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Vindicación. Cuestión de Cuba (III)

Vindicación. Cuestión de Cuba (III)

Esclavitud

Poco puede decirse acerca de ese crimen social que no esté ya dicho y sabido hasta la saciedad. Nadie se atreve a defenderlo, ni aun los mismos que pretenden conservarlo; y así, no es nuestro propósito extendernos en huecas declamaciones contra esa institución odiosa, herida de muerte, aunque se revuelva furiosa en los últimos estertores de la agonía.

No, no recordaremos las maldiciones que la acompañan desde su origen; ya un eminente hombre de Estado, el duque de la Torre, la pintó gráficamente en el Senado cuando dijo que no hay crimen que no cometan los armadores de esas expediciones, y sus verdugos o ejecutores, como si no fuera bastante el hecho solo de condenar fríamente, por la vil avaricia del oro, a centenares de millares de víctimas a una muerte prematura en medio del trabajo forzado, el dolor y el tormento, infligidos a mansalva por la codicia, quién sabe si por placer o por capricho. 

No, apartemos la vista de este cuadro de horrores que sólo puede contemplarse sin estremecimiento por cierta clase de gentes.

No vamos a contraemos a esto: vamos a referirnos sólo a los males que ha causado en Cuba esa institución, al virus venenoso que ha introducido en aquella sociedad, a la ayuda que le ha prestado el gobierno, a los móviles que lo han impulsado, y a la parte de responsabilidad y de culpa que por todo ello le corresponda.


Los males que produce la esclavitud, como institución, en una sociedad, son incalculables, y tampoco es nuestro propósito analizarlos, porque desde luego saltan a la vista, y nadie los niega, ni los ha negado, ni pueden negarse; y sólo creemos necesario señalar y poner de relieve la circunstancia de la diferencia de raza y de color de los esclavos, común a los países americanos; y la otra peculiar o aplicable sólo a Cuba, en la parte que ha tenido relación con la política en las últimas décadas. Condiciones ambas que agravan sobremanera, si es que pueden agravarse, las consecuencias de esa institución precita.

Cuando los esclavos pertenecen a la misma raza, o siquiera son de un color idéntico o análogo al de los dominadores, obtenida la libertad por el siervo, libertos y dueños se confunden, y la huella de la esclavitud pronto se borra y desaparece, como sucedía entre los antiguos griegos y romanos, y sucede hoy entre los turcos y rusos. 

Pero cuando, como en Cuba, el esclavo pertenece a una raza y tiene un color marcado y muy distinto del de los dominadores, ni después de obtenida la libertad, ni nunca, se confunden dominadores y dominados; el antiguo siervo y su descendencia llevan siempre sobre su frente el estigma de su origen humillante: unos conservan el espíritu de superioridad y de desdén; los otros el de rencor, y la sociedad se divide en dos razas enemigas perpetuas y en perpetuo estado de antagonismo y de asechanzas que preludian una suprema lucha futura.

Tal fue la gravísima situación creada en Cuba con la esclavitud africana.

Un gobierno justo, o siquiera previsor, ya que no cortó el mal en su origen, porque quizá no se previeran entonces las consecuencias, debió tratar de atajarlo cuando éstas comenzaban a manifestarse de una manera patente en el trascurso de los años.

Además, la potente voz de la civilización y la justicia tronaba contra esa inicua negación de todo derecho humano: la esclavitud era universalmente anatematizada, y todas las naciones que la abrigaban en su seno, cual más, cual menos, o abolían y borraban esa inmunda mancha, o manifestaban ideas y signos de que procuraban borrarla o abolirla.

Sólo España se ostentaba reacia al justo y poderoso grito; y los armadores de La Habana continuaban escandalizando al mundo con sus incesantes expediciones en las que, en África y en Cuba, en mar y en tierra, se cometían todos esos crímenes horrendos que un senador español denunció a la animadversión del mundo.

El gobierno de España, sin embargo, no se enmendaba: continuaba autorizando esa horrible serie de atentados contra la humanidad, y fue necesario pasar por la vergüenza de que una potencia amiga, pero extraña, viniera a mostrarnos la senda del deber y a exigirnos el compromiso de su cumplimiento.

