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Mi última excursión por los Pirineos (I)

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Mi última excursión por los Pirineos (I)

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Reunidos en Alzola mi marido y yo —después de haber tomado él las célebres aguas de Panticosa, y terminado yo mi anual excursión por los baños de Guipúzcoa—, determinamos visitar la provincia de Vizcaya, pasando de ella a Bayona y recorriendo en seguida una parte de los Pirineos franceses.

En efecto, breves horas de cómodo y agradable viaje nos transportaron como por arte mágico a las pintorescas orillas del Nervión, donde se asienta blanca y risueña —cual una joven en su día de boda— la linda capital de la más famosa de las provincias vascas, bajo un cielo alegre y benigno que parece acariciarla con amorosos destellos.

La vista de la gran ría, poblada de embarcaciones; de las calles, tiradas a cordel y empedradas de menudas guijas, entre las que se distingue la llamada de la Estufa situada entre bosquecillos y jardines—; de las casas, la mayor parte hermosas y con tres o cuatro pisos; de la elegante Plaza Nueva —que cuenta 234 pies de longitud y 196 de anchura —con sus arcos, sus columnas dóricas y sus preciosas fuentes : todo forma un conjunto bellísimo, prestando al aspecto de Bilbao cierto carácter de regularidad y simetría que no es muy común en las poblaciones españolas.

En la mañana misma de nuestra llegada pudimos visitar la casa de la Diputación, que es la más notable de cuantas adornan la Plaza Nueva, y en una de cuyas salas nos fueron enseñados dos magníficos jarrones, regalo de los emperadores franceses, cuyos retratos se ostentan, admirablemente parecidos, sobre la riquísima porcelana.

Vimos en seguida el afamado Hospital, el nuevo Instituto y Colegio, y por la tarde el lindísimo paseo que se denomina, no sé por qué, del Arenal, pues más bien pudiera llamarse oasis.

El Hospital es un vasto edificio costeado por la caridad pública, y cuya fachada —que corona el escudo de la villa— presenta cuatro bellas columnas dóricas, de treinta y dos pies de altura, y elegantes cornisas. Consta el edificio de cuatro cuerpos: en el principal están la sala de juntas, el archivo, la capilla, el laboratorio, la botica, el anfiteatro anatómico, las habitaciones de los empleados, la repostería, la cocina, etc. El segundo y tercero los ocupan los enfermos, colocados cómodamente en salas muy ventiladas, con extensas galerías. La parte baja es la destinada a tiendas y oficinas, hallándose además en ella los lavaderos y otras dependencias.

Un hermoso patio, con jardín y fuente, facilita a los convalecientes la ventaja de poder pasearse al aire libre; por manera que nada se echa de menos en aquel benéfico establecimiento, que debe contarse entre los mejores de España, donde por desgracia no son muchos los buenos.

Respecto al colegio, ninguno he visto que pueda comparársele en ciudades secundarias, y muy pocas de las de primer orden ofrecerán casas de educación mejor montadas. El aspecto de la de Bilbao es verdaderamente majestuoso, y después de emplear muchas horas en recorrer sus salas todavía no pudimos hacer más que atravesar, sin casi detenernos en ninguna, las de matemáticas, historia natural, física, náutica, música y dibujo, notando en todas ellas un orden admirable.

Por la noche asistimos al teatro, donde trabajaba a la sazón una buena compañía italiana; pero lo que llamó particularmente nuestra atención en aquel coliseo, que aunque pequeño es bonito, fue la numerosa y escogida concurrencia, cuya tercera parte, por lo menos, la componían elegantes mujeres dotadas todas de ese género de severa hermosura, tipo inalterable de la raza vascuence, y cuyas correctas líneas nos recuerdan la estatuaria griega.

