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Los partidos políticos en Cuba, ¿cuáles son sus deficiencias?

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Los partidos políticos en Cuba, ¿cuáles son sus deficiencias?

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La política encuentra su más cabal expresión en los partidos organizados. Un partido político, teóricamente, por lo menos, es una fuerza de opinión parcial que se organiza hacia la conquista del poder para sus jefes o líderes, repartiendo los beneficios morales y materiales entre el país y sus partidarios.

Los partidos políticos son tan importantes a la vida consustancial de los pueblos que, como dijo un gran argentino, Domingo Faustino Sarmiento, “todas las instituciones modernas que reconocen la libertad y la igualdad de derechos de las opiniones políticas, tienen por base los partidos organizados”.

Desde este punto de vista, podemos afirmar categóricamente que, en el estado actual en que vivimos en Cuba, con rarísimos esfuerzos individuales, carecemos, realmente de partidos políticos. No es que sean insuficientes, como reza el tema, de suyo tan interesante, sino que existen para repartir, en pocos meses, o en semanas, dividendos tan asombrosos, que de la noche a la mañana surgen flamantes millonarios y nuevos ricos, de personas que hasta poco antes eran desocupados voluntarios de esa gran fragua de los pueblos que es el trabajo fecundo y creador.

Dentro de los partidos políticos, suele suceder, en todas partes del mundo, que se establece, de modo anormal, pero llega a convertirse en lo normal, la mecánica política; esto es el comité, la asamblea, el afiliado, el puesto público, el caciquismo, la aspiración y el fraude, que a espaldas de las verdaderas necesidades nacionales, por una degeneración del sistema, convierten esos organismos en los enemigos naturales de lo que Dísraelí llamara en alguna ocasión la “política al servicio público”.

La política como ciencia —define Kelsen— es decir, como un sistema de conocimientos expresados en juicios, debe ser una disciplina específica distinta de la teoría general del Estado. Si explicamos la teoría general del Estado, cómo es el Estado, y cuáles son sus formas fundamentales y sus contenidos expresos, tendremos la ciencia. Pero si la política pretende cuál es la mejor de las posibilidades, tendremos la técnica.

Expuesto así el problema, la distinción que hacemos entre ciencia y realidad, la política se nos presenta como una parte importante de la moral que traza “finalidades objetivas a la conducta humana”; o como la realización de los objetivos políticos, es decir, de los medios puestos en práctica para lograr un resultado, y entonces tendremos que apreciarla únicamente como técnica y no como regla moral.

La política técnica —que no es el tecnicismo— no se encuentra en los libros. Quizás pudiera hallarse en las discusiones de las asambleas de partido, o en los debates del parlamento.

Edmund Burke, una de las figuras más interesantes del pensamiento y de la práctica políticas en el siglo XVIII, en Inglaterra, que durante muchos años fue diputado, ofrece a estos estudios un rico material moral y práctico de la técnica. Burke pudo haber espigado con éxito en la diferenciación de la ciencia y la experiencia, porque los ingleses no son enteramente partidarios de la doctrina sin un examen real de los hechos políticos y de sus causas circunstanciales.

Los ingleses, tan mal interpretados cuando se ha pretendido ver en ellos una política científica y rígida, apegada al libro únicamente, o a las fórmulas tradicionales, se han acostumbrado, por lo contrario, a “ir resolviendo los problemas a medida que se van presentando “. La peculiaridad auténtica de los ingleses —dice Crosmann— consiste, no en su desprecio por la teoría, sino en la ventaja y en los usos a que la destinan. Nuestro pensamiento, como nuestro idioma —agrega este conocido escritor— tiene una profunda aversión por lo sistemático. Así, pues, “el pensamiento político inglés tiene un carácter profundamente dialéctico”. Forma siempre parte de una controversia y, por consiguiente, sólo es comprensible en relación con el contexto del conflicto que le da origen.