Se hizo entonces con Inglaterra el tratado de 1817 que se ratificó poco después, en virtud del cual España se obligaba a no extraer negros de África, aboliendo la trata que allí se hacía de esclavos para las Antillas españolas, y recibiendo, como recibió de la Gran Bretaña, 400 mil libras esterlinas en compensación de los perjuicios que pudieran originársele a consecuencia de este convenio.

Desde entonces, la situación y los deberes de España cambiaron notablemente.

Si antes, con respecto a la supresión de ese tráfico infame, sólo tenía nuestro gobierno un deber moral para consigo mismo; desde entonces ya había además un compromiso formal con una nación amiga: ya desde entonces todo negro introducido en África, o indebidamente esclavizado, quedaba, cuando menos, en una condición dudosa: constituía un delito en los súbditos, una infracción de un tratado en el gobierno, un acto de inmoralidad en todos, introducía en la sociedad un nuevo germen de profundas perturbaciones, y daba lugar a reclamaciones serias de una potencia poderosa que podía producir dolorosos y humillantes conflictos.

Y, sin embargo, el gobierno tampoco cejó entonces en su propósito: las expediciones, la introducción y esclavización de africanos continuó, y entonces en mayor escala, porque los riesgos de los cruceros ingleses, aunque sin resultados positivos, aumentaba el valor de la mercancía humana, y por consiguiente las ilícitas ganancias de los armadores. Para esto había dos causas principales, ninguna honrosa.

Una de ellas era el aumento de la riqueza pública, lo cual, dando mayores productos al erario, no sólo aliviaba el Tesoro de la metrópoli, pagándose allá mayor número de empleados, y dándoles sueldos exagerados, como el de 50 mil duros de los capitanes generales, sino que anualmente se sacaban, además, cuatro, cinco y hasta seis millones de duros, en calidad de sobrantes.

Y la otra, ¡oh!, la otra ha permanecido oculta y guardada cuidadosamente, aunque adivinada, y en la conciencia de todos, y que no por odio es menos cierta. La otra es impedir que aquellos naturales, oprimidos y vejados, reclamaran por la fuerza lo que se les debe de justicia, y retrocedieran ante el temor de una insurrección de esclavos. Se quería explotar a mansalva; y para el efecto, al mismo tiempo que el gobierno desocupaba los bolsillos de aquellos habitantes, se dejaba suspensos sobre sus gargantas y sus pechos, la rodilla y el puñal del esclavo. Así se conseguía y se consiguió todo, la explotación y la sumisión.

Al más leve conato, se amenazaba con el espectro de la esclavitud: un capitán general de aquella Isla dijo que tenía 50 mil fusiles almacenados para armar 50 mil negros y lanzarlos contra sus amos; y el cubano, entre la espada del gobierno y el puñal del esclavo, sufría, callaba y esperaba. Jamás se vio una situación más violenta, una intención más depravada. Jamás pueblo ninguno fue víctima de una combinación más inicua, maduramente pensada y llevada a cabo con más fría y cruel perseverancia.

Los males que produce la esclavitud, como institución, en una sociedad, son incalculables...

Y no se diga que la trata subsistía a pesar del gobierno y de sus persecuciones, patentes con los cargamentos de bozales que se apresaban; y que la única y verdadera causa de la subsistencia de ese tráfico era el lucro exorbitante que de él reportaban armadores, vendedores y compradores, con el cual corrompían a todas las autoridades de allá, y hacían inútiles e impotentes los esfuerzos del gobierno de la metrópoli.

No es exacto esto en todas sus partes. Es verdad que las enormes ganancias que proporcionaba ese comercio hacía que con ellas se comprara la connivencia de aquellas autoridades; sabido es porque siempre se ha dicho de público, y nadie lo ha negado, que algunas de aquellas autoridades percibían primero un doblón, después media onza y últimamente una, dos y hasta seis por cada esclavo que dejaran introducir en la Isla, sin perjuicio de que, con la misma largueza, se comprara la ayuda, benevolencia o silencio de las demás autoridades inferiores.

