A otro amigo, jurisperito y moralista, dejo el encargo de la cárcel. Yo no entraré en ella, ni en espíritu, como esté en mis manos evitarlo.
A mí me toca la imprenta, y voy a contarles a mis lectores quién y de qué modo me soplaron la idea de poner en Escena la imprenta camagüeyana.
Pero mis benignos lectores sufrirán mis digresiones: yo les ofrezco empatarlas, cuando no soldarlas con el asunto principal. Tengan pues presente que de las costumbres del tiempo viejo, la de madrugar se va perdiendo a medida que nuestra sociedad se monta en grande. Mucho pasear y visitar el santo día; y como esto es trabajar, se hace preciso concurrir a un billar hasta las nueve; después a una tertulia hasta las once a llamar el sueño murmurando del prójimo, que es un medio eficaz para que se corrijan; luego se retira cada cual a su casa donde le espera una cama bien aseada, o por lo menos bien sacudida, cosa que no quede ni una pobre pulga a quien dejarle dar una chupada (como que no estamos ahora para dar de comer a los hambrientos) porque una sola causaría desvelo hasta el día: en el pecado va la penitencia. Hube yo, pues, de andarme vagando por ese mundo hasta muy tarde y cuando vine a mi casa encontré que el fuego o los ratones habían consumido mi vela. Entro en mi cuarto a obscuras; tomo una cajita de cerillas fosfóricas, una, dos, tres, que así ardían ellas como la pluma con que esto escribo; pero con aquella luz parecida a la de nuestras animitas pude ver una fantasma en hábito a manera de una mortaja, apoyada sobre una losa negra, que servía como de tapa a una profunda sepultura. Llenéme de horror; pero me acordé de los cuentos con que me dormía mi nodriza y recobrando ánimo le dije: —¡De parte de Dios te pido que me digas quién eres! — Un tu amigo. —¿Cuál de mis amigos? —Un muerto. —¡Un muerto! ¡Dios mío, misericordia, perdón! —Calla, cobarde, que los muertos no les hacen daño a los vivos; más bien éstos se lo hacen a los muertos. Yo trabajé para la sociedad, y tú, entre otros ingratos, ni aun haces mención de mí. Escribes las Escenas, para promover el progreso, y yo he tenido que venir del otro mundo para mandarte a escribir la Escena por donde debiste empezar: yo soy el Genio de la Imprenta. —¡Ah!, ¡Genio del bien, amigo Gutenberg, Dios te salve! No me culpes a mí... los tiempos. —Sí, los tiempos; los ingratos que os aprovecháis del beneficio y olvidáis al bienhechor. ¿No sabes tú entresacar de tus rosales los más hermosos botones para regalárselos a las lechuguinas que visitan tu jardín, sin que se puncen ni te punces las manos? Pues de la misma manera entresaca las costumbres del Camagüey con relación a la imprenta, y descríbelas de modo que redunden en beneficio del progreso y gloria de mi arte. Esto te pido: esto te mando, quédate, adiós. Y fuese.
Figúrense mis lectores cómo me quedaría yo que jamás había tenido la dicha de hablar con muertos y aun estaba persuadido de que muerto no habla. Pero, ya se ve... Cosas están pasando en este bellaco mundo, que no digo los del otro, pero hasta las peñas se quejarán.
El mandato fue imperioso, y mandatos del otro mundo, es preciso obedecerlos. Escribamos, pues, y encomendémonos. ¿pero a quién?
Sólo a ti, Diosa de Sajaná. Crítica virgen, que no me abandonarás en mis apuros. Sobre las alas del nocturno buho ven a mi socorro, y por tu transparente manto penetren los rayos de la verdad, como los del sol por entre cristalino prisma.