De acuerdo, con estas bases, meramente doctrinales, pero profundamente aplicables, es evidente que el estudio de la técnica política adquiere, para nosotros los cubanos, una importancia casi tan grande, o más aun, que el conocimiento de la ciencia misma.

Las ciencias sociales son las más complejas de todas las ciencias. Si la economía se rige por leyes que se producen en presencia de tales fenómenos; la política, que obedece también a leyes, está sujeta a la resistencia moral y cívica de los ciudadanos que componen una nación. “Los individuos —ha dicho Tawney—, resuelven o intentan resolver sus problemas; pero es la historia quien los plantea”. Los problemas —agregamos nosotros— no pueden hallar solución sino en aquellos momentos en que se produce el fenómeno. Los hechos políticos no son, por otra parte, panoramas interesantes o repugnantes; son hechos dinámicos a los que no pueden aplicarse reglas prestablecidas. El éxito del político es prever, de acuerdo con la resultancia posible o real, esos fenómenos. La teoría, por lo tanto, nos enseña un proceso, no una regla precisa y determinada. Ninguna rama del saber de las que hasta aquí se han elevado a la categoría de ciencias nos facilita las peculiaridades de la plaza pública, ni las inconformidades de los ciudadanos, ni el alma de lar muchedumbres, ni mucho menos el remedio que recomponga el mal, de ese todo, del cual surgen, en un instante dado estados colectivos que conducen a resultados imprevistos. Estos problemas son, aparte de las cualidades espirituales —inteligencia, moral, civismo— hijos de la experiencia y de la previsión, y con arreglo a ellos debemos actuar.

Establecidas, de este modo, unas breves bases, sobre las que vamos a construir la necesaria argumentación, encontramos nuestras deficiencias políticas, en tres aspectos esenciales: culturales, cívicas y técnicas.

Desde hace muchos años, la cultura ha ido decayendo en nuestros partidos. El desgano de los hombres de pensamiento, y la invasión de los hombres de ningún pensamiento, ha convertido a los partidos, en su mayor parte, en consorcios en los que la ignorancia y la estupidez reinan a su antojo El mal es antiguo, y no es nuestro solamente. Carlyle llamaba a la Cámara de los Comunes, un compuesto de seiscientos asnos.

Indudablemente exageraba. Si entre nosotros existiera un filósofo analista, se vería muy comprometido, con las naturales excepciones, al buscar calificación adecuada a nuestros males parlamentarios y partidistas.

En nuestra política clásica, el mal de la incultura se advertía, pero digamos, en honor a la verdad, que no era tan acusado como actualmente. Nuestros más vivos ejemplos republícanos. Varona y Sanguily, al fin se vieron desplazados. Eran buenos para honrar academias y ateneos, institutos y universidades, pero no para ser presidentes. Sin embargo, fueron vicepresidentes, senadores y jefes de partido.

El gobierno, es, de hecho, función del partido que gane las elecciones. Pero el Estado, como persona jurídica permanente, debe pertenecer potencialmente a todos los partidos, idea esencial para la buena marcha de la democracia.

En el orden cívico, nuestros males van en aumento. Los partidos políticos, en su mayor parte, no sirven para otra cosa que para fungir de intermediarios, sin que ellos sean en verdad el vehículo del progreso, que de este modo, suelto y disperso, genera un estado de opinión al margen, incapaz por sí solo, de influir en los destinos patrios. Los partidos, en los últimos tiempos, sólo han servido para canalizar la presión social sobre un conjunto de ideas afines de la masa, que al ser recogidos anárquicamente, destruye instituciones y aniquila pensamientos, haciéndolos igualmente confusos.

Pero en donde nuestros males son asombrosos y caóticos es en lo que se refiere a la técnica y a la mecánica de los partidos, mecánica y técnica que descansan absolutamente, en la hora presente, en el dinero y en el prebendaje burocrático. Los partidos políticos, de esta manera, se convierten en prolongaciones de la maquinaria del Estado, la provincia y el municipio.

