tiempo ha, existe realmente, si no en el agua, de seguro en la tierra del Camagüey. Si algún ictiólogo lo dudare, que se deje rodar por el Hatibonico, y verá cómo se la enseño con todos los pelos y señales que caracterizaron la estampa que circuló con la noticia. Como los que vieron la harpía, parece que no la trataron, no nos dijeron si era poeta. La harpía camagüeyana es a lo menos versista; he aquí la décima que repartía manuscrita, que no presento como obra de poesía, sino como testimonio y prueba de opinión:
Mis amados principeños,
Si queréis ver invención,
Procurad la abolición
De caballos, sin desdeños;
Tendréis diversos diseños
De objetos raros y extraños
En los subsecuentes años:
La harpía os dará una prueba
De que fundamento lleva
Mi petición, sin engaños.
Tiene este pueblo un barrio, ¡válgame Dios!, llamado del Cascajal, que brota inspiraciones de entusiasmo y patriotismo como su piso duro, compacto y sólido arroja chispas de fuego. Del Cascajal había de ser la sirena que cantaba la nueva canción satírica, que a fe no sé cómo llamarla si del Lugareño o de los lechuguinos. Del Cascajal habían de ser las zagalas ensabanadas que al compás de una guitarra habían de cantar una poesía de la época, poesía de sentimiento, poesía de la verdad cuya letrilla expresaba en el verso de coro un sentimiento, una verdad. Aquí inserto el coro; toda ella circula impresa:
Cantemos alegres
Al ferrocarril,
Pues por él vendrán
Los bienes a mil.
Una mojiganga verdaderamente sanjuanera, burlona, vaciada en el molde del elemento romántico, el grotesco, fue la última expresión del San Juan de 1839. Era el funeral y entierro que paso a describir: Sobre el lomo de un borrico yacía largo y tendido un ataúd pintado de diversos colores y en él se contenía el cuerpo descomunal de un lechón asado. A la cabecera del ataúd se colocó una losa, y en ella se leía esta inscripción:
“El último retrógrado, 1839”.
Una asociación de jóvenes progresistas sacaron de la casa mortuoria el animal, y divididos en cuatro grupos o comparsas, de hábito talar o dominó, le cantaban unas décimas, que para cada comparsa se compusieron; cantada la décima en tono fúnebre, respondían todos a una:
¡Retrógrados y ruines
Dicen tanto, tanto, tanto!
Y en los lugares más oportunos se entonaba el siguiente responso que, por su macarronismo, honraría mucho más al orador romano que en mala hora se metió a poeta:
De multitudine lechonorum
Lechonem istum presentem
Requiescat in nostrum ventrem.
Postea quam fuit, ensartatus,
Sicut fuit Caupolicanus;
Item in candela asatus.
—
Et inter camagüeyanos
Lechonem istum presentem
Requiescat in nostrum ventrem!
La mojiganga de los progresistas terminó con un suntuoso baile de máscaras al cual concurrieron la flor y nata del Camagüey. La descripción del baile está reservada para otra pluma.
He querido, primero: Dar una idea fiel del estado de la opinión pública del Camagüey con respecto a la diversión del San Juan; porque no queremos que pase sin protesta en los otros pueblos de la Isla, la idea de que por acá damos un paso adelante y dos atrás.
Segundo: He querido dirigirme francamente a las autoridades locales, encargadas no sólo de la conservación del orden público, sino también de la promoción de mejoras sociales; porque sabemos que S. M. ha confiado a su celo e ilustración una y otra cosa. La Real Orden de 1836, que trata del San Juan deja a discreción de la autoridad local aquellas medidas conservadoras que sólo pueden dictarse conocida la índole del pueblo y demás circunstancias de opinión, progreso, exigencias públicas, etc. Y como el San Juan ha sido concedido a Puerto Príncipe, todos sus habitantes tienen igual derecho a la diversión, los unos a sus caballos, los otros a sus máscaras y comparsas. Ahora bien, toca a las autoridades locales el examen imparcial de la opinión pública, y la conciliación de los extremos opuestos para que la diversión sea conforme a las diversas clases y opiniones de la sociedad, y a la voluntad soberana. En otra ocasión hemos dicho que una medida gubernativa sobre esto es necesaria, y creemos que arreglando la diversión por horas del día, todos quedarían contentos, y gozarían de sus derechos a su turno.
Tercero: Me he propuesto delinear las principales facciones de esta costumbre para desmentir todo concepto de inmoralidad, que me consta se tiene en algunas ciudades como la Habana, principalmente de nuestros ensabanados. Es no conocer la índole de nuestro pueblo, ni la sujeción en que están aquellos vicios que pudieran justificar tales sospechas. La honestidad de nuestras mujeres, y la sobriedad de los hombres son virtudes tan características del Camagüey, que apenas le dejan a la autoridad lugar de ejercer su celo, y rara vez encuentra ocasión de corregir. Por otra parte: las calles del Camagüey donde viene el gran concurso de ensabanados, están iluminadas en toda su extensión, y puede asegurarse que hay más vigilancia de noche que de día, porque precisamente las casas más ricas y las familias más distinguidas y mejor conceptuadas habitan en esas calles, y sus casas son los teatros de la diversión y la burla y la jarana. Esto no es decir que faltarán aquí (como hay en todas partes) personas que se valgan de la ocasión para algún fin inmoral; pero no es a la diversión, sino a la persona, a quien se puede hacer ese cargo. Las personas capaces de miras inmorales, hallarán en los días más solemnes y sagrados, como el Jueves o Viernes Santo, igual concurso e iguales ocasiones para desacreditarse. El San Juan del Camagüey, de día o de noche, con máscara o sin ella, con sábana o descubierto, no da lugar a más que un deseo, latente, pronunciado, en todas las clases, en todas las edades, en uno y otro sexo: divertirse y divertir, esto es todo; lo demás es una presunción calumniosa.
Quiero terminar mi artículo, y decirles a los de afuera (por si llegare otra cosa a sus oídos) y a los de adentro, que todavía no me he muerto, ni me han muerto, ni pienso en morirme, ni creo que me moriré hasta haber cumplido una misión camagüeyana. ¿Saben ustedes cuál es mi misión? ¿Quieren saber cuál es mi misión? Pues, no tienen más que preguntarle a cualquier retrógrado, seguro de que por hacerme un daño me hará un bien, y por decir una cosa que juzgará mala, sale de tajo una cosa buena.
Incluido en La Gaceta de Puerto Príncipe, 3 de julio de 1839. No. 53. Año 15, p.1. Tomado de Escenas cotidianas. Camagüey, Ediciones El Lugareño, 2016, pp.185-191.