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¡Río!

He aquí un nombre fresco, sonoro y profundo.

Yo siento una devoción ardiente por todos los ríos, desde el Nilo sagrado, padre de Egipto, hasta el ignorado Juan de Toro, que no es padre de nadie, pero que tiene agua corriente y cauce por donde echarla a correr. Me importa poco, para amar a un río, que se llame Lualaba o que se nombre Rhin. Me atrae el río en sí, por sus frescas orillas, por sus aguas sonoras, y sobre todo, por el hondo simbolismo que esas aguas entrañan, rodando siempre adelante, salvando los obstáculos, despeñándose en saltos estupendos, como queriendo enseñar a los hombres la única fórmula para vencer en la vida…

Camagüey tiene su río –y digo su río, así en singular, a pesar de que junto a la ciudad murmuran dos– porque para el camagüeyano el único río es el Hatibonico, que es el que inunda, que es el que destroza, que es el que mata…

El Hatibonico es nuestro Amazonas. Para él tenemos toda nuestra admiración: sus aguas son las únicas que sacuden nuestro ánimo, ya discurran serenas y limpias por márgenes floridas, ya mujan desbordadas y amenazadoras.

Pero es que cuando, un día cualquiera, se amontonan sobre Camagüey las negras nubes precursoras de un aguacero (de uno de esos aguaceros cuya principal importancia estriba en que sirven para darnos una idea aproximada de lo que fue el diluvio bíblico) lo primero que recuerda todo camagüeyano que se estime, en su río Hatibonico, esa fresca y clara corriente sobre cuyas márgenes se acuesta para dormir su sueño de siglos la noble ciudad y cuyas aguas humildes lamen con lenguas cortesanas los recios muros del pequeño puente sobre el cual discurre aburrida muchedumbre de los caminantes provincianos.

—Si esa agua cae –se vaticina por todos– ¡cómo se pondrá el río!

Y los índices parados se vuelven obstinadamente hacia los vientres repletos de las nubes.

Puente La Caridad y río Hatibonico desbordado .

Sucede frecuentemente que el agua cae, en efecto durante una hora o durante un día; y entonces mientras desciende el líquido precioso sobre Camagüey, los camagüeyanos tienen solo un pensamiento: el río. El río crecido, desbordado, fragoroso, tragando vivos y devolviendo muertos, arrancando árboles, derrumbando casas y abofeteando, en fin con sus aguas coléricas, a los muros que antes lamía.

Y cuando la lluvia cesa y la última teja escupe la última gota de agua, el habitante de Camagüey, cuya mente en aquel momento toda es río, se lanza a las calles mojadas y galopa hacia el puente. Llega junto al Hatibonico, abre desmesuradamente los ojos y grita al fin, con voz que la carrera y la emoción hacen temblar:

—¡Cómo se ha puesto el río!

Y allí permanece, con la vista suspendida sobre la gemidora corriente, sin que puedan interrumpir sus éxtasis los policías que regulan el tráfico, ni los vehículos que cruzan, ni el viento que zumba, ¡ni siquiera el alarido estentóreo, levemente velado por el asombro, que de cuando en cuando lanzan los que van llegando y que ante las aguas enfurecidas y sonoras sienten también la imperiosa necesidad de desahogarse con un grito!...

Durante un día o durante una semana, el río sigue dando tema a todas las conversaciones.

Lo primero que se pregunta por la mañana, antes del desayuno es “cómo sigue el río”. Y en la dulce hora en que se reúnen alrededor de los platos todos los estómagos de una misma familia, el río está allí, desbordado y magnífico, rodando entre las fuentes, inundando las soperas, llenando las copas y los vasos, deslizándose entre las servilletas, y presidiendo, como un viejo patriarca, la mesa humeante y olorosa.

Por la noche, el río sale de paseo, junto con las familias: hace guardia en la esquina romántica, con el donjuanesco grupo de los tenorios obstinados; se sienta en los cafés frente a las mesas marmóreas y los vasos de refrescos, y rueda en las veladas familiares, tumultuoso y oscuro, cargado de árboles deshechos, de ahogados y de adjetivos…

Todavía al meterse en la cama, el camagüeyano piensa en el Hatibonico.

Y con su nombre en los labios y la visión de sus aguas en el pensamiento cierra los ojos para soñar… ¡con el río!

Río Hatibonico en el año 1900.
Leído por María Antonia Borroto



Publicado originalmente en Lis, Camagüey, 10-VII-1923. Tomado de Nicolás Guillén: Prosa de prisa (1928-1985) Compilación, prólogo y notas de Ángel Augier. Ediciones Unión, La Habana, 2007, t. IV, pp. 144-145.

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