Son, ni más ni menos, que una oficina pública, y así el presidente, el gobernador, o el alcalde, como decíamos hace días en Bohemia, nombran el personal de los comités ejecutivos y de las asambleas plenarias, en las que no pueden palpitar por estas razones ni el civismo ni la idea, convirtiéndose fácilmente en monopolios de los servicios públicos, en contra naturalmente de esos propios servicios públicos.

Como a nosotros no nos ha gustado nunca criticar sin ofrecer remedios, desde hace años, venimos propugnando la reforma de estos males, que creemos radican, por un lado, en la invasión de los problemas económicos sobre los espirituales, y por otro en el intervencionismo creciente del Estado, en tiempos de paz, que sucede a los períodos de agitación y de guerra. La lucha política, en tiempos pacíficos está dominada por el interés personal, y a veces por el más feroz de los egoísmos. Don Rafael Altamira, en su Psicología política ya lo advertía. Es así, pues, que lo que antes se basaba, casi por entero, en el espíritu, hay que asentarlo ahora, en su mayor parte, en lo económico, tratando, con arreglo a estos cambios esenciales del modo de proceder de los hombres, de garantizar esa nueva moral. De aquí, que los partidos políticos adquieran mayor importancia. Ésta ha crecido en proporción al desarrollo del Estado.

Hoy, que el Estado interviene tan intensamente en todas las esferas de la vida social; que dirige la economía pública privada, que da dirección a las creaciones culturales y a la educación pública, no se concibe una iniciativa por medio de sus órganos, sin la conformación conveniente de los partidos políticos.

De acuerdo, con mis modestas ideas, nuestros males radican en las leyes electorales; por eso proponemos una amplísima diferenciación con lo hasta aquí ensayado. No son los hombres solamente; el problema es también de instituciones.

Nosotros proponemos las siguientes reformas a la coacción de la ley.

  • 1) Establecimiento de la carrera administrativa, que equivale a la libertad de los empleados públicos.
    2) Tribunal de Cuentas, representado por todos los partidos políticos, de modo que funcione, ni más ni menos, que como un parlamento económico, que represente la fiscalización y empleo de los dineros del pueblo.
    3) Supresión del régimen de asambleas por el régimen de afiliados, que garantice su libertad y sus ideales.
    4) Voto directo para todos los cargos, que entraña el funcionamiento sin trabas de la Constitución de 1940.
    5) Subvención por el Estado de los gastos de los partidos políticos, a los fines de crear, necesariamente, la igualdad política del sistema socialista.

Nuestro Código Electoral, que sólo favorece al candidato rico, o al que ocupa o controla grandes y jugosas posiciones administrativas, es bueno en parte: aquélla en que regula la elección final. En cambio, en cuanto afecta a la formación y funcionamiento de comités y de asambleas, ha producido los más nefastos resultados. En poder, los comités ejecutivos y las asambleas, de las camarillas caciquiles y de los agentes a sueldo, apoyados en el puesto público, el partido solamente responde a minorías irresponsables, brutales e insaciables, que se imponen a las mayorías; por medio de ese mecanismo asaltan y dominan largos años.

Este sistema de representación, acaso regularmente satisfactorio en el régimen liberal clásico, en el que el Estado no intervenía en ninguna función pública, sino que se limitaba a garantizar el orden y la libertad, es sencillamente insoportable hoy en día, con arreglo al sistema socialista, de extensión estatal, en que la economía dirigida o intervencionista alcanza a las empresas privadas. El estado socialista es una inmensa burocracia que va desde el cargo público hasta el puesto privado, a través de las leyes sociales, que de este modo deja todas las instituciones a disposición del Poder Público, y por ende de los que lo ocupan.

