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Una tragedia real de la Avellaneda

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Una tragedia real de la Avellaneda

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El año de 1858 señala para doña Gertrudis Gómez de Avellaneda el punto culminante de su gloria. El día 9 de abril se había estrenado en el Teatro de Novedades su gran drama Baltasar, cuyo éxito había sobrepujado a las más audaces esperanzas de la autora, y que luego se representó cincuenta noches seguidas, cosa no ya inusitada sino inaudita en aquella época. Y lo merecía; porque aquel drama es una de esas obras que honran sobremanera a la nación que las da origen. La crítica de entonces le fue muy favorable, y la de la posteridad no hizo más que confirmar aquel fallo y aun realzar, si fuese posible, el mérito de aquel portentoso drama. El nombre de la Avellaneda era ya citado como autora dramática al nivel de Zorrilla, García Gutiérrez y Hartzenbusch, los tres poetas de más fama en aquel tiempo.

Su vida privada y sus sentimientos y afecciones habían entrado igualmente en un período de dulce reposo y bienestar, que prometían durar largos años. Pasada la época de sus tormentosos amores con D. Ignacio de Cepeda y con García Tassara, había dado acogida en su alma al afecto conyugal más tierno y seguro. Tres años hacía que se había casado con el bizarro y joven coronel de artillería D. Domingo Verdugo, uno de los héroes, o a lo menos de los valientes, de Vicálvaro, que habían traído a la nación un nuevo orden político. Era diputado a Cortes por su país natal[1]; amigo íntimo de D. Leopoldo O’Donnell, que en breve iba a ocupar el poder por largo tiempo; y todo, en fin, parecía sonreír a aquella dichosa pareja.

Pero la desgracia, que acechaba silenciosa y pérfida, convirtió toda aquella felicidad en terrores, llanto y desconsuelo en un instante. Cinco días después del estreno de Baltasar, cuando más ardientes sonaban aún los aplausos de esta obra famosa, en pleno día y en una calle tan pública como la del Carmen, fue herido a mansalva el coronel Verdugo de dos estocadas, que al principio se creyeron mortales y que, algo a la larga, vinieron a serlo.

Dos meses estuvo el herido luchando entre la vida y la muerte; logró restablecerse, aunque mal, y este terrible suceso y sus consecuencias fueron, como vamos a ver, los que torcieron por completo el giro y curso de la vida de la insigne escritora, haciéndole conocer una vez más que la dicha no existe en este mísero planeta.

Pero antes debemos dar algunos antecedentes sobre el origen y causa inmediata de la feroz venganza, si es que lo fue, y no una agresión injustificada, como parece más probable, y que tan desastrosos efectos produjo.

A principios de 1853, el 9 de enero, falleció el célebre poeta D. Juan Nicasio Gallego, individuo de número de la Real Academia Española; y doña Gertrudis Gómez de Avellaneda aspiró a sucederle en este puesto. Contaba no sólo con lo que pudiese valer la voluntad del escritor difunto, que repetidas veces había manifestado su deseo de ver a la que consideraba como su discípula entre los socios de la Academia, sino con la amistad de varios de los principales miembros de dicho Cuerpo, como eran Quintana, Pastor Díaz, D. Eugenio de Tapia, Puente y Apezechea y algún otro.

Gozaba grande influjo, y en este mismo año subió al poder, como presidente del Consejo de Ministros, el conde de San Luis, a quien gran número de sus amigos y favorecidos de la Academia pensaron en presentar para cubrir la vacante de Gallego. La Avellaneda recurrió a la galantería del conde para que la dejase el campo libre, y así se lo ofreció, en el caso de que la candidatura de la poetisa no tropezase con algún obstáculo reglamentario invencible. Aunque no muy satisfecha de la respuesta, presentó la Avellaneda su solicitud a la Academia con fecha 2 de febrero[2]; pero antes de votar la plaza vacante se discutió y votó un asunto previo, cuál era el de si las mujeres podían ser elegidas académicas de número. De los veinte académicos presentes, seis opinaron por la admisión y catorce en contra: no hubo, pues, lugar de votar la solicitud de la Avellaneda, que por dicho acuerdo quedaba excluida e inhábil para el cargo.

Esto ocurría el 10 de febrero. La Academia acordó por unanimidad que el director y el secretario, en nombre de ella, manifestasen a la señora Avellaneda que la Corporación entera reconocía y admiraba el peregrino ingenio de que tantas y tan insignes pruebas había dado en sus obras literarias y que lamentaba no poder condescender con su solicitud por el acuerdo de carácter general que acaba de tomar[3].

Esto, no obstante, la Avellaneda quedó muy resentida. Dos días después escribió de nuevo al conde de San Luis quejándose de que no se hubiese retirado antes de la votación, y dejando traslucir haber sido eso la causa del acuerdo que la excluía. El conde hizo retirar su propuesta, y ni entonces ni nunca volvió a ser presentado para el cargo. Quien salió favorecido en este río revuelto fue D. Antonio Ferrer del Río, el cual, habiéndose presentado candidato, sin esperanza alguna, pues no contaba con un solo voto seguro, quedó elegido académico por falta de competidores[4].

Si la Avellaneda no ocultaba su encono contra la “pandilla de Venturilla Vega”, como ella decía, y, en general, contra todo el grupo polaco, éste le pagaba en igual moneda, acusándola de haber impedido, sin ningún provecho suyo, que San Luis entrase en la Academia. Comenzaron desde este momento a hacerle cruda guerra D. Manuel Cañete en El Heraldo, periódico personalmente adicto al conde de San Luis, y D. Aureliano Fernández Guerra, con el seudónimo de Pipí, en la revistas dramáticas que escribía en La España, diario moderado. D. Luis Fernández Guerra, hermano de D. Aureliano, compuso y divulgó por entonces un romance satírico, muy agudo, pero muy libre, contra la Avellaneda, con el título de Protesta de una “individua” que solicitó serlo de la Academia Española y fue desairada, y empezaba así:

   Yo, doña Safo segunda,
   entre avellanada y fresca;
   musa que soplo a las nueve
   y hago viento a los poetas...

Cayó tan en gracia el chiste, que entre el grupo enemigo era comúnmente designada doña Gertrudis con el nombre de Doña Safo.

Firma de Gertrudis Gómez de Avellaneda


Casi todas las obras que en adelante estrenó la Avellaneda fueron juzgadas con más severidad que antes. Verdad es que no tuvo el mismo acierto en varias de ellas. Dejando a un lado las traducciones que por entonces hizo representar como La aventurera, de Augier, y Hortensia, de Soulié[5], y que, por tal circunstancia, pasaron sin contratiempos, fue silbado y maltratado por la crítica, de tal modo que la autora no se atrevió a imprimirlo, el drama en cinco actos titulado La sonámbula, estrenado en el Teatro del Príncipe el 4 de marzo de 1854, y eso que había sido elegido para su beneficio por Teodora Lamadrid, primera dama del teatro.

