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Todo comenzó en aquellas noches... (de Leyendas y tradiciones del Camagüey)

Todo comenzó en aquellas noches... (de Leyendas y tradiciones del Camagüey)

Todo comenzó, quizá, en las largas y húmedas noches de primavera, cuando los monteros, reunidos en torno al fuego para alejar los mosquitos, comenzaban a contar historias. También en la propia villa, después del “toque de oración”, cuando, consumida la rústica cena, la familia se reunía en el corredor a conversar de un pasado no demasiado lejano, pero en el que las pérdidas y los olvidos eran sustituidos libremente por la fabulosa imaginación de gentes escasamente letradas.

Numerosas leyendas han acompañado la historia de Puerto Príncipe y esto pudiera suscitar la perplejidad de un investigador. En un territorio cuyos orígenes más remotos están sumidos en las brumas del siglo XVII y que sólo tiene evidencias confiables desde mediados del Siglo de las Luces —que para ellos no lo fue tanto—, no parecería posible el que se forjaran mitos y consejas sobre motivos de aquellos días, al no poderse remitir éstos a una inexistente Edad Media o a una hipotética Antigüedad. Éste es el criterio defendido, por ejemplo, por una eminente escritora principeña, Aurelia Castillo, quien llegó a afirmar:

[...] lo maravilloso en Cuba lo es muy poco. Faltan a nuestras leyendas los velos de los siglos, a través de los cuales, y por prestigioso efecto, que pudiéramos llamar óptica de la imaginación, las diversas figuras de los cuadros se caracterizan de tal manera que las bellas y poéticas llegan a hacerse casi vaporosas, casi angélicas; al paso que las de aspecto siniestro llegan a parecer tan feroces, que nadie puede dudar de su naturaleza infernal. Falta en nuestra joven isla esa acumulación de misterio y de hipérbole que en el antiguo mundo han ido operando numerosas generaciones, agrupadas durante sus largas noches de invierno en torno de rojizas llamas, mientras oyen silbar el viento en dentadas montañas [...] En nuestro clima tropical se vive al aire libre; la luz penetra en todas partes, y lo maravilloso no encuentra simas profundas, ni picachos inaccesibles y nebulosos donde refugiarse[1].

Sin embargo, para una sociedad nueva como ésta, el problema de sus orígenes, la inexistencia de archivos confiables y la necesidad de explicarse las motivaciones que subyacen tras ciertos hechos históricos, de los que no se conservan todos los elementos de juicio, favoreció la transmisión oral o escrita de leyendas, basadas en sucesos que, en la mayoría de los casos, habían ocurrido con menos de un siglo de distancia y de los que en ocasiones estaban separados por unas escasas décadas. El relato histórico y el de ficción tienden a mezclarse en estas leyendas. La historia muestra el dato, la evidencia; la leyenda aporta los personajes, el ambiente y casi siempre los motivos que los animan a actuar de uno u otro modo.

Si Santa María del Puerto del Príncipe había padecido en sus orígenes de una peligrosa provisionalidad, a causa de sus sucesivas fundaciones y mudanzas —de hecho, la primera fundación, el 2 de febrero de 1514, tiene todos los visos de una leyenda, mas no puede ser echada a un lado dado su fuerte valor simbólico—, cuando al fin pudo arraigarse e ir forjando con el transcurrir de las décadas el rostro de una ciudad naciente, se fue ganando la noción de que tenía una historia de hechos olvidados; los documentos perdidos fueron sustituyéndose por explicaciones míticas: así sucede con la construcción de la ermita de la Soledad o con las motivaciones de fray Manuel Agüero para la donación del Santo Sepulcro. Edificios, objetos de culto, epitafios como el de Dolores Rondón, iban a convertirse en elementos fundamentales de una identidad local y serían legitimados por relatos más o menos prolijos que avalaran su “antigüedad” y su mágico atractivo. Lo que doña Aurelia, a pesar de ser poetisa, no pudo comprender, es que en un pueblo joven, cincuenta o cien años, equivalen a muchos siglos de los europeos y que no es posible —al menos en los países de tradición hispánica— crecer sin un pasado, y las leyendas vienen a cumplir aquí el rol que en otros sitios desempeñan los viejos pergaminos y los yacimientos arqueológicos.

En la medida en que la Ilustración fue permeando en el siglo XIX a ciertos sectores privilegiados, las leyendas fueron pasando de las infinitas variantes de las versiones orales, a fijarse como textos con un mínimo de crítica histórica. A partir de allí, comenzamos a estar en deuda con los escritores que se aproximaron a este material para extraer de él sus propias versiones: ya no puede hablarse del aura blanca sin recordar el texto de La Avellaneda, e inclusive hoy sabemos que el muy confuso relato sobre el Santo Sepulcro debe parte de su aliento folletinesco a la redacción que de él hiciera Ángel Ciro Betancourt para el diario habanero La Lucha, aunque esas páginas, leídas y comentadas por los principeños de su tiempo, sean también hoy casi leyenda.