Por otra parte, en el régimen actual de partidos, el afiliado no tiene funciones. Se afilia, y nada más. Elige, un día determinado tres delegados a la asamblea municipal, y aquí comienza, en la espiral hacia arriba, el escamoteo del partido, del programa y de las aspiraciones populares.

La postulación de los candidatos, de este modo, no se compadece con la voluntad de los afiliados. Y quiebra el sistema.

Las asambleas hacen lo que quieren sus controladores, y por ello, todos los candidatos, con muy pocas excepciones, son postulados por un sufragio de menor cuantía, escaso y coaccionado.

No digamos nada del presidente de la República, que se impone al electorado a través de un cuarto grado: el barrio, la municipal, la provincial y la nacional.

Si el afiliado tuviera voto para postular, al mismo tiempo que para elegir los organismos rectores, la función no quedaría desnaturalizada al nacer. Se cumpliría con ello el espíritu del artículo 98 de la Constitución, al que ha dado otra directriz nuestro más alto Tribunal de justicia, a mi juicio errónea y en desacuerdo con la voluntad de los convencionales. En posesión de su voto de selección el afiliado, como lo está más tarde el elector, voto secreto, naturalmente, los partidos se pondrían en movimiento hasta en los más lejanos rincones de la República, y de todas partes, llegaría al partido la expresión sincera y sentida de sus verdaderas necesidades. La candidatura sería libre.

El derecho de postularse sería libre. El aspirante a cargos públicos no se vería obligado a sucumbir ante los jefes controladores de asambleas, ni el afiliado estaría obligado a votar a la vista de todos sus administradores legales. Desaparecerían los intermediarios que perturban la vida interna de los partidos, y éstos se verían obligados a respetar las doctrinas de aquellos que se sintieron atraídos por sus ideales.

El establecimiento de la carrera administrativa, y el Tribunal de Cuentas, como un parlamento económico, naturalmente de escasa representación, designado por el Tribunal Supremo, son consustanciales a estas reformas. Jamás podrán existir partidos políticos de oposición, si no tienen su respaldo en el propio Estado que pretenden sostener y apoyar. La ausencia de garantías es en realidad lo que provoca, en nuestro medio, de tiempo en tiempo, la necesidad de las revoluciones. La mayoría del país, con frecuencia, se siente estrangulada por el régimen estatal que concede a los partidos de gobierno toda esa suma inmensa de factores coactivos y de corrupción, al paso que obliga a los partidos de oposición al largo vía crucis de la abstinencia o de la negación, o los relega al bolsillo poderoso y fluyente de los millonarios que pueden correr con los gastos de la mecánica electoral.

Sé, por natural inclinación del interés teórico, que de lo que podemos llamar nuestro plan, el único aspecto que tal vez no agrade sea el último de los medios enunciados; aquél que se refiere a la subvención por el Estado de los gastos de los partidos. Mi experiencia política, mi dedicación a ella, en lo que tiene de amplia y creadora para el pueblo, me ha demostrado que ése es, tal vez, el más importante de los requisitos del nuevo sistema, y en el cual radica el verdadero nudo gordiano del régimen socialista.

Los problemas hay que plantearlos en su verdadera medida y alcance. La mayoría de los hombres y de las mujeres no son ángeles. Están urgidos y constreñidos por necesidades y problemas. Y es preciso encararlas valientemente, sin esos eufemismos que consisten en envolverse en las banderas de las más puras doctrinas, con desconocimiento absoluto de sus posibilidades humanas. La política actual, no es de ninguna manera la de ayer. Los medios de lucha y de propaganda son hoy mucho más caros y selectos que los de antes, que podía imprimirse un periódico barato, levantar una tribuna en cada esquina, o recorrer pueblos a caballo, con el libro en la mano, y la palabra en los labios. El cine, la radio, la televisión, los transportes, las comunicaciones aéreas, terrestres y marítimas, los servicios monopolistas, etc., en fin, toda esa serie de gastos, exige una paridad en la lucha política, desajustada por las desigualdades económicas. Es profundamente injusto que los partidos de gobierno tengan en sus manos todo ese aparato, que en definitiva paga el Estado, y que los partidos de oposición carezcan en lo total de los medios, si no los pagan hombres ricos, que de esta manera sitúan el partido por debajo de sus ventajas, sujetos únicamente a las finalidades de su dinero.