Cayó poco después con estrépito el conde de San Luis y vino la revolución del 54. La Avellaneda, que siempre se había mostrado inclinada al partido liberal, estrechó más sus relaciones, casándose, como hemos dicho, con uno de los sublevados de Vicálvaro, lo cual fue una causa más del encono del grupo moderado que, en general, hacía una guerra sorda, pero sin tregua, al partido progresista, y que aprovechó este pretexto para zaherir a la ilustre poetisa.

El 15 de marzo de 1855 se estrenó en el teatro de la Cruz la comedia de la Avellaneda Oráculos de Talía o los duendes de Palacio. El público la aplaudió con calor y siguió representándose muchos días; pero la crítica de los periódicos moderados, especialmente de La España[6], no le fue favorable. Entonces la Avellaneda perdió la paciencia, y al imprimir su comedia la hizo preceder de un prólogo, en que se defiende de varios defectos que habían achacado a su obra (inverosimilitud, anacronismos), y aun irónicamente se vuelve contra sus críticos, dando gracias a los actores

que han logrado atraer la atención pública hacia una obra que, según la afirmación de ciertos críticos, no tiene interés, ni caracteres, ni pensamiento filosófico, ni fin moral, ni invención, ni nada, en resumidas cuentas, que justifique la lisonjera acogida que ha merecido del público.

Y al acabar, después de agradecer los elogios de algunos periódicos, añade también en tono burlesco:

Y agradeciendo no menos las censuras de otros. ¿Qué mayor prueba del vivo interés que les inspiramos y del afán con que anhelan nuestros adelantos que esa severidad en la crítica, usada por los que son comúnmente tan pródigos de alabanzas con otros?[7]

Pero el disgusto de la autora fue, con todo, tal que se resolvió a no volver a escribir más para el teatro. Y este propósito mantuvo los tres años siguientes, durante los cuales pasó el partido progresista, nació y se eclipsó por el momento el de la unión liberal que acaudillaba el general O’Donnell, subió y volvió a caer el partido moderado del general Narváez, y luego el moderado indefinido de Istúriz, para disponer la vuelta de los unionistas, que gobernaron durante el célebre quinquenio de 1858 a 1863.

Creyó entonces la Avellaneda que podría continuar su gloriosa carrera literaria, y al empezar el año referido de 1858 presentó a la vez dos obras dramáticas, una para el teatro de Novedades, que, con una buena compañía, gobernaba el actor D. José Valero, entonces en el apogeo de su talento y facultades, que fue Baltasar, y la otra, en el teatro del Circo, donde estaban Romea, Arjona y Teodora Lamadrid. Se titulaba esta última obra Los tres amores, y se estrenó la noche del 20 de marzo de 1858. Desde las primeras escenas se empezaron a notar señales de impaciencia y desagrado en una parte del público, que partían, sobre todo, de un palco platea muy próximo al escenario, ocupado sólo por caballeros. Conforme avanzaba la representación aumentaban las protestas y gritos de los unos y se advertía algún cansancio en el resto de los espectadores.

La obra, aunque no merecía el mal trato que le dieron, pues está bien escrita y tiene buenas situaciones y escenas, se resiente de la mala distribución de las partes, por el empeño de la autora en mantener una rigurosa unidad de tiempo, que le obligó a dilatar en cuatro actos lo que pudiera haber encerrado en tres. Un incidente ridículo acabó de precipitar la catástrofe. Hay en la comedia un personaje, la marquesa del Pinar, tipo de mujer curiosa y que se cree poseedora de grandes secretos. Pues bien: en la más solemne situación del drama, cuando el poderoso y anciano conde de Larraga reúne a todos sus parientes colaterales para designar el que ha de sucederle a él, que es viudo y sin hijos, y a su hermana, vieja solterona, en sus grandes estados; ya muy avanzado el acto cuarto, se presenta la marquesa, cuyo instinto y malicia le han hecho sospechar algún misterio en la convocatoria de su deudo, y expone con insistencia sus barruntos a los demás congregados, exclamando cierto momento, al decirle el marqués de San Adrián:

—Luego, usted cree...
—MARQUESA. Que hay gato encerrado, señores; no lo duden ustedes, hay gato encerrado.

En el mismo instante, del palco platea ya mencionado arrojaron al escenario un gato vivo, el cual, asustado por las luces y gritería del público, empezó a correr de un lado a otro hasta que pudo ocultarse. Ya no hubo más representación, que acabó entre jarana, risas y silbidos, apenas contenidos por la presencia de los reyes, que asistían al espectáculo[8].

En cambio, días después obtuvo la Avellaneda, en Novedades, el mayor triunfo de su vida con el estreno, el 9 de abril, de su célebre drama simbólico Baltasar.

Cinco días llevaba de saborearlo cuando ocurrió el trágico suceso que motiva este artículo, y referiremos con la brevedad posible.

El 14 de abril, a la una y media del día, se encaminó el coronel Verdugo a la redacción de La Monarquía Española, periódico que defendía la política del general O’Donnell, de quien el coronel era muy adicto, quizá para entregar algún artículo. Un individuo decentemente vestido que le había venido siguiendo, llegó a la vez a la puerta de la casa en que estaba el periódico, que era en la calle del Carmen, cerca de la iglesia del mismo nombre, y antes de que el coronel penetrase en ella se le interpuso el que le seguía, y tras brevísimas palabras, con un estoque que llevaba oculto en un bastón y había desenvainado, le dio dos estocadas: una, profunda, que le atravesó el pulmón derecho, y otra, menos grave. El hecho lo presenciaron muchas personas que pasaban por la calle, tan concurrida y a tal hora, y mientras unos auxiliaban al herido, que cayó al suelo lanzando ayes de dolor, otros perseguían al agresor, que huyó por la calle de la Salud; pero fue detenido al llegar a la calle de la Abada por un guardia civil que prestaba servicio en la Dirección de la Deuda, que estaba en el antiguo convento del Carmen[9].

Por indicación del mismo D. Domingo Verdugo, y en vista de la gravedad que confirmó un médico que se hallaba entre los curiosos fue trasladado a casa de un amigo que vivía allí al lado. Comunicados los avisos, llegaron inmediatamente el gobernador militar, brigadier Garrigó, íntimo amigo del coronel, el gobernador civil y el médico Sr. Sánchez de Toca, que, ante lo grave del estado del herido que arrojaba sangre por la boca, aunque no por la herida, por ser el estoque muy fino y de hechura triangular y acanalado, mandó que le administraran la extremaunción, aunque no declaró el caso desesperado.

Pronto se supo que el agresor era persona muy conocida en Madrid. Se llamaba D. Antonio Ribera y era hombre inquieto, impulsivo y sanguinario. Por su mala conducta había sido expulsado del Ejército, donde servía con el grado de subteniente. En 1854, en tiempo del conde de San Luis, había sido inspector de policía, cargo del cual fue desposeído y encausado por sus violencias[10]. Emigró luego a Inglaterra, y desde Londres dirigió unos libelos contra el general O’Donnell, que fueron condenados por los tribunales. En 1857, al subir al poder los moderados, pudo volver a Madrid. Se decía que él había sido el principal fautor de la caída del drama Los tres amores y quien había echado el gato vivo a la escena, aunque él luego lo negó, quizá por dar mayor causa y justificación a su atentado.