Leyenda era el nombre que en el origen de las literaturas europeas se había dado a los asuntos de los fragmentarios textos épicos, núcleos remotos de los “cantares de gesta”. En el siglo XIX, el romanticismo buscó de nuevo la leyenda en las consejas campesinas, los pasajes oscurecidos por el tiempo de las historias locales, en los relatos custodiados por un pueblo, un edificio, una familia y lo que Heine hiciera en Alemania, lo cumplieron a su modo en España: el duque de Rivas, José Zorrilla y Gustavo Adolfo Bécquer, cada cual según las peculiaridades de su estilo. Los dos primeros volcaron su material en la poesía y el drama, el último en una prosa brumosa y evocadora, sustraída del fluir del tiempo.

Con materiales semejantes iba a trabajar la principeña Gertrudis Gómez de Avellaneda. Mas ella va a volcarlos en las estructuras del folletín romántico, género que le resultaba muy familiar por su experiencia como novelista.

En 1844 había publicado “La baronesa de Joux”, a la que siguieron: “La velada del helecho”, “La montaña maldita” y, ya en Cuba, dio a conocer en 1860, en el Diario de la Marina: “La bella toda”, “Los doce jabalíes” y “La ondina del lago azul”, mientras que su propia revista, el Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello acogió “La dama de Amboto” y “La flor del ángel”, todas ellas ubicadas en la geografía europea. Sólo dos de sus tradiciones se ubicarán en la América continental: “El cacique de Turmequé” en el Virreinato de Nueva Granada y “Una anécdota de la vida de Cortés” en la naciente Nueva España. Cuando la escritora redacta El aura blanca y se atreve a llamarla “tradición cubana”, usa un término en realidad impropio, pues se refería a hechos inmediatos; así pues, su labor en este caso más que en el terreno de la leyenda, cae de lleno en el periodismo literario romántico[2].

A fines de ese siglo, el escritor peruano Ricardo Palma (1833-1919) va a dejar su impronta en la literatura del Nuevo Continente con sus Tradiciones peruanas, publicadas entre 1872 y 1915. En la “tradición” se mezclan el discurso histórico y el de ficción: una leyenda, una anécdota curiosa, un hecho histórico poco conocido, sirven como pretexto para largas digresiones históricas, per meadas por el pensamiento liberal-positivista que somete a crítica el pasado americano, para sacar a la luz los horrores de la conquista, los disparates de la Inquisición, no sin cierto apego por los detalles de la vida lugareña de otros siglos que las nuevas repúblicas van barriendo.

No es extraño pues, que con el inicio de la etapa republicana en Cuba, Palma encontrara discípulos por estas tierras. En Santiago de Cuba, don Emilio Bacardí Moreau (1844-1922) redacta sus Crónicas de Santiago de Cuba y además nos lega Doña Guiomar, novela histórica ubicada en el siglo XVI. Tanto en las primeras, más apegadas a la exposición histórica, como en la segunda, donde la ficción del narrador va de la mano con cierto material legendario, aparece la voz de un liberal empeñado en fundar un país nuevo sobre la crítica de un pasado que parece marcado por la fatalidad romántica desde sus orígenes. Mientras tanto, en La Habana, el periodista español Álvaro de la Iglesia (1859-1940) da a conocer sus Tradiciones cubanas, entre 1911 y 1917, aunque en este caso, menos interesado en el juicio sobre el pasado que en el detalle pintoresco, y más apegado a la anécdota curiosa que al ámbito de la leyenda popular que parece resultarle prácticamente desconocido.

En Camagüey, ningún escritor mostró por esos años un interés semejante. Hubo que esperar hasta 1945, para que un curioso volumen: El Camagüey legendario llenara esos vacíos. Su inspiradora y redactora fundamental fue la doctora Ángela Inés Pérez de la Lama, catedrática de Español del Instituto de Segunda Enseñanza de la ciudad. En sucesivos cursos, desde 1940 hasta 1944, orientó a sus discípulos la redacción de composiciones sobre leyendas, costumbres tradicionales, anécdotas, biografías de héroes o intelectuales relevantes e historias de monumentos del territorio, que ella se encargó de corregir y compilar. En el prólogo que abre el libro, ella procura hacer explícitos los propósitos que la animaron:

El gran pensador español don Miguel de Unamuno dijo que “la base de la personalidad colectiva de un pueblo es la tradición”. Por eso, fieles a este principio, hemos recogido amorosamente el rico caudal de nuestras tradiciones y de nuestras leyendas (disperso hasta ahora aquí y allá) presentándolo revestido con las ardientes galas de la imaginación infantil de sus autores, si bien cuidando siempre de que conserve toda la fragancia y la espiritualidad de las cosas de ayer, respetando en unos casos la narración literaria ya consagrada, velando en otros por la presentación de las menos conocidas, huérfanas aun de todo ropaje literario, pero procurando en todo momento dar plenitud al romántico anhelo de hacer revivir en estas páginas a nuestro viejo Puerto Príncipe[3].