La imprenta es como la mujer, el ídolo y el blanco de los tiros del hombre. El hombre generoso protege a la mujer aunque tenga sus defectos; el hombre ruin, ni a la más perfecta protege. El hombre virtuoso fomenta las gracias naturales de la mujer; el libertino las corrompe y aja. La mujer mala, mala por el hombre se hace odiosa; la mujer buena, buena por sí, mejorada por el hombre es el encanto de la vida, el tesoro inagotable, el supremo bien sobre la tierra; tal es la imprenta.
El Asia reclama la invención de la imprenta. Parece, a lo menos, cierto que los chinos imprimían desde tiempo inmemorial con tipos de madera.
La Europa también reclama la originalidad del invento; y en la misma Europa los holandeses y alemanes se disputan la gloriosa palma. Los holandeses dicen que desde los años 1430, un tal Coster inventó este arte en la ciudad de Harlem; pero el hecho no viene apoyado sobre documentos auténticos, sino sobre tradiciones e historietas de viejos; lo único que parece constatado es que por esos años ya se grababa sobre madera, y de aquí brotó probablemente la idea de imprimir. Los críticos más imparciales sostienen que el verdadero autor de la imprenta es Juan Gutenberg, hijo de una casa ilustre de Alemania, quien imprimió por los años de 1444 con tipos movibles de madera, y después en 1452 con tipos de metal fundidos por sus amigos y colaboradores Schoeffer y Fausto. Gutenberg murió el año de 1468 a la edad de poco más de 60 años.
He extractado estas pocas noticias no sólo porque lleguen a los que las ignoren, sino para que se vea que un arte tan común en Europa no llegó al Camagüey hasta el año 1812 en que por la vez primera le catamos.
Es claro que en los siglos anteriores al XIX era la lengua el vehículo del entendimiento en el Camagüey. Un vecino refería un hecho; otro alteraba o suprimía palabras; el tercero la idea principal; y en la boca del cuarto y los demás, ya era un vivo chisme que no conociera el mismo que lo engendró. Bajando, pues, algunos escalones de nuestra civilización, en el fondo se dará con el legado.
La imprenta es una de las artes que permanecen estacionarias en el Camagüey. Otras cosas, es verdad, prosperan y se fomentan en una progresión incalculable, por ejemplo los billares; la razón es muy sencilla. La imprenta tiene tan pocos patronos que no pasarán de 140 los suscriptores; los billares cuentan con la concurrencia de todas las clases, diaria, asidua, constante. La imprenta a duras penas puede sostener dos Gacetas a la semana; los billares prosperan en todos los días del año, patrocinados por el público. También para esto hay razones: no se puede pedir prestada una carambola ni una billa; pero cualquier hombre ilustrado puede pedirle la Gaceta a su zapatero, y satisface su conciencia con devolvérsela. Los ricos se cuidan poco de los negocios locales, nacionales o extranjeros; los de mediana fortuna harto hacen con juntar dinero para pasar a ricos; los pobres, o no saben leer, o no se llenan la barriga con letras y pensamientos.
El sistema de vivir de gorra literaria, se ha hecho tan general que casi es una costumbre. En otras partes es útil el comercio o cambio recíproco de obras literarias; pero aquí no hay desquite. Se le piden sus libros al abogado que diariamente los necesita; se le piden al médico que de una hora a otra tiene que consultar un caso; se le piden al agrimensor que necesita recordar las reglas o requerir las tablas; se le piden al sacerdote, al poeta, al literato, a cualquiera que se sabe tiene buenos libros. Y no sería esto lo peor, sino que como todo el que no tiene una cosa no sabe lo que vale, ni la aprecia, es también general la costumbre de no devolverlos o devolverlos sucios, desencuadernados, con las hojas dobladas y rasgadas, etc., etc. Esta gorra literaria le asienta mejor que a los libros a la Gaceta: un pliego de papel tan ligerito, una ensaladilla, un salpicón, un ajiaco en que entran todas las viandas, ¿qué importa?, ¿qué vale una Gaceta? Nada. Pues corre negrito a casa de mi compadre el Rapón, dile que me preste la Gaceta; y el pobre rapador que paga su dinero por saber lo que ocurre en la sociedad en que vive, se priva de leerlo cuando le acomoda o convendría, y se resuelve a borrarse de la lista de suscriptores por no mantener a un gorrón literario. Y el que no se borra por esto, bórrase porque se retira dos o tres meses al campo y no quiere pagar de balde (así se explican) esos tres pesos. Cualquiera juzgaría que el irse al campo es un motivo mayor para suscribirse; pero acá en el Camagüey se hila más delgado, y el que se va al campo no tiene para qué pensar ni ocuparse de lo que ocurre en su pueblo.