Cierto es que semejantes tentaciones son difíciles de resistir, principalmente por los que llevan antes el propósito hecho de no resistirlas, pero de lo difícil a lo imposible hay muchísima distancia; y si el gobierno hubiera tenido la firme y decidida voluntad de cumplir su compromiso, es indudable que lo hubiera hecho cumplir por sus subalternos o delegados, como lo hicieron los Estados Unidos, los cuales, sin necesidad, y sin tener ningún compromiso con estrados, decretaron la abolición de la trata, y desde aquel momento dejó de existir, sólo por la enérgica voluntad de aquel gobierno.

Y el nuestro, ¿qué es lo que ha hecho en ese sentido? ¿Cuál es el capitán general que ha sido castigado, ni conminado siquiera, por semejantes prevaricaciones o culpables tolerancias? ¿Cuál es el expediente que se ha formado para averiguar la certeza de esa voz pública que señalaba el delito con todos sus detalles? ¿Algún cargamento de bozales, o alguna parte de él apresado y confiscado, y algún subalterno ínfimo castigado, sólo para llenar las apariencias y tener algo que contestar a las incesantes reclamaciones del gabinete inglés? La trata continuaba, y los bozales apresados, debiendo ser libres, eran sujetados a mayor y más dura servidumbre, y constituía un nuevo venero de corrupción y de lucros ilícitos.

Además de que no todos los capitanes generales que allí se han enviado han sido corruptores y corrompidos: alguno ha habido que supo conservarse puro, y algunos cuya probidad y carácter hubieran sido bastantes para poner coto a la hidrofóbica sed de oro de los armadores; y sin embargo, nada hicieron y, o toleraron la trata, o calumniados y vencidos por aquellos tratantes, fueron relevados del mando. Y esto, ¿qué significa? Que el gobierno toleraba y autorizaba aquel tráfico inhumano.


Pero ¿a qué amontonar argumentos hipotéticos cuando hay una certidumbre e inexcusables pruebas? En los archivos secretos del Senado existen documentos oficiales o comunicaciones del gobierno a aquellos capitanes generales de Cuba, y de éstos a aquél, en el sentido que venimos indicando. En cierta sesión célebre del Senado, un senador hizo referencia a ellos; otro senador contestó negando; se insistió, aludiendo a los referidos documentos que antes habían sido vistos y examinados, y los ministros que estaban presentes, constándoles sin duda su certeza, y temiendo un convencimiento y un escándalo, callaron. Ahí están los diarios de las sesiones: ahí están, o deben estar los documentos de los archivos secretos. Regístrense y se sabrá la verdad.

Hay más todavía. En la Junta de Información que se celebró en Madrid en 1866 para tratar de las reformas ultramarinas, un diputado o comisionado peninsular, cuyos antecedentes y servicios a la causa de España no podían hacerlo de ninguna manera sospechoso, y que debía tener exacto conocimiento del asunto, por residir y haber residido largo tiempo en la Habana, se explicó en el mismo sentido y afirmó que el gobierno había tolerado y autorizado la trata, faltando a sus compromisos: que habíamos estado engañando a la Inglaterra y al mundo, cubriéndonos de vergüenza, y que la trata no se había concluido, porque no se había querido.

Secretas fueron esas sesiones, pero no hay secreto que no se trasluzca, mayormente si ha de ser guardado por muchas docenas de personas; las actas se extendían: en ellas debe constar nuestro aserto, y si no, apelamos al testimonio de los mismos comisionados y de su presidente, que no podrán dejar de apoyarnos.

El tráfico de esclavos según una litografía de Johann Moritz Rugendas.
National Geographic


Y ¿cuáles habían de ser las consecuencias? ¿Qué había de pensarse allí de un gobierno que, o por aumentar los ingresos del Tesoro, o por sojuzgar y explotar indignamente a aquellos habitantes, faltaba a sus más solemnes compromisos, y autorizaba a sus delegados a que faltaran, tolerando y dejando consumar allí diariamente el mayor de los crímenes? ¿Qué respeto podían infundir unas autoridades que de todo hacían un comercio nefando para reportar lucros indignos? ¿Qué moralidad podía haber en una sociedad, en donde la mitad de los habitantes plagiaban hombres libres para venderlos a la otra mitad como esclavos, a vista, ciencia y paciencia de unas autoridades que también lucraban en este comercio?