El libro iba a convertirse en un verdadero suceso. Cosa no común en aquellos tiempos, la tirada se agotó pronto, hasta el punto de que una década después era ya una verdadera rareza bibliográfica, lo que motivó a la sociedad cultural femenina Lyceum, a costear una segunda edición en 1960, destinada en lo fundamental a las bibliotecas escolares. Hoy ambas ediciones pueden ser ubicadas, sin lugar a dudas, entre los libros raros y valiosos que unos pocos atesoran.

El Camagüey legendario es un libro más valioso por sus intenciones que por su texto. En él se recoge el sentir de un importante sector intelectual de la provincia que abogaba por salvar memorias y monumentos que la desidia oficial o la vocación “modernizadora” de algunos amenazaban con barrer. Sin embargo, la desigual calidad de los textos, la escasa crítica a las fuentes históricas consultadas —que son casi exclusivamente la Colección de datos históricos, geográficos y estadísticos de Puerto Príncipe y su jurisdicción de Torres Lasqueti y los escritos del por entonces Historiador de la Ciudad, Jorge Juárez Cano— a lo que se añaden numerosos errores en fechas, confusiones, lagunas, hacen casi imposible una reedición del volumen, pues quedaría ahogado por el peso de las imprescindibles rectificaciones y notas críticas. La aparición, por demás, en las últimas décadas de numerosas biografías de personalidades locales, estudios sobre el patrimonio edificado, cronologías históricas, así como investigaciones sobre las letras y el arte principeño, han hecho caducar gran parte de su material, con excepción quizá de sus primeras cincuenta páginas, las dedicadas a leyendas y tradiciones.

En 1960, vio la luz en la imprenta de la Librería Lavernia, otro libro, Tradiciones camagüeyanas, salido de la pluma del historiador aficionado Abel Marrero Companioni, quien iba a centrarse en algunas leyendas y costumbres de la ciudad, documentadas por sus misteriosos archivos y relatadas con cierta amenidad para el lector común. Sin embargo, este farmacéutico ilustrado iba a quedarse a medio camino: mezcló en su redacción la historia con la novela, modificó datos y situaciones con cierta arbitrariedad, sin que a veces sepamos si se trata de licencias literarias o de errores de información, y todo ello no puede justificarse con hipotéticas bellezas narrativas de las que sus relatos carecen. El libro, de escasa tirada, se volvió muy pronto una rareza... y pasarían varios años sin que las leyendas locales fueran tratadas de manera sistemática[4].

Este libro intenta llenar ese vacío. Al escribirlo, no he pensado en los investigadores, sino en esas personas que tantas veces me han preguntado por los detalles más o menos fabulosos que alientan en nuestro pasado. Para ellos he vuelto a narrar estas leyendas, procurando respetar en cada caso la versión de ellas que ha sido privilegiada por la tradición oral o por una redacción anterior comúnmente aceptada, aunque incorporando los datos de investigaciones recientes que confirman o rebaten ciertos detalles y ofrecen al lector la ubicación histórica imprescindible para comprenderlas. En ningún modo he procurado emular la actitud en algún sentido positivista de aquellos que han intentado “desmentir” las leyendas a partir de datos históricos, sino deslindar dónde concluye lo constatable y dónde comienza la fabulación, para que esa realidad particular de lo legendario brille mejor.

Junto a las leyendas más conocidas he puesto ciertos hechos fabulosos o pintorescos que participan ya de los rasgos de las leyendas y que hasta ahora sólo han estado disponibles para los investigadores que tienen acceso a ciertos libros antiguos o archivos añejos. De ahí que el volumen contenga “leyendas” y “tradiciones” entendido este último término en el linaje literario de Ricardo Palma, no en su usual definición de “trasmisión de ritos, costumbres, doctrinas, hechas de padres a hijos al correr del tiempo”.

De una ojeada podrá constatar el lector que el texto presentado no agota el rico venero existente. No fue nuestro propósito el lograrlo sino, más modestamente atraer la atención sobre un material que guarda todavía riquezas ignoradas. Por otra parte, nos hemos limitado, como nuestros antecesores en esta labor, sólo al área de la ciudad cabecera durante el período colonial, a pesar de que el siglo XX, que ya empieza a alejarse, tiene su propio acervo de leyendas, sin olvidar las que, de diferentes épocas, atesoran otras regiones de la llanura camagüeyana, mas eso será empeño para otro escritor.

En última instancia, este conjunto más que la labor de un historiador, acusa la de un narrador, que como aquellos monteros sentados junto a la fogata o aquellos patriarcas en medio de las familias, en los taburetes entre el jazminero y el galán de noche, ganaban de golpe la atención de todos cuando, tocados por un particular espíritu, comenzaban su relato: “Dicen que hace muchos años...” y nadie se atrevía a interrumpirlos.


Tomado de 
Leyendas y tradiciones del Camagüey. Tercera Edición. Editorial Ácana y Editorial Letras Cubanas, , Camagüey, 2006, pp.7-16.

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