Por la calidad de la víctima, el capitán general mandó incoar el proceso por el fuero de guerra; pero con mejores razones, el juez civil reclamó la causa y el preso, que había sido ya llevado a las prisiones militares de San Francisco, y se le condujo al Saladero.

Entre tanto, el suceso había adquirido una resonancia de acontecimiento público. Los periódicos se apoderaron de él y fue el tema principal de controversia durante varios días, porque cada cual lo pintaba y estimaba según sus ideas. Es uno de los aspectos más curiosos que ofrece este trágico hecho. Daremos lo primero idea del efecto producido.

Dice La España del 15 de abril:

Desde las dos de la tarde de ayer no se habla de otra cosa más que del criminal y horrible atentado, cometido en la persona del Sr. D. Domingo Verdugo, coronel de artillería, diputado a Cortes por Canarias y gentilhombre de Cámara. Estando el asunto sometido a los tribunales, sólo diremos que el señor Verdugo fue herido gravemente de dos golpes con una daga de bastón a eso de las dos menos cuarto de la tarde en la calle del Carmen, una de las más concurridas de esta Corte. El agresor, seguido por el clamor público, fue detenido por un individuo de la Guarda civil y conducido a la Dirección de la Deuda, desde donde se le trasladó al poco rato al cuartel de San Francisco... Este suceso ha causado una profunda consternación, siendo la víctima persona muy conocida por la finura de su trato, por su carácter amable y por otras condiciones que le hacían apreciabilísimo a cuantos le conocían y trataban.

La Iberia, célebre periódico progresista, al dar al día siguiente del hecho noticia de él, añadía, ejerciendo ya de periódico de oposición:

El herido fue depositado en una casa próxima, donde se le administró la extremaunción y se atendió a su cura; y casi instantáneamente acudieron allí los señores gobernador militar y civil, el inspector del distrito, el juez y promotor fiscal y el regente de la Audiencia...
Asegúrase generalmente que el criminal ha pertenecido a la policía, y como no hace muchos días fue maltratada una señora en un paseo público por otro sujeto que perteneció a la misma institución, la zozobra e indignación de los ciudadanos honrados llegan a su colmo, y por todos se reclama el severo castigo de tales atentados y el reconocimiento de los antecedentes de los dependientes que tienen a sus órdenes... Si en tiempo de los kepis hubiese ocurrido este suceso, no se desperdiciaría la ocasión para declamar contra la Milicia ciudadana: hoy se presentan con carácter público hombres indultados por crímenes graves, y esto parece no alarmar a los que en otros casos suelen ser tan asustadizos. (La Iberia, del 15 de abril.)

El Clamor público, de la misma filiación política, escribía el propio día 15:

A las dos menos cuarto de ayer tarde fue herido mortalmente el coronel de artillería D. Domingo Verdugo y Massieu por un antiguo empleado de la policía de 1853, llamado Ribera. Este hombre, de quien recordamos el inaudito atentado de haber querido asesinar a D. José María Camacho el día mismo en que le nombraron segundo jefe de la ronda del Gobierno civil, por lo cual fue inmediatamente destituido y encarcelado, hirió al coronel Verdugo en la calle del Carmen, frente al número 43, con una daga que llevaba dentro del bastón.

Y al día siguiente, 16, agregaba:

Anoche, a última hora, el señor Verdugo daba pocas esperanzas de vida. Acerca del estado de la causa no se sabe nada. La impresión que ha causado el horrible atentado de la calle del Carmen ha sido tan profunda, que en todo el día de ayer no ha cesado de acudir gente a la casa donde se halla el enfermo. Ayer acudieron más de cuatro mil personas a inscribirse en la lista. Entre las que estuvieron a enterarse del estado del enfermo se notaron al general O’Donnell y su señora.

Y copiando a La Discusión, añadía El Clamor:

Hace ya muchos años que del seno de la policía secreta salen en nuestro país, de vez en cuando, hombres cuya historia es un tejido de infamias y arbitrariedades, y los cuales, lejos de corregirse en el ejercicio de sus funciones, parece como que cobran nuevos bríos para sus criminales empresas. Aún recuerda Barcelona el asesinato del joven demócrata Cuello, en cuya causa no se permitió declarar a gran número de personas, cuyas palabras hubieran aclarado no poco aquel suceso; aún no ha olvidado Madrid la traidora muerte dada por el agente de policía Juan Pinto al infeliz ciudadano Bernardo Martínez; aún se subleva el ánimo al pensar que una noche fue arrastrado por las calles, insultado y herido por los mismos agentes, nuestro amigo D. Eduardo Asquerino, y que no hace seis días, un honrado vecino de Valencia, el comandante retirado D. José Calpena, preso injustamente y puesto en libertad al poco tiempo, ha muerto repentinamente de la emoción que le causó verse tratado como un malhechor. Hoy mismo existe en las cárceles de Madrid un antiguo jefe de policía a quien la opinión pública acusa de graves y hasta probados delitos, y no falta tampoco quien asegure que uno de los primeros actos del Sr. Ruiz del Cerro, al tomar posesión de la Dirección de la Vigilancia, ha sido procesar a un individuo de este Cuerpo por creerle complicado en el escandaloso robo del Banco.

Convertido ya el asunto en político[11], sobrevino la controversia en términos muy vivos. La España del 16 escribía, en contestación a los ataques de La Iberia y El Clamor:

Algunos periódicos, al dar cuenta del horrible atentado que, con razón, tiene consternada a toda la población de Madrid, parece que tratan de investigar antecedentes públicos del agresor como para encontrar responsabilidades colectivas. No es nuevo este género de escrutinio, y por eso nos prevenimos y nos alarmamos. El agresor, sea quien quiera, llámese como se llame, se halla en poder de la justicia, y esta circunstancia nos impone una reserva que quisiéramos ver imitada...
Jamás hemos hecho nosotros inculpaciones a ninguna comunión política por los crímenes de nadie. No hicimos nunca responsable al partido progresista de los asesinatos de Pucheta; de los que tuvieron lugar en Cataluña cuando fue víctima el infortunado Sol y Padrís; ni de los incendios del 54; ni de otros delitos que, al fulgor de las hogueras, se cometieron entonces. Tampoco de los atentados que contra personas y propiedades se cometieron, individual y colectivamente, en los dos años de la dominación progresista, ni, por último, de los incendios y saqueos de Castilla en 1856; por el contrario, cuando nos tocaba hablar de escándalos semejantes, lo primero que declamóse, era:—Esos hombres no pertenecen a ningún partido.

