Habana, diciembre de 1899
Sr. D. Justino Nápoles
Camagüey.
Mi buen Justino:
Con tu cariñosa carta se nos metió ayer en la casa un hermoso rayo de sol camagüeyano; y no hay para que decir que, atravesando, para entrar en ella, el prisma siempre limpio de mis viejos afectos, se reflejó en mi alma con todos los colores del iris del recuerdo.
Mi niñez, mi tierra, mi casa: la Escuela (sic), mis compañeros de estudio; tu hogar tranquilo, tu familia: las escenas aquéllas, en que, bajo el techo paterno, tomábamos parte al suave calor de las apacibles costumbres de nuestros mayores: la vida, toda la vida (y una vida mejor) rememorada en un instante!
Viéralos otra vez, aquellos días;
Aquellos sitios... Encantada estancia,
Templo de las alegres fantasías
A que dio culto mi modesta infancia...!
Y qué, no hay esperanza! (como decíamos allá los muchachos) la vida pasa de veras, y sólo nos es dado recorrer así el campo en que la dejamos sepultada; como podemos visitar piadosamente el cementerio en que yacen los despojos mortales de los seres que nos fueron más caros! ¡Sunt lacrimae rerum! ¡Sunt lacrimae vitæ! Porque, si todas las cosas, envejeciendo, parece que lloran, ningún llanto más amargo que el que vierte la vida que nos abandona, al separarse de una vez para siempre de nosotros...! Despiden el duelo en nuestra existencia los recuerdos llorosos y enlutados; supervivientes únicos del gozoso tropel de esperanzas, de aspiraciones, de quimeras que llenaba el alma en la juventud. Y se queda uno solo (¡tan solo!) al cabo, que para no estarlo siempre, se va al osario a remover las reliquias de los que amó, pidiendo así vida prestada a la muerte: familiarizándose, acaso anticipadamente con ella; como si todo (ser y no ser) fuese uno...!
¡Pero mira a dónde he ido yo a parar hablando de estas cosas...!
Lo cierto es que mi tierra natal guarda para mí lo mejor de mi vida; y que sueño siempre —sobre todo cuando siento los estragos que en mí ha hecho el tiempo— sueño siempre con volver a ella; como si esperase reintegrar en aquellos lugares mi personalidad trunca y mutilada por la vida misma, que es, en definitiva, uso y desgaste para todos y para todo. Y me creo dichoso conservando esta capacidad de amor, casi religiosa, que me une con dulces cadenas todavía, al pasado; y que me consiente ser, a las veces, niño, de nuevo, burlando así por un instante, la inexorable ley del olvido y de la muerte. Que se me inundan entonces de lágrimas los ojos... ¡Bueno! ¡que vengan! Por algo dicen los cristianos “¡Bienaventurados los que lloran!”. Cuando yo consigo llorar así se me limpia la vista y alcanzo alguna vez a verme en la plenitud de conciencia del pasado, realizando esta paradoja psíquica:
Cuanto poseo y gozo,
como apariencia miro,
y como bien presente,
cuanto gocé y sentí.
fenómeno de supervivencia moral de que es teatro el alma de los soñadores, y que sólo comprenden los que poseen esta singular facultad.
Pero descendiendo de esas alturas, tú no sabes..., sí sabes, cuán grato sería para mí, volver al Camagüey de incógnito: perderme, sin que nadie me reconociese, entre la multitud y dar rienda a mis viejos y contenidos amores con la naturaleza aquella. ¡Dejé trunca tanta conversación que ahora continuaría! ¡Dejé ahí interrumpida tanta escena de amor con las cosas y con la gente...! Esto ha sido una separación, no un divorcio; ¡mis amigos me están esperando! Tengo en los labios la palabra que he de decirles; la aplazada contestación que debo a una pregunta suya. Cohibido, a medias, el acto, espera sólo el instan te propicio para realizarse; como si nada hubiera pasado; como si la flor de mi vida, medio abierta allí, por aquel entonces permaneciese fresca, y esperase ese momento para abrirse de nuevo y para cuajar su fruto.
Ahora me vendría bien Salvador, el hermano desaparecido, que era tan bueno y tan poeta, para que me sirviese allí con las cosas y con los hombres, de intérprete y mensajero; para que me arreglase el escenario, y lo dispusiese tal como era cuando lo dejé.
¡Ciudad vieja y querida; hogar modesto do se meció mi cuna, y en el cual vagan silenciosas las sombras de las dos mujeres a quienes todo lo debo: patio arbolado lleno todavía del eco de mis risas infantiles: calle silenciosa y estrecha en donde me reunía con mis amigos del barrio y del colegio, y jugaba descuidado: iglesia santa en la cual, sintiendo el murmullo de las preces de mi madre, elevé por vez primera mi corazón a Dios: cielo azul del día luminoso: oscuro, sombrío manto de la noche llena de misterios y cuajadas en lo alto, de estrellas: patria, mi patria...! ¡Ábreme el campo que dejé abandonado, dame mi hogar en tu seno! Niño casi, te abandoné: vuelvo a ti sin un pecado, sin una mancha en la conciencia que me formaste: ¡tómame todo entero en la efusión de estos generosos sentimientos por tanto tiempo mudos, y que recaté y guardé puros, para ofrecértelos en este instante único! Mi vida, en la ausencia, ha sido dura; ha sido una vida de prueba. He explorado mucho campo .de estudio y de trabajo; he luchado mucho, he sufrido mucho; hay en mí mucha vida acumulada; mi mente está llena de sombras, mi corazón sangra por muchas y por muy hondas heridas; alguna de ellas recién abierta, y tan profunda que por ella se me van las mejores energías de mi alma. No he sido vencido ni humillado en el combate; pero estoy cansado ya, cubierto de polvo y de sangre, falto de sueño; a punto de caer exánime.