Como de acuerdo con las bases expuestas, se establece la carrera administrativa, se crea la función económica parlamentaria y se suprimen los agentes e intermediarios, lo cual mermaría considerablemente la demanda electoral de burocracia, hay que establecer un equilibrio cierto entre todos los partidos. No podemos olvidar que, al mismo tiempo, quedarían en píe los gastos electorales, inevitables con arreglo a las necesidades económicas modernas. El gobierno, es, de hecho, función del partido que gane las elecciones. Pero el Estado, como persona jurídica permanente, debe pertenecer potencialmente a todos los partidos.

Si el régimen socialista va imponiéndose por la fuerza de las necesidades económicas y financieras del individuo, nada más justo, por otra parte, que funcione asimismo en protección de todas las ideas y opiniones que supone el gobierno del mañana.

De otra manera, se va creando, y lo vemos en todas partes del mundo, para espanto y nueva servidumbre de la humanidad, ese engendro monstruoso y profundamente arbitrario del totalitarismo; amenaza constante y perpetua de nuevas guerras.

Por eso, el Estado debe pagar los gastos políticos y electorales sin exclusivismos. Todos los años de elecciones debe votar créditos con destino a poner en movimiento y a hacer funcionar la armazón mecánica inevitable de los partidos, a la que los hombres y mujeres, al dedicarse, tienen que desatender sus obligaciones, con merma de sus entradas y sueldos. Recortada de esta manera la empleomanía facciosa; coordinada, en esta forma, la verdadera equidad socialista, que hoy solamente funciona en favor de los caciques de puestos públicos, se realzaría la moral ciudadana y se garantizaría la actividad individual, que es donde está la quiebra del estado comunista. Lo que hoy se hace destruyendo la administración, los negocios, las empresas privadas, hacia las cuales se empieza a extender la burocracia estatal malversando y defraudando públicamente el tesoro, mañana se podría hacer, en pequeñísima porción de gastos inevitables, justamente fiscalizados por todos los partidos, coordinando ventajosamente las exigencias económicas con el mantenimiento independiente de las ideas, a las que hay que encontrarles, en alguna forma, un ajuste necesario, so pena de seguir representados por los peores elementos, o por los ricos sin conciencia, que al margen del sistema actual, se hacen cada vez más ricos.

Estas son mis ideas. Sé que ahora es imposible llevarlas a la práctica. Sé que habría de requerirse una educación que actualmente brilla por su ausencia. No me hago ilusiones. Pero si algún día se me presentara la oportunidad de plasmarlas, lo haría, firmemente convencido de prestarle a mi país, con la moral del ideal y la realidad de la economía, no con doctrinas trasnochadas ni obsoletas, ni lugares comunes cansada y aburridamente repetidos, un verdadero servicio público, ya que las apetencias espirituales y morales, que no pueden desaparecer jamás de la mente de los hombres, se están viendo sometidas a la dictadura rígida del dinero, o a los heroicos y abnegados arranques de las revoluciones, no siempre convenientes al interés público, si lo substancial del régimen queda, como otras veces, en pie.

Azaña, ese gran español de los últimos tiempos, decía que la política consiste en realizar, que ella se parece al arte en que es creación de nuevas fórmulas y de nuevos sistemas, una creación que se plasma en formas sacadas de nuestra inspiración, de nuestra sensibilidad, y logradas por nuestra propia energía.

Pues no hay política de hombres desengañados, de hombres tristes, de hombres circunspectos y abombinados, de hombres fútiles, hábiles sólo para demoler y criticar, pero incapaces de crear y fundar.