La Iberia del 17 replicó en estos términos:

Mucho se extraña La España de que algunos periódicos investiguen los antecedentes públicos del criminal que hirió alevosamente, en la calle del Carmen, al celoso diputado Sr. Verdugo. Nosotros y les diarios que hayan hecho este escrutinio, como dice el periódico moderado, no hicimos más que consignar y recordar sucesos que están en la memora de todo el mundo. Si de estos sucesos se desprenden graves cargos contra el partido moderado, la culpa no es nuestra: es de la historia.
¿Quién es responsable de que los antecedentes nada honrosos del criminal se enlacen con determinadas situaciones políticas? ¿Quién es responsable de la magnanimidad, perdónesenos la frase, con que ha sido tratado, después de atentados como el cometido contra el Sr. Camacho y otros que no es ahora ocasión de recordar, el asesino del Sr. Verdugo? ¿Quién es responsable de que en la policía se admita cierta clase de gente?
Lo hemos dicho, y lo repetimos: nosotros no acusamos a ningún partido: son los hechos los que los acusan. Mucho nos extraña ver ahora a nuestro colega lavándose las manos y diciendo que nunca ha culpado a ninguna comunión política por los crímenes que se hayan cometido. ¿Ha olvidado La España aquellos tiempos en que revestía a todos los ladrones y asesinos con el kepis y el pantalón de franja? ¿No recuerda ya el clamoreo que viene levantando su partido contra el liberal, con motivo de los incendios de Valladolid? Nosotros, más justos que nuestros colegas moderados durante el funesto bienio, no nos dejamos llevar de la pasión, ni nos abandonamos, para juzgar sucesos ni crímenes, a hipótesis aventuradas y rencorosas; citamos hechos; si de estos antecedentes resultan cargos contra el partido moderado, culpe a quien deba culpar; culpe a la verdad, que así muestra lo que se creía para siempre envuelto en el misterio o, por lo menos, resguardado por el silencio.

No se mordió la lengua La España, que era la más directamente aludida por las vagas y algo ampulosas acusaciones de La Iberia[12], sino que al siguiente día, el 18, volvió a su adversario acusación por acusación y cargo por cargo:

Acertábamos cuando suponíamos que se buscaban los antecedentes del agresor del Sr. Verdugo para encontrar responsabilidades colectivas: así nos lo dicen ayer las declaraciones de ciertos periódicos. Pues bien; nosotros nos alzamos sobre las declaraciones últimas y sobre las reticencias de antes, para rechazar con toda la energía que nos da la rectitud de nuestra conciencia esa especie de responsabilidad directa o indirecta que algunos quieren hacer caer sobre el partido moderado, con motivo del crimen que ocupa estos días a la población de Madrid. Nosotros, y con nosotros la inmensa mayoría de ese mismo partido, no hemos tenido nunca mancomunidad con el crimen, ni la complicidad más remota con los criminales. Cuando hemos visto una acción reprensible, ajena a los sentimientos honrados que se abrigan en nuestro corazón, hemos hecho oír muy alta nuestra censura, nuestra reprobación, nuestra execración, según el caso, sin contemplación de ningún género, severa, inflexiblemente, como quien huye hasta de la sospecha del silencio.
Y por lo mismo que ésta ha sido siempre nuestra conducta..., no hemos hecho a ningún partido el agravio de suponerle capaz de armar el brazo de un asesino con el puñal, el brazo de un incendiario con la tea, ni el brazo del salteador con el trabuco. Nos dice un periódico que en otra época revestíamos a todos los ladrones y asesinos con el kepis y el pantalón de franja: eso no es exacto; nosotros decíamos lo que estaba a la vista de todo el mundo; pero por más que presentáramos con kepis a los criminales que lo gastaban, también decíamos al mismo tiempo que los criminales no pertenecían a ningún partido, cualquiera que fuese su traje. 
La manera como discurre el periódico a que nos referimos ni es lógica ni conveniente. Después de haber cometido sus asesinatos y todas sus fechorías el tristemente célebre Pucheta[13], fue honrado con un destino y aun con el cargo de oficial de la Milicia. No quisiéramos equivocarnos, pero de todas maneras, tolerado y considerado, anduvo hasta que le llegó el momento de la expiación. Del castigo de los asesinos de Sol y Padrís no hemos tenido noticia. Los incendios y los saqueos del 54 impunes están. Los atropellos de aquella sociedad tiulada La Porra[14], jamás fueron castigados. Y, sin embargo, de esto, ¿aceptará el partido progresista la responsabilidad de tantos crímenes? ¿Llamará correligionarios y amigos a sus autores? Pues si no acepta, y hace bien, esa responsabilidad, ningún derecho tiene para atribuir una análoga, y con mucho menos motivo, porque no se trata de crímenes cometidos con uniforme, ni a la sombra de una bandera política, a un partido contrario, sólo porque es contrario o porque no hay otra manera de combatirle.

A encender más los ánimos en la contienda y extraviar el curso de la opinión vino la aparición de una extraña carta que con fecha de 17, tres días después de la herida de su marido, envió la Avellaneda a S. M. la reina doña Isabel II, que se hallaba en el sitio de Aranjuez. Dicha carta se hizo al momento pública porque la imprimió el periódico La América, que dirigía D. Eduardo Asquerino, y repartió con profusión entre el público, que la arrebató en breve de mano de los repartidores.

No conocemos todo el texto de este documento, que fue celosamente recogido por la autoridad en el acto de su divulgación, con fundamento en que no se había solicitado previamente en el Gobierno civil el permiso de imprimirla y publicarla, aunque el verdadero motivo fuese el contenido de dicha carta. Daremos, ante todo, noticia de cómo fue juzgada por los periódicos que pudieron tenerla a la vista y según el criterio de cada uno.

La Iberia del 18, a quien, como es de suponer, pareció bien esta epístola, la juzga del modo siguiente:

La señora Avellaneda, poseída, con el rudo golpe que acaba de sufrir, de un dolor santo y sublime, ha sabido formularla en una enérgica cuanto sentidísima carta que ha dirigido a la reina, pidiendo pronta y ejemplar justicia contra el asesino de su esposo. A la vista tenemos este notable escrito, que publicaremos a su tiempo, si se nos permite, cuya lectura ha conmovido profundamente nuestra alma: está redactada con una concisión, con una energía y con un fuego, que dejan ver claramente el gran temple de alma de la mujer, la desolación de la esposa y el indisputable talento de la escritora.

