He leído la Elegía sin nombre, pero yo la nombraría de alguna manera, con un nombre que sonara a mar y a viento.
Naturalmente que no lo ha encontrado, pero así que lo encuentre, póngaselo. Y también los puntos y comas y las comas.
Elegía del mar y del viento... ¡Quién tuviera el pecho tan ligero y tan diáfano como el del agua!... Verse uno mismo a través de sí mismo... ¡Qué opacos somos y qué duros! Su poema me lo ha recordado cuando comenzaba a olvidarlo.
¿Sabe lo que más me gusta? Esto: ya es demasiado siempre mi lámpara de arcilla, ya es mucho parecerme a mis pálidas manos y a mi frente clavada por un amor inmenso...
Lo que no me gusta es la deliberada intención de ser obscuro, que entraña como decía un sutil crítico francés hablando del Simbolismo, una de las más singulares formas de la insociabilidad humana.
Es muy curioso ver cómo los poetas de este minuto, que se dicen identificados con la muchedumbre, son justamente los más inaccesibles para ellas.
Mucho más democráticos resultaban —democracia lírica y democracia literaria— Campoamor y Núñez de Arce. Y hasta yo que no he escrito palabras ininteligibles sobre las maracas.
Eso es lo que no me gusta, que lo demás me gusta todo: Me gusta el encaje de las palabras una por una en los versos que pudieran llamarse biselados, porque no se le notan las aristas ni la más pequeña cortadura. Han salido en bloque y no sabe usted cuánto vale eso para el pobre oído atontado de un tiempo a esta parte por la ñoñería romancera o por la mala prosa portada cada once sílabas.
Me gusta quizás el espíritu misterioso del poema, el que anima en él las olas y pasa vagamente como un pez por debajo de él mismo. Eso me gusta. Le mando los versos que usted pidió y venga alguna vez a verme.
Le saluda
Dulce María Loynaz
(1936)
Aquí expreso a Ud. la mitad de mi agradecimiento.
“Y si llegaras tarde” va perdiendo ya para nosotros lo que precisamente constituye su inquietud, la inquietud del tiempo, y éste es el mejor modo de eternizarse. Amo infinitamente esos versos suyos que hubiera querido míos. Cuando me envíe Ud. los otros que también solicité en mi carta, le daré la otra mitad de mi agradecimiento. Hágalo Ud. pronto, que no me pesa a mí agradecer.
No he pasado por alto la delicadeza de no haber escrito a máquina. Y no sé si soy poetisa admirable pero quiero saber que me admira Ud.
Le saluda cordialmente: D.M.L.
(1937)
Admirado poeta:
He recibido sus líneas portadoras de un deseo suyo que debo agradecer y no realizar.
Agradecer, porque en estos tiempos el deseo de algo inmaterial, es, más que deseo, generosidad de espíritu, y no da el que da sino el que desea...
Agradezco pues a Ud. este deseo que me ofrece y que seguramente no pueden ofrecerme muchos... Y no lo realizo porque en este caso la realización que yo pudiera hacer de tal deseo no correspondería a la gracia del deseo mismo.
Si yo enviara a Ud. mi libro, haría una cosa falta de espontaneidad y de calor, y como el calor y la espontaneidad hubieran sido los únicos méritos del envío, yo no quiero que Ud. lo reciba sin ellos: Estimo mucho a Ud., le estimo lo bastante para no darle menos de lo que he dado a otros.
Creo que es preferible no dar, a dar menos.
La iniciación que hace Ud. en su carta —aunque dejada en iniciación, es decir, sin resolverla de manera alguna— de lo que viene siendo el motivo de ésta mi pobreza de ánimo ante Ud. nos evita a los dos otras explicaciones.
Sin embargo no puedo dejar de añadir que esa actitud suya que no es suya porque es de toda una generación, me pareció —y tal vez entonces por sentirla de Ud.— un símbolo y una revelación: De eso, de indolencia y desgana nos estamos muriendo, y de creer que no tenemos que pagar la belleza ajena ni siquiera con una buena palabra.
Eso es lo que tenía que decirle y sólo me resta pedir excusas si he hablado en tono demasiado grave; sé que ya eso también se considera castelariano y finisecular y que en nuestros felices días nada tiene importancia.
Por lo demás, en este caso, el castigo es tan pequeño que confío que sabrá sobrellevarlo sin apurar demasiado su paciencia. Y el pecado también es tan pequeño que no vale la pena perdonarlo.
Desea para Ud. más alegría que la que pueda llevarle un obscuro libro de versos.
Dulce María L.
(1938)
Tomado de Cartas que no se extraviaron. Pinar del Río, Ediciones Loynaz, 2016, pp.21, 27, 50-51.