Y si se lucraba y comerciaba con la vida y la libertad de los hombres, ¿cómo no se había de comerciar y lucrar con todo lo demás?

La justicia se vendía por oro, como dice el Sr. Aráiztegui, y como allí las tentaciones son más fuertes que en ninguna otra parte, y una sola venta de la conciencia puede hacer rico a un empleado, como afirma el mismo señor, y como allí los empleados van generalmente a hacer fortuna y no se les concede sino el cortísimo término de uno, dos o tres años, ¿qué ha de resultar sino que en ese tiempo, o antes por temor de un relevo anticipado, se consiga el objeto, con la venta de la honradez y la conciencia?

Y donde todo se compra y se vende, inclusas las conciencias, donde con todo se comercia, ¿qué puede producir sino la inmoralidad y la corrupción más general y profunda? Y ésta es la verdad.

Allí se ha llegado al inaudito extremo de tener por necio o insensato al que no corrompe, o no se deja corromper. Allí se sabe el camino seguro de conseguirlo todo: torpe el que no lo consiga. Con semejantes elementos, ¿puede una sociedad estar contenta de su gobierno? ¿No hay motivo justísimo de queja? Responda por nosotros la conciencia universal.


Ahora, volviendo a tomar el hilo de nuestra narración, dijimos que Cuba había comenzado a dar señales de vida hacia la segunda década de este siglo, merced a la relajación de algunas de las trabas irracionales que allí tenía ligado al comercio, y a la trata de esclavos. Ya hemos visto que la primera fue productiva merced a la segunda, y que con respecto a esta última, ha sido peor el remedio que la enfermedad; y ahora vamos a indagar cuáles han sido las otras mejoras que se hayan introducido en el régimen y administración de la Isla.

Con respecto al régimen, ninguna; porque allí no se han concedido derechos políticos sino en los dos cortísimos períodos constitucionales del año 20 al 23, y del 34 al 37; en todo el resto no ha regido sino el sistema de las (leyes) omnímodas de los capitanes generales y del estado de sitio, según el real decreto de Fernando VII de 1825, que concede a aquellos capitanes generales las facultades de comandantes de plazas sitiadas, con la añadidura de poder expatriar a los que se hagan sospechosos por su conducta pública o privada, que allí se ha mandado observar.

Con semejante régimen, ya se conocerá desde luego que no hay que pensar sino en mejoras o reformas administrativas, y también será fácil adivinar cuáles habrán podido ser éstas.

Desde luego las que se notan como más de bulto, se deben al mismo aumento de riqueza, a las necesidades que ésta crea, y a la inteligente iniciativa individual de los cubanos, como la de los caminos de hierro, y otras de esta índole, pero las que dependen o deben partir de la iniciativa del gobierno, casi se puede decir que son nulas, en sentido benéfico, que en cuanto a las perjudiciales, no dejan de ser bastantes en número y en sus naturales consecuencias.


La instrucción, sobre todo la superior, se encuentra allí en el más lamentable estado de abandono por parte del gobierno; y si no fuera por la patriótica iniciativa y empeño de los cubanos fuera completamente nula, o insignificante por lo menos.

Los cubanos, inteligentes y previsores, viendo la apatía del gobierno, y conociendo la importancia de la ilustración de las masas, se dedicaron con tanta nobleza y perseverancia a la educación popular que, a pesar del reducidísimo círculo que les era lícito, han formado una juventud brillante, que ha dado hombres eminentes, y sobre todo, han extendido tanto la instrucción que, por confesión nuestra, se halla más generalizada allí que en España.

Pero en todo lo demás, con respecto a la enseñanza superior u oficial, que depende de la acción del gobierno, es ésta tan inerte y de propósito descuidada que gracias si la juventud puede dedicarse allí al estudio de las leyes, de la medicina y a la carrera del sacerdocio, porque la carencia de otras escuelas o cátedras se puede decir que es casi completa.