La Correspondencia del 19 dijo:

Anteayer al mediodía se repartieron en Madrid, por muchas manos a la vez, en las calles, en los paseos y hasta en los salones de la representación nacional y sin el permiso del fiscal, según dicen ayer varios periódicos, algunos miles de copias impresas de la carta que ya hemos dicho dirigió la señora Avellaneda a S. M. la reina, con motivo del horrible crimen perpetrado en la persona de su esposo. En esta carta, de la que prudentemente la Prensa no dio conocimiento detallado por creerla en contradicción con cuanto de público se sabía de la lamentable catástrofe que todos los partidos han deplorado, se da un carácter político al atentado del señor Ribera. El partido moderado, que con igual ardor que todos los demás se ha pronunciado contra el crimen y reclamado el castigo del criminal, no ha podido menos de sentirse herido en lo más profundo de sus sentimientos.
Al ver aparecer ese documento y distribuirse gratis de un modo tan inusitado y sin aguardar el permiso de la autoridad, el partido moderado ha creído ver en sus adversarios la intención de dirigir sobre dicho partido la noble indignación que la desgracia del Sr. Verdugo ha causado en el público. Pero nosotros que examinamos esta cuestión con toda calma, que dimos a todos y que procuramos, a la luz de la verdad y ajenos de todo espíritu de partido, conservar el aprecio que nos dispensan el público y la Prensa nacional y extranjera, nosotros no podemos dar a la carta de la señora Avellaneda otra explicación que la de un desahogo irreflexivo de una esposa herida en sus más queridas afecciones.
Pero después que la carta se ha hecho pública, después que con intención o sin ella, de lo que juzgarán Dios y las leyes, se ha echado a volar la idea de que el Sr. Verdugo, soldado ilustre, pero no jefe de un partido, ha sido víctima de sus opiniones, nuestro deber de hombres honrados, nuestro decoro nacional, el anhelo de que no se diga que las venganzas políticas arrebatan a la sociedad y a la familia personas tan dignas y tan queridas de todos como el Sr. Verdugo, nos impulsan a decir que, según nuestras noticias, los hombres del partido político a que el Sr. Verdugo pertenece ninguna parte han tenido en la publicación de ese documento, y a repetir, fiados en informes irrecusables que nunca habíamos procurado inquirir si no temiésemos que callando se originasen males mayores, que de los procedimientos incoados, tanto por la autoridad civil como por la militar, y éstos de orden del Sr. Garrigó que se halló con el Sr. Verdugo en Vicálvaro, resulta, según lo declarado por el pundonoroso y verídico militar herido, que la cuestión que armó el brazo de su asesino tuvo principió en el Circo, cuando el criminal Ribera silbó el drama de su esposa la señora Avellaneda; que siguió cuando se encontró con Ribera en la calle del Carmen y que antes de ser mortalmente herido castigó al insolente con algunas bofetadas. Citamos estos hechos, no con intención de atenuar el delito que pueden agravar circunstancias que nos sean desconocidas, pero sí con objeto de que no se extravíe la opinión pública, de que en los tribunales no se ejerza presión de ninguna clase al dictar su justo fallo y de demostrar en honor de todos nuestros partidos políticos que han mirado con igual horror el crimen de Ribera, que dicho crimen no pasa de ser uno de tantos que por desgracia se ve ensangrentada la humanidad.

La Época del 19 decía en uno de sus sueltos:

La señora Avellaneda ha escrito una sentida carta a la reina con motivo del crimen de que acaba de ser víctima su esposo. Lo mismo dice La Correspondencia autógrafa, y nosotros añadimos que hemos leído ese documento impreso, y que nos hemos lamentado con todo nuestro corazón de que se haya escrito, y, sobre todo, de que se haya dado a la prensa. No podemos decir más porque ha sido recogida y porque, aunque otra cosa fuera, consideraciones que están al alcance de cualquiera nos impondrían silencio, al menos por ahora en que sólo debemos desear que el enfermo recobre su salud y que se cumpla la justicia, de la cual son intérpretes los tribunales.

Otros periódicos acentúan más la censura que les merece la debatida carta de la Avellaneda. El Correo Autógrafo del 18 escribe lo siguiente:

Ayer y hoy ha sido objeto de todas las conversaciones la sentida, pero en extremo apasionada carta escrita a S. M. la reina por la señora doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, esposa del Sr. Verdugo; carta que, impresa como suplemento al periódico literario La América, fue repartida gratis el sábado y domingo, con el fin que podrán comprender nuestros lectores cuando sepan que se hizo circular contraviniendo la ley de imprenta y antes de entregar al gobernador civil y al fiscal el primer ejemplar firmado por el editor.
Bien conocido es ya de todo Madrid el carácter del triste suceso a que se refiere esta carta y los motivos ostensibles que provocaron la cuestión que ha tenido tan desagradable resultado. Los antecedentes de ella fueron una disputa acalorada entre el desgraciado Verdugo y Ribera en el teatro del Circo, con motivo de la comedia de la señora Avellaneda Los tres amores y de ciertas demostraciones hechas por el último para contribuir a su mal éxito, así como las circunstancias del encuentro de esos dos sujetos en la calle del Carmen y las acriminaciones mutuas, palabras ofensivas y aun bofetones que mediaron entre ellos antes de que el uno hiriera al otro.
Este crimen grave, gravísimo, digno de un severo y ejemplar castigo, no traspasa, sin embargo, los límites de un hecho ordinario, de un delito común, por más que haya conmovido los ánimos vivamente; pues en todos tiempos hemos visto y todos los días vemos riñas que han producido y producen heridas y aun muertes, sin que por eso se haya conmovido la sociedad ni perturbádose el Estado...
Es, pues, de lamentar que cuando los hombres de todos los partidos se habían apresurado a mostrar un vivo interés por las víctimas de esta desgracia, un periódico que se dice autorizado por la señora Avellaneda, abrumada, sin duda, por su aflicción, haya sacado a la luz de la publicidad una carta de carácter privado, que esta señora ha creído deber dirigir a S. M., y en que se presenta dicho atentado con un carácter de crimen político; se dice que la verdad no llega a oídos de nuestra reina, y se hacen tales apreciaciones, que el grito del corazón de una tierna esposa parece hasta cierto punto sofocado por el clamor de la pasión de partido. Los hombres imparciales de todos los que desgraciadamente dividen nuestro país, han sentido profundamente que, con la publicidad dada a esta carta, se intenta extraviar la opinión y sacar partido, con un fin político, del vivo y general interés que se ha mostrado en favor del herido y de su afligida esposa.

El Occidente del 18 formulaba este rotundo juicio:

Nosotros sabemos que la carta ha sido impresa con autorización de la esposa del Sr. Verdugo, y que, por haber circulado sin el exequatur fiscal, ha sufrido una multa de 2,000 reales la empresa del periódico que la ha dado a luz. Como probablemente se tratará de este asunto en el Congreso, nada diremos sobre él: sólo sí lamentamos que la señora Avellaneda, en un momento de exaltación de espíritu, muy natural en las aflictivas circunstancias de que está rodeada, se haya dejado arrastrar de imprudentes consejos y atribuido a la política un crimen contra el cual protestan con indignación todos los partidos y todos los hombres honrados. No; no pueden caber opiniones ni miras políticas en un atentado como el de que ha sido víctima el infortunado Verdugo; y volvemos a repetirlo, los que puedan haber aconsejado a esa desconsolada esposa el paso que acaba de dar, han obrado con una ligereza indisculpable y a todas luces inconveniente.