Hace años, con ocasión de una visita a la Argentina, tuve oportunidad de leer un libro de José Manuel Estrada. En él encontré esta frase: “La ausencia total de partidos es el cretinismo de los pueblos”. Que no se diga, que en un país, como Cuba, distinguido por sus hombres de esencia y de pensamiento, nos estamos acercando al más espantoso de todos los cretinismos.

Jorge Mañach sobre la democracia en la Universidad del Aire, 1 de junio de 1950.


Discusión

Mañach: Apenas tenemos tres minutos para preguntas. Dr. Saladrigas, ¿querría Ud. comentar en alguna forma esta lúcida conferencia?

Dr. Saladrigas: Cuando el Dr. Márquez Sterling leía el brillantísimo trabajo con que nos ha favorecido, subrayó el carácter pasivo de los afiliados dentro de los partidos. En ese momento, yo pensaba que la comparación más adecuada era con la de los socios de sociedades anónimas cuyas funciones están limitadas a saber si la junta directiva reparte o no reparte dividendos. Esto me iba a llevar a mí a preguntarle si él pensaba que las directivas que obtenían esos beneficios podían ser las que llevaran a cabo las reformas necesarias para no quedar en esa actitud meramente de servidumbre y expectativa, pero el Dr. Márquez, las preguntas que a mí se me hubieran podido ocurrir en relación con ellas, las aclaró en el curso de su brillante trabajo.

Mañach: ¿Alguna pregunta por parte del público?

Dr. Pina: El Dr. Márquez Sterling ha señalado remedios de leyes.

No hay duda que las instituciones bien arregladas pueden contribuir a que la actividad del Estado se manifieste debidamente; pero él tiene mucha esperanza en el cambio de leyes electorales. Comprendo también que esos cambios son convenientes, pero ¿no cree el Dr. Márquez que está más honda la deficiencia? ¿que depende también de la falta de preparación cívica de nuestro pueblo y que, por consiguiente, mientras no ahondemos en la conciencia cívica con una propaganda constante y los partidos acudan también a ella y todos los ciudadanos, para que no se dé el caso que en las afiliaciones se afilien los que vayan persiguiendo los beneficios de la política y no todos los ciudadanos, no cree, en una palabra, que si se afiliaran a los partidos todos los ciudadanos cambiaría mucho nuestra política?

Márquez Sterling: Bueno, prácticamente todos los ciudadanos no están afiliados, pero un gran porcentaje sí. En las últimas reorganizaciones de los partidos se afilió nada menos que el 83% de nuestro cuerpo electoral. Ya yo veía ese aspecto que el Dr. Pina enfoca. Por eso dividí mi trabajo en tres partes, y comencé precisamente por el punto más esencial, que es el cultural o educacional. Todo no lo podemos arreglar en diez días.

Villaurrutia: A mí me interesa mucho que Ud. me aclare la cuestión del partido como instrumento motor ideológico. Yo creo que Ud. no se ha referido a ese punto, que es muy esencial, y me interesaría conocer su opinión sobre eso. Es necesaria una revisión de ese punto de vista.

Márquez Sterling: Yo creo que mi preguntante estaba distraído en ese momento, porque yo me refería esencialmente a la ideología de los partidos y empecé por ello.

Mañach: Bien, señores, ya ha terminado desgraciadamente el tiempo para preguntas. Hoy nos hemos sobregirado un poco, pero muy fecundamente, porque las disertaciones han sido sumamente interesantes.


El Camagüey agradece a José Manuel García la posibilidad de publicar este texto.
Conferencia dictada el 30 de octubre de 1949 en La Universidad del Aire del Circuito CMQ. Tomada de Cuadernos de la Universidad del Aire del Circuito CMQ, 11. Tercer curso, Octubre 1949 – Junio 1950). “Actualidad y destino de Cuba, La Habana, Editorial Lex, 1949, pp.93-102.

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