Donde mejor puede admirarse la belleza de las bilbaínas es en el paseo del Arenal, nombrado antes. Allí, con preferencia a otro vergel no menos ameno que llaman de los Caños, se reúne cada tarde, a la sombra de las alamedas que bordan las márgenes del Nervión, una tropa de esbeltas jóvenes y juguetonas niñas que se pasean solas, sin más guarda que su decoro virginal y la honradez vizcaína. No hay miedo de que encuentren insolentes pollos que las insulten con sus groseros chistes, ni gallos de espolón que las asedien con insidiosas galanterías, como sucede en la coronada villa. En Vizcaya, lo mismo que en Inglaterra, las doncellas gozan de una libertad que está garantida por el respeto público, y así en el paseo como en el vapor que hace cada mañana la encantadora travesía a Portugalete, por las tranquilas aguas de la ría pueden sus amigos acompañarlas y servirlas sin temor de empañar por ello su limpia reputación: honnii soit qui mal y pense.

El segundo día de nuestra estancia en Bilbao nos inutilizó la mañana una importuna llovizna, que sólo hizo tregua pasado el mediodía. Visitamos entonces las iglesias, sin hallar ninguna que me pareciera digna de especial mención, si bien en la de Santiago, que es la más antigua de las parroquias, el altar mayor se distingue por su elegante sencillez, y la custodia, obra de Garín, es riquísima, midiendo seis pies de altura.

Donde me detuve con particular complacencia fue en la Plaza Mayor, hoy del Mercado, pues, aunque nada de atractivo y ameno ofrezca su aspecto a las miradas, posee para la imaginación un encanto poderoso en su tesoro de viejas tradiciones.

—¿Ve usted aquel viejo caserón, hacia la esquina de la carnicería?— me decía mi amable e inteligente cicerone, que era una distinguida señorita—. Hubo un tiempo en que se le llamaba palacio, porque decorado con magnificencia servía de morada a la bella Toda de Larrea, aquella sirena encantadora que logró hacer infiel (si la tradición no miente) nada menos que al augusto consorte de la gran reina católica. Mire usted esa puerta: por ella la sacaron con engaño, llevando en sus brazos a su hija—a quien llamaban en el país la excelente— para sepultar a ambas, por disposición superior, en un convento de Madrigal, que rigió más tarde como abadesa la bastarda del monarca aragonés. Su hermosura, según fama, fue tan extraordinaria que le mereció el dictado de monja angélica.

En la torre que se divisa al lado opuesto —añadía mi compañera— se dio muerte, por mandato de Pedro I de Castilla, a su primo el infortunado don Juan, y si nos acercamos más puede usted distinguir el balcón por donde arrojaron su cadáver sangriento. Pero veo que rehúsa usted abandonar el centro de la plaza, como si la fijase en él un encanto secreto: su corazón de poeta adivina quizá que en el mismo sitio en que usted sienta sus plantas coloca otra tradición —muy triste también— el comienzo de una de las escenas más características de los tiempos de que hablamos. Si usted quiere entrar, la octogenaria habitadora del cuarto bajo le referirá a su modo, pero sin olvidar detalle, la lamentable historia del caballero de Avendaño y su bellísima Elvira, pues de tan noble pareja desciende la vendedora de hortaliza a quien vamos a visitar.

Seguí a mi amiga, penetramos en la vieja casa, y he aquí lo que en pocas palabras oí de boca de la anciana verdulera, cuya merienda interrumpió nuestra inesperada visita.

Antigua imagen de Bilbao.

Cuando terminó la verdulera su relato, que, aunque en distinto estilo, acabo de transcribir fielmente, desaparecían los últimos crepúsculos de la tarde, y las sombras de la noche, que iban envolviendo aquellos sitios de trágicas tradiciones, les prestaban a los ojos de mi imaginación cierto poético horror.

Comprendiendo mi compañera las disposiciones de mi espíritu, guardaba respetuoso silencio, ambas salimos del ruinoso caserón y nos estuvimos paseando por la antigua plaza pensativas y melancólicas. Nos retiramos tarde y lentamente, filosofando sobre las vicisitudes de los tiempos, que nos presentaba al último vástago de una familia ilustre en aquella vieja vendedora de hortalizas que habitaba como arrendataria una parte de la mansión de sus abuelos, mansión consagrada por recuerdos tan solemnes.