En el mismo sentido se expresan los diarios El León Español, El Estado, El Fénix y otros. Veamos ahora lo que conocemos de dicha carta. Se empieza en ella por justificar el motivo de escribirla, diciendo a la reina que “debe saber la verdad antes que puedan oscurecerla pasiones e intereses nefandos”. Menciona brevemente el suceso y, al hablar del agresor, dice:

Ese asesino, señora, es el mismo Ribera, que fue indultado hace poco de la pena que mereció por un atentado análogo; el mismo que perteneció a la policía en 1853; que en el siguiente año fue sacado de la cárcel, ignoro por quién y para qué; pero aun recuerda Madrid que entonces se introdujo aquel hombre en el campo del general O’Donnell, y que la voz pública le acusaba de intenciones infames, que el cielo aquella vez no le permitió realizar.

Y después de varias apreciaciones termina diciendo que se cree generalmente que la herida de su esposo es “el efecto de una venganza inicua, reconociéndose en el atroz atentado un carácter de crimen político, que en vano intentaría negársele”.

Como varias de estas afirmaciones eran aventuradas, y las reticencias, aunque poco claras, malignas, no faltó quien saliese a esclarecer unas y otros. En el periódico El Estado del día 19 se publicó un extenso comunicado, suscrito por “Un moderado de 1854”, pero en quien no será temerario ver el nombre del juez que intervino en la causa de que habla la Avellaneda, ya porque él mismo se da por aludido[15] y ya porque la mayor parte de su escrito lo llena con la copia íntegra del auto de excarcelación de Ribera, para explicar por quién y para qué se había dado libertad al reo. Este juez, que se llamaba D. Juan de Cárdenas, desempeñaba todavía dicho cargo, y así se explican que no firmase el artículo y la energía con que vuelve por su dignidad, inconsciente e injustamente desconocidas por la Avellaneda, al olvidar que los presos ordinarios sólo salen de la cárcel por las decisiones de los jueces competentes.

Resulta, pues, de lo expuesto por “el moderado de 1854”, que a Ribera se le puso en libertad porque las heridas de D. José Camacho fueron mucho menos graves de lo que se temió al principio, tanto que al dictarse el auto estaba ya sano, y porque, además, Ribera dió una fianza, conforme a la ley, de 500 duros. En su virtud, con fecha 17 de junio de 1854, fue suelto de la cárcel.

No resulta tan convincente la incompatibilidad cronológica, que “el moderado” pretende establecer para contestar a la alusión de la carta de la Avellaneda a las “intenciones infames” de Ribera al presentarse en el campamento de Vicálvaro, diciendo que la soltura del preso se efectuó el 17 de junio, y el pronunciamiento de Vicálvaro no ocurrió hasta el 28. Cierto que ni el juez ni el gobierno podían saber once días antes lo que secretamente tramaban los conspiradores liberales; pero eso no prueba nada; porque si el conde de San Luis hubiese pensado (cosa que ni en sueño se le ocurrió) en asesinar al general O’Donnell, más disimulado era echar mano de una persona que estaba ya en libertad que sacarla de la cárcel sólo para aquel objeto. Queda y quedará siempre envuelto en el misterio qué es lo que fue a hacer Ribera al campo de los sublevados; en medio de enemigos del partido al cual había servido, exponiéndose a ser fusilado por espía, como estuvo en peligro de serlo. Que no sería nada bueno lo prueba el hecho de que, triunfante a pocos días la sublevación, Ribera tuvo que emigrar a Londres, donde desahogó en rabia contra el conde de Lucena, imprimiendo los calumniosos libelos a que ya hemos aludido.

“El moderado de 1854” tampoco explica satisfactoriamente el hecho, al decir con aparente buen sentido:

Que fue al campo del general OʼDonnell. Es claro: perseguido, encausado, no indultado, iría adonde se habían refugiado tantos otros; y como sucede siempre, en análogas circunstancias, iría a buscar la impunidad que las autoridades legítimas no le concedían; iría a ampararse al abrigo de otros más comprometidos que él.

Todo eso es parola pura. La causa por heridas a Camacho había quedado reducida a nada, pues a los pocos días había curado de ellas; la pena, por consiguiente, era leve, y siempre se le descontarían a Ribera los días de prisión preventiva sufrida mientras se sustanciaba el proceso. Nada tenía, pues, que temer en Madrid, porque además estaba ya en libertad mediante la fianza, mientras que yendo al campo liberal corría un peligro evidente. En 1856, el gobierno del generoso O’Donnell indultó a su ofensor, que pudo volver a Madrid para desgracia de la Avellaneda y su marido.

Pero como “el moderado de 1854” no se había limitado a defender su limpia actuación como magistrado, sino que había censurado otras especies y frases de la carta de la Avellaneda, como la de que le reina debía saber la verdad, antes que la oscureciesen “pasiones e intereses nefandos”, lo cual implicaba una ofensa a los tribunales, y la de que la agresión contra su esposo era un delito de innegable carácter político, cosa que “el moderado” negaba con razones semejantes a las ya aducidas por otros periódicos, la Avellaneda dirigió al mismo diario El Estado una carta que vamos a transcribir, por ser suya y casi desconocida al presente.

Señor Director de El Estado.
Muy señor mío y amigo: Hasta hoy no he tenido conocimiento del comunicado inserto en el número 445 de su apreciable periódico, correspondiente al 20 del que rige; y aunque en tan amargos días no se halla mi espíritu dispuesto a ocuparse en otra cosa que del cuidado que reclama la persona que más amo en la tierra, voy a contestar brevísimamente a algunos puntos de aquel escrito.
Las circunstancias de no hallarse éste autorizado por la firma de su autor y la más singular aun de tener por objeto la impugnación de otro escrito, cuya circulación no se permite, me autorizan, sin duda, al silencio; pero debo al público, y a él sólo me dirijo, las siguientes manifestaciones:
La carta, primer gemido de un inmenso dolor, que tuve la honra de elevar a S. M. la reina, no era en manera alguna un documento destinado a la publicidad; pues sólo pudo resolverme a autorizar su impresión el saber que era generalmente conocida su existencia y que se le atribuía por algunos falta de respeto hacia la augusta persona a quien iba dirigida. No hallé mejor modo de desvanecer semejante calumnia que hacer pública la verdad.
Diré después que no comprendo cómo puede suponerse por nadie que haya leído mi carta que en ella se ven acusadas de complicidad horrible personas que execrando el delito y compadeciendo a la víctima, etc. ¿Quiénes son esas personas? ¿En qué párrafo de la carta impugnada las ha visto designadas el articulista de El Estado? No; yo no he acusado a personalidad alguna, como no he incurrido en el absurdo de suponer que un partido político se confabule para armar con el puñal el brazo del asesino. Nada de esto hay en mi carta; nada de esto puede ver en ella la razón ni me parece posible tampoco que por ofuscada que tenga la suya “el moderado del 54”, que suscribe el comunicado a que me he referido, deje de comprender que al decir yo que S. M. “debía saber la verdad antes de que pudieran oscurecerla pasiones e intereses nefandos”, no hablaba ni podía hablar de la verdad legal sino de la moral, por desgracia no siempre demostrable. En tal sentido, no agraviaba, ni aun impensadamente, como supone, a los tribunales, a cuyo juicio se halla sometida la causa.
Sin acusar a personas determinadas (porque de poder y querer hacerlo sería ante dichos tribunales); sin incurrir en el delirio de achacar a ningún partido político complicidad infame con el perpetrador de un crimen social, pude creer y desear se conociese la verdad moral: esto es, que no existiendo relaciones de ningún género entre el asesino y la víctima; no mediando motivo conocido para las provocaciones groseras que fueron preparación del inicuo golpe del día 14; no ignorando nadie la índole, los antecedentes de Ribera, el reflejo de odios políticos con que ha marcado sus anteriores excesos; la impunidad que con general asombro han tenido aquéllos[16], y, últimamente, las circunstancias mismas que han acompañado a su último crimen, y que parecen escogidas para hacer alarde de escandalosa confianza... todo esto, digo, no podía menos de inspirarme la misma lógica convicción, que estaba en aquellos momentos en el fondo de la conciencia pública.
Por lo demás, yo me he limitado en mi carta al simple relato de algunos hechos bien conocidos de todos; y si «un moderado del 54» deduce de ellos consecuencias que yo no he expresado, culpa podrá ser de la fuerza de su propia lógica y no de mis intenciones, que no tiene nadie el derecho de interpretar.
B. S. M. de V.GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA DE VERDUGO.
Madrid, 22 de abril de 1858.