A tu vista, al contacto amoroso de tu seno, resucito a vida mejor; vuelvo a ser joven, recupero todo lo perdido, y renazco a mi vieja existencia; como si estas lágrimas que vierto entre tus brazos y que empapan tu regazo, fuesen agua lustral que borrase toda huella de dolor en mi alma; que me restituyesen a ti, y a mí mismo en mi ser primero y mejor, por un milagro de tu amor y del mío....
Y ¿qué te figuras…? Pues estoy persiguiendo siempre este hermoso sueño. Como se salva a veces de un incendio general en el campo un grupo de plantas que permanecen milagrosamente vivas, verdes y frescas, yo he salvado en mí no sé qué flor de juventud, abierta siempre en mi alma y llena de perfume, en la cual bebo, como en un cáliz, el licor sano y generoso de la comunión de las edades y de la continuidad de la vida. Mi alma, cien veces brutalmente ajada y violada por el dolor, conserva no sé qué suerte de virginidad imperecedera que la redime del ultraje y que la saca a flote en todas ocasiones, como levanta en alto el sacerdote su hostia, como queda en pie en un campo de batalla la bandera por la cual se ha peleado y se ha dejado correr la propia sangre. Será lo último que se extinga en mí; y me sobrevivirá después de mi muerte; como sobrevive tras tanto sinsabor, tras tanta tortura, en mi conciencia actual. Si yo hubiera de tener en mi tumba un epitafio, quisiera que me pusieran éste:
“Fue sencillo, fue veraz, fue niño hasta el último instante de su vida. Amó siempre; no odió ni desesperó jamás.”
Ahora, doblemos esta hoja en donde de seguro habrán caído algunas lágrimas tuyas para confundirse con las que me han subido a los ojos y he derramado sobre este papel mientras he escrito estas cosas. Tú, que vives allí, darás a toda hora memorias mías a esos lugares queridos, en la inconsciencia de los cuales viva yo más, acaso, que en la mente olvidadiza ingrata, de los hombres que moran en ellos, y a los cuales, sin embargo, amo con todo mi corazón...
Acaso, si Dios me oye, vaya dentro de algún tiempo al Príncipe. A qué, no puedo decírtelo; pero si realizo mi deseo no cuenten conmigo para reuniones ni fiestas; porque de ir, voy a vivir para mí; y es seguro que los dejaría plantados y me escaparía, y me iría al campo a beber luz y aire puros: a aspirar el vaho cálido y tónico que desprende del follaje el sol ardiente: a ver mucho verde, a oir cantar los pájaros, mis amigos de la infancia que tan bien se entendían conmigo, y cuyo lenguaje no he olvidado. Quisiera, sobre todo, poder escuchar de nuevo, en el aturdimiento soñoliento de la siesta, el canto monótono y grave del tocororo que lanza a esa hora, de un modo rítmico, sus notas al aire como llamando el alma al sueño y al reposo. ¡Ah, reposar, dormir! Hace mucho tiempo que he perdido la capacidad fisiológica de estas dos funciones del cuerpo y del espíritu.
¡Sigue tú aserrando, muchacho! Mata el tiempo y embota por el esfuerzo físico el dolor de la vida sobre tu banco de carpintero improvisado.
¡Aserrín, aserrín,
Los maderos de San Juan...!
¡Qué recuerdos! ¿Eh…?
Ya no es la abuelita la que te lo canta balanceándote en éxtasis amoroso sobre sus piernas: es la vida, agria y cruel madrastra a las veces, del hombre.
Y no sé por qué me acuerdo ahora de estos versos, que, en boca de una pobre mujer lavandera muerta de fatiga, y trabajando siempre, pone, trágicamente Zola en una de sus novelas:
Pan, pan, Margot au lavoir;
Pan, pan, a coups de battoir,
Pan, pan, va laver son cœur,
Pan, pan, tout noir de douleur.
(Pan, pan! En el lavadero,
Margot, con puño certero,
Su corazón va a golpear;
No la rinde su faena:
Negro lo tiene de pena
Y así lo quiere blanquear!)
Y aquí tienes carta para todo un año:
Que no te parezca ni larga ni pesada.
Adiós.
Tuyo,
Esteban
Tomado de Esteban Borrero: Una carta íntima (Pro anima, pro lingua, pro patria). La Habana, Imprenta del Avisador Comercial, 1899.