La moda tiene cabida en la imprenta como en cualquier otro arte. Llega y se toma por moda una cosa, y dura hasta que nos cansamos. Se atestan las columnas de charadas, poesías, diálogos, escenas, anécdotas, rasgos históricos, etc, etc. Por supuesto que aquí entramos la caterva de lechuguinos literarios ya derretidos y almibarados, ya tiesos, finchados, envarados, empaquetados como baquetas de fusil, sin movimiento propio, ni natural, ni artístico. El pobre redactor, el paciente censor y el tolerante público tienen que sufrirnos estos rasgos históricos, con sus textos, citas y explicaciones al canto, que de otro modo no sería fácil acertar a quién se dirigen, ni con qué objeto a no ser el de excitar la risa o el desprecio.
Así es que nada hay tan criticado como nuestra inocente Gaceta. Generalmente la critican aquéllos que no protegen el arte, ni le acaloran para que medre y viva. Este dice que sólo le interesa la parte económica; otro que lo de oficio; cuál dice que se fastidia de leer tantas mentiras; cuál, tantas verdades, que pasan por originales y no son más que plagios sobre plagios. Y esos mismos que niegan su patrocinio al arte más útil de la sociedad, se lamentan de que no haya más que dos Gacetas a la semana, en la segunda población de la Isla, donde reside una Real Audiencia, una Intendencia, un Colegio de Abogados, una Academia de Bachilleres, etc., etc. En efecto, si se sustraen de las 70,000 almas de nuestra población las 140 personas que están suscriptas a la Gaceta y se pregunta a qué están suscriptas las demás, se hallará que: a las ancas de los suscriptores.
No patrocinando un arte, ¿cómo se quiere que progrese? ¿No prosperan y se multiplican los billares y las tabernas, los coimes y taberneros? Pues lo mismo progresarían y se multiplicarían las imprentas, y los impresores, y las producciones literarias, si se patrocinasen igualmente. Pero no se hacen sacrificios por el arte que es el alma de la sociedad, su inteligencia misma. ¿Y de qué sacrificios necesita? De un peso al mes, por conveniencia propia del protector. ¿Y de qué patrocinio necesita? Del patrocinio de los hombres sensatos; de los hombres que tienen una fe ilustrada, una fe dichosa en la perfectibilidad del hombre y de las sociedades humanas; de estos hombres filantrópicos que quieren que el pueblo se ilustre y viva en la abundancia para que no haya en la sociedad en que habita un populacho soez, ignorante, sin moral, sin intereses que le remachen el alma al orden social; hombres que difundan las luces hasta las últimas clases, para que se formen, por decirlo así, una filosofía común, una moral, un amor patrio, que sean como el cuerpo, la unidad, la armonía de la sociedad; hombres que tengan una opinión, cualquiera que sea, privada o propia, pero que dirijan la opinión pública a un punto de amor, de intereses, mayoría moral, mayoría que da vida y fuerza a la sociedad.
Publicado en la Gaceta de Puerto Príncipe, 19 de septiembre de 1838. No. 75. Año 14. Pág. 2. Tomado de Escenas Cotidianas. Prólogo de María Antonia Borroto. Camagüey, Ediciones El Lugareño, 2017, pp.106-110.