Esta carta en el fondo es una verdadera palinodia en que la autora, a vueltas de una ficticia entereza, se disculpa lealmente del error de concepto que inspiró su anterior epístola a la reina. ¿Cómo explicar, pues, este error y la patente contradicción entre lo sostenido por la Avellaneda y lo declarado por su marido? A mi ver de un modo muy sencillo. Verdugo, como hombre prudente y por no afligir más a su mujer con el recuerdo de la malhadada comedia de Los tres amores, le ocultó el choque que había tenido con Ribera en el teatro del Circo; sobrevino la herida, cuya gravedad tuvo mudo los primeros días al coronel sin que pudiera darle explicaciones de hechos anteriores. La Avellaneda, tan sorprendida como aterrada, y sin ocurrírsele que el fracaso de una comedia suya pudiese traer tales consecuencias, buscó en los antecedentes que ella conocía relativos al agresor y en ellos se fundó, como dice en su comunicado, para atribuir a motivos políticos la herida de su marido; y en tal sentido escribió la carta a la reina antes de conocer las declaraciones de su esposo y antes de leer y penetrar el alcance y fuerza de las observaciones que luego fueron hechas en los periódicos.

Aunque por completo desautorizada, también hizo oír su voz el reo, enviando desde el Saladero un comunicado a algunos periódicos, en el que oculta parte de la verdad y desfigura otra parte para contribuir a extraviar el juicio público y presentar los hechos del modo más favorable a su persona. Niega la premeditación, suponiendo casual por su parte el encuentro con Verdugo y prosigue de este modo:

Al cruzar la calle del Carmen para entrar en la de la Salud oí decir: “Ese pillo, ese tunante” Volví la cabeza y me hallé al Sr. Verdugo con otro, e interrogándole si se dirigían a mí esas palabras, contestó repitiéndomelas y manifestándome que eran las mismas que me había dirigido en el teatro del Circo y que se las habría excusado si me hubiesen fusilado en Vicálvaro. Le repliqué que en el Circo no las había oído, pues en otro caso le habría contestado, como entonces, que el pillo y tunante sería él; oído lo cual se me echó encima el Sr. Verdugo, maltratándome de obra, y esto fue lo que precedió al trágico suceso de que hoy conocen los tribunales ante quienes responderé con mi persona.
Entre tanto, ruego a usted encarecidamente que publique en uno de los primeros números de su apreciable periódico estas breves líneas que le dirijo con el solo objeto de que la opinión pública suspenda su juicio, siquiera hasta que sea conocido el sumario, porque yo tengo el convencimiento de que, a pesar de mis enemigos y de las noticias falsas que con poco cristianos fines ha hecho circular, entonces quedará convencido que no hay tal Baltasar[17], ni tal gato[18] ni tal alevosía ni tantas otras muchas cosas como han cundido para hacerme odioso.

La fecha de este documento es de 22 de abril, y el objeto parece querer llevar las causas del rencor que Ribera tenía al coronel a época muy anterior al estreno de Los tres amores, a la fecha misma de la sublevación de Vicálvaro, o sea a 1854, y, por tanto, darle carácter o motivo político, aunque puramente personal entre ambos. Puede que, efectivamente, haya habido algo de eso, aunque parece extraño que hubiese aguardado Ribera cerca de cinco años para manifestárselo al coronel, si es que no hubo entre ellos choque con motivo del estreno de la obra de la Avellaneda, como indica, contradiciéndose el mismo Ribera, al repetir las palabras que supone le dirigió el coronel Verdugo en el teatro del Circo.

Vuelta ya a su verdadero cauce la trágica cuestión, sólo quedó en lugar desairado el director de La América, D. Eduardo Asquerino, al querer darle carácter político y al azuzar los ánimos publicando y difundiendo la imprudente e irreflexiva carta de la Avellaneda.

Pero Asquerino, que tenía mucho talento y mucho ingenio, supo salir del conflicto, si no airoso con gallardía, suponiéndose defensor de la Avellaneda, indebidamente desconsiderada por los periódicos no progresistas. Así, pues, en La América del 24 de abril, en un extenso artículo que intituló: Sobre la carta que la señora doña Gertrudis Gómez de Avellaneda ha dirigido a S. M. la Reina, que a guisa de lema encabezaba con los versos de García Gutiérrez:
       Caballeros, si los sois, amparad a una mujer,
y con pretexto de prologar el oficio que dirigía al gobernador civil para que le alzase la multa de 2,000 reales que le había impuesto, volvió la cuestión con mucha habilidad hacia el lado político. Y como además el documento está escrito con vigor, copiamos dos o tres períodos de los más esenciales:

Todo el mundo conoce los detalles del alevoso atentado cometido por el exagente de policía Ribera en la persona del valiente y pundonoroso militar y diputado D. Domingo Verdugo. Este suceso, que tan honda sensación produjo en Madrid primero, y luego en toda España, ha sido referido, comentado, examinado por todos los periódicos, no como un delito común cualquiera en que no hay más que un agresor y una víctima, sino como un suceso más o menos relacionado con la política. ¿Qué circunstancias han obligado a la Prensa toda a adoptar un mismo punto de vista, así para recargar como para empalidecer la pintura de la ocurrencia? ¿Qué causas han movido a unos diarios a tratar con acritud al perpetrador del delito y a otros a atenuar su crimen, si bien hipócrita e indirectamente? ¿Qué sentimiento ha llevado todos los días a esos numerosos grupos de ciudadanos a las puertas de la morada del herido a enterarse a cada hora, a cada momento, de la gravedad de su estado? ¿Qué motivo ha impulsado a los hombres más importantes de ciertas fracciones a rodear la cama del enfermo? El carácter político, pronunciadamente político, del acontecimiento; los antecedentes de Verdugo y Ribera; la convicción en que está todo el mundo de que suprimidos esos antecedentes no hubiese existido el atentado.
Si el Sr. Verdugo no fuese el jefe de la artillería del Campo de Guardias, el diputado defensor del levantamiento de Vicálvaro, y Ribera el agente de policía que a los pocos días de haber salido del Saladero bajo fianza, por un atentado escandaloso, no poco parecido al de hoy, se introdujo en las filas de la división pronunciada, ni el agresor ni su víctima se habrían encontrado jamás aunque hubiesen habitado en un mismo pueblo durante toda su vida. Negar el carácter político del suceso es el colmo de lo absurdo. Todas estas circunstancias, influyendo, sin duda, en el ánimo de la esposa que veía próximo a expirar a su infortunado esposo, la decidieron a escribir una carta en que lógica, natural y espontáneamente se expresaban el dolor y las impresiones de la situación y de la atmósfera moral en que se encontraba.

Imposible parece que se haya supuesto después por algunas gentes que el consejo y las sugestiones han podido tener la más mínima parte en la redacción de esa carta. Quien así piense o crea desconoce la dignidad, la independencia, la varonil entereza de la distinguida escritora. Pero no la señora Avellaneda de Verdugo, cuyo enérgico carácter es tan popular como su reputación, cualquiera otra esposa que se hubiese encontrado en su caso, rodeada de las mismas influencias, bajo la presión de la propia atmósfera, se habría expresado de idéntico modo, con igual lógica, con las mismas sospechas.

En cuanto a su defensa particular manifestó que había enviado al Gobierno civil el ejemplar de la carta impresa, y suponiendo que estaba concedido el permiso comenzó a repartirla, cosa que tampoco pudo hacer a su gusto porque el público, noticioso ya de ello, arrebató los ejemplares de mano de los repartidores. Pero el gobernador no quedó convencido ni levantó la multa.

Fué disminuyendo el interés por este asunto porque el enfermo fue poco a poco y con frecuentes recaídas recobrando la salud, sólo en parte, pues siempre anduvo débil y valetudinario, y porque los sucesos políticos atrajeron pronto la preferente atención pública. En 30 de junio subió al poder O’Donnell, que ya no abandonaría hasta el 2 de marzo de 1863.

En el verano de este año de 1858 fue la Avellaneda con su esposo a Francia para que éste tomase las aguas de Bagneres y visitaron varios lugares del Norte de España, donde la escritora hizo recogida de varias leyendas que luego habían de desenvolverse en novelas y cuentos. Residieron el otoño e invierno entre Barcelona, donde mandaba como capitán general D. Domingo Dulce, antiguo compañero de Vicálvaro del coronel Verdugo y donde la ilustre Tula fue obsequiada de mil modos, y en Valencia, donde pasaron el invierno, repitiéndose allí los agasajos.

Al regresar a Madrid, y pasada la estación benigna, se ofrecía a los débiles pulmones del coronel la terrible perspectiva del invierno, cuando necesitaba un ambiente dulce y cálido. Por fortuna, acababa de ser nombrado capitán general de Cuba el general Serrano, y propuso a Verdugo que le acompañase, más bien como amigo y compañero que como subordinado. Aceptaron los esposos Verdugo-Avellaneda, y así pudo ésta volver a la tierra de su nacimiento.

En Cuba fue también recibida con grande aplauso y festejada de continuo la célebre escritora; coronada públicamente y celebrada en prosa y verso. Esta parte tan interesante de la vida de la Avellaneda ha sido perfectamente ilustrada modernamente por los escritores cubanos, por lo cual no nos detendremos en su narrativa.

Su marido fue nombrado gobernador de algunas provincias, en las cuales acreditó su talento y dotes de mando. Pero su salud iba decayendo siempre; y a pesar de los cuidados de su esposa y de lo bien que el clima le había sentado al principio, falleció en Pinar del Río el 28 de octubre de 1863. No por demasiado previsto este funesto desenlace afligió menos el tierno corazón de la escritora, y en los primeros momentos de su desconsuelo quiso entrar en un convento. Pero llegó a la sazón a Cuba su hermano mayor, D. Manuel de Avellaneda, y consiguió apartarla de tan tristes ideas; la animó a que volviese a España, como lo hicieron ambos, regresando por Nueva York y Francia.

Catedral, Torre del Oro y río Guadalquivir, Sevilla
Charles Clifford

La Avellaneda, casi sin detenerse en Madrid, se refugió en Sevilla, donde, ya sin ilusiones ni esperanza, residió varios años, ocupada en publicar una edición de sus obras, corregidas con tanto rigor, que casi todas ellas ofrecen un texto completamente diverso del primitivo.

Como pájaro sin nido anduvo los últimos tiempos entre Sevilla, Madrid y París, hasta que halló el perpetuo descanso en esta Corte el l9 de febrero de 1873, cuando la revolución española iba a entrar en su período más borrascoso: once días después se proclamó la república.

Reflexionando ahora sobre el triste episodio de la vida de la gran escritora, que con extensión hemos referido, vemos cuánto influyó en el resto de ella. Por un orden regular, sin la puñalada de Ribera, Verdugo, amigo de O’Donnell, le hubiera acompañado a la guerra de África (1859-60); volvería de general. Como tenía su distrito seguro, seguiría siendo diputado a Cortes; y, sin salir de Madrid, ascendería aún más en su carrera, y desempeñaría puestos de importancia en los cinco años seguidos del gobierno unionista. Orador fácil, instruido y con una mujer de genio a su lado, obtendría cargos políticos; no es muy aventurado creer que sería ministro. La Avellaneda no volvería a Cuba; pero llevaría en la Corte una existencia más brillante y fastuosa, y no se retiraría marchita y desolada cuando aún podría dar más días de gloria a su patria... Tan cierto es que un incidente cualquiera puede cambiar por completo el curso de nuestra existencia.

Nota de Cuba Contemporánea: Por el interés del asunto, y por tratarse también de un trabajo casi desconocido en nuestra República, se complace al recoger en sus páginas este artículo, en el que estudia y narra un importante episodio de la vida de nuestra más excelsa poetisa, el notable escritor Emilio Cotarelo y Mori, de la Real Academia Española, y que fue inserto en el número de abril último de la muy valiosa Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo, editada por el Ayuntamiento de Madrid.


Tomado de Cuba Contemporánea. Año XIV, Tomo XLI, La Habana, agosto 1926, Núm. 164, pp.316-342.

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