Nota de la comisión editorial encargada de publicar las Obras de la Avellaneda en 1914.

Esta narración vio la luz en publicación discontinua que empezó el 19 de Junio y terminó el 28 de Julio de 1860, en el Diario de la Marina, de la Habana. Fue insertada en forma de folletín, y se divide en acápites señalados con números romanos hasta el X, que es el último, siendo notable la omisión del número IX. El número II contiene la leyenda de Avendaño y Elvira. Suprimidas en el presente esta leyenda y La ondina del lago azul, por haber sido ya incluidas entre las obras del mismo género que contiene el tomo V, la numeración ha tenido que ser a la par alterada y reducida. 

Por lo que se verá en la carta que sigue, con que aparece encabezada la narración en el Diario de la Marina, la autora no pulió mucho el lenguaje de esta obra, hecha más para la vida efímera del periódico que para la permanente del libro, aunque, hallándose en el texto los 48 caracteres propios del estilo de la Avellaneda, parece indudable que algo más que notas debió remitir al Diario, o que, ellas ya impresas, hubo de enlazarlas con más o menos cuidado al corregir las pruebas, dotándolas de la unidad y del orden con que fueron publicadas. El último párrafo de la carta parece indicar lo primero. En cuanto al desaliño de que se acusa la escritora, si puede notarse en algunos pasajes de esta narración, de ningún modo se advierte en las dos leyendas o tradiciones que injertó en esta obra, y que con alguna muy leve modificación, y sin mayor pulimento, pasaron al tomo V de sus Obras completas: su gusto exigente y su juicio severo no las encontraron indignas de la colección.

Dice así la carta que arriba se cita:

Señor Director del Diario de la Marina:

Mi estimado amigo: Como si presintiese que había de abandonar próximamente el suelo ele Europa, quise en mi excursión veraniega del año último recorrer los sitios más notables de los Pirineos españoles y franceses, tomando notas de las tradiciones que los poetizan. Mi propósito era escribir más tarde algunas curiosas páginas de impresiones y recuerdos, para corresponder a los amigos que se reunían en mi modesta casa una vez por semana, amenizando nuestra pequeña reunión con la lectura de sus trabajos literarios inéditos. El propósito indicado no pudo realizarse, porque a los diez días de mi regreso a Madrid me hallaba con mi marido a bordo del San Francisco de Borja, destinado a conducir al ilustre caudillo que hoy rige los destinos de la Antilla reina de estas hermosas playas, en que plugo al cielo colocar mi cuna.

Revueltos entre fárragos de manuscritos venían conmigo los ligeros apuntes tomados en mi indicada excursión, tan borrosos por cierto, y tan poco inteligibles, que aun yo misma he necesitado esfuerzos de memoria para descifrarlos, cuando se me ocurrió la idea de que acaso no le vendrían mal a usted para folletines de su apreciable Diario.

Mi primera intención de fundar sobre aquellas notas un extenso y agradable relato de mi última correría, realzando cuanto pudiera el interés de las tradiciones (recogidas en mi país en que son tan abundantes), me pareció imposible después de haberse borrado de mi mente multitud de datos con que contaba para auxiliar los consignados en el papel, que eran por desgracia los menos. Pero a falta de bonitas narraciones podía dar a usted, amigo mío, los mismos apuntes destinados a servirles de base, pues lo que desmereciesen por incompletos y desaliñados lo ganarían acaso por la sencillez y verdad que caracteriza todo lo que se escribe para sí mismo, sin pretensiones de embellecer y abrillantar las cosas con ropajes de la fantasía. Esto pensé y esto hago. Ahí van mis borradores; usted les dará el destino que mejor le parezca, como también a estas líneas que les sirven de encabezamiento.

B. S. M.


Tomado de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Obras. Ensayos, artículos, crítica literaria e impresiones de viaje. Compilación y prólogo: Cira Romero. Matanzas, Ediciones Matanzas, 2013, pp.133-138.

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