Allí no hay escuela militar, ni de ingenieros, ni de agricultura, ni de ninguno de los demás ramos civiles ni industriales, que tanto se necesitan en aquel país, esencialmente agrícola y forzosamente industrial y científico para las necesidades de la elaboración del azúcar; y todos los adelantos, magníficos por cierto, que se han realizado allí en la maquinaria y procedimiento de la industria azucarera, como los efectuados en la agricultura, para sustituir el trabajo libre al esclavo y mejorar la producción, se deben exclusivamente al patriotismo, desinterés y ciencia de los cubanos.

Y a tal extremo ha llegado en este punto la falta de personal inteligente que en Cuba no había hasta ahora poco ni aun arquitectos, siendo necesario que los ingenieros militares dirigieran la construcción de los edificios públicos, quedando los privados al cuidado de simples albañiles o maestros de obras, hasta que los ayuntamientos enviaron a la Península alumnos costeados por ellos, a aprender y concluir aquí la carrera de arquitectura; y esto con tan mala fortuna, como que al llegar se encontraban sin trabajo o postergados por la multitud de arquitectos que iban de aquí nombrados, y que, merced al favoritismo, pretendían y lograban monopolizar las construcciones.

Así es que la juventud cubana, inteligente y ganosa de estudiar y de saber, tenía que buscar la ciencia fuera de su patria, a costa de grandes sacrificios, o invadían las escuelas, colegios y universidades de España, los Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Alemania y aun de Italia y Suiza, adonde tenían que ir a buscar la instrucción y conocimientos que le negaba en su patria una madre que, menos por lo negligente que por lo intencionada, podía llamarse madrastra.

Y decimos intencionada, porque una de las cosas que se han mirado con más recelo por los hombres públicos de España, es la demasiada inteligencia que se supone en los americanos. Ya en tiempos pasados, D. Agustín Argüelles y sus colegas en el Congreso, se quejaban de esa pretendida superioridad de los diputados americanos, que calificaban de doblez y astucia, y les achacaban, por celos, proyectos o intenciones que han servido para calumniar después del mismo modo a los cubanos que se han ocupado de las cosas públicas en su país.

Y ahora, en estos últimos tiempos, el general Letona, en un folleto que escribió, suponiendo superior inteligencia y aptitudes en los cubanos, deducía de ahí la necesidad de vigilar muy cuidadosamente y restringir su educación, aconsejando que se pusiera en manos de los jesuitas, como los más a propósito para formarlos de la manera más conveniente a los fines de un gobierno receloso y desconfiado, a fin de que se cohibiesen cualidades que más bien deberían desarrollarse y aprovecharse, en lugar de perderlas o restringirlas.

Lo que prueba que la instrucción se descuida allí, como se conserva la esclavitud, intencionalmente, o con la dañada mira de cortar el vuelo a las grandes aptitudes y a las nobles y justas aspiraciones de los cubanos.


El de obras públicas es otro de los ramos allí lastimosamente descuidados. No hablaremos de los de utilidad o simple ornato, que son nulos; pero en los que pueden llamarse de necesidad, los que existen se deben a la iniciativa y esfuerzos de los cubanos, como los caminos de hierro, que los tuvo Cuba primero que España, merced a dos cubanos que desempeñaban los cargos de Presidente y Secretario de la antigua Junta de Fomento.

En lo demás son tan raros que, fuera de los alrededores de la Habana, no hay carreteras, ni caminos transitables en las estaciones lluviosas que absorben la mayor parte del año; y en casi todos los pueblos del interior, como confiesa el Sr. Aráiztegui, faltan caminos vecinales, iglesias, casas de gobierno, cárceles, y otras obras de necesidad y utilidad, como empedrado y alumbrado.

Obras que no pueden promover y ejecutar los ayuntamientos respectivos, porque, necesitándose y no bastando todas las enormes rentas públicas para satisfacer el monopolio y el favoritismo, solo se concede a los ayuntamientos la facultad de disponer de 200 pesos, en un país que paga 30 millones de los mismos, la cuarta parte de todo el presupuesto de la metrópoli.

Éste es otro capítulo de queja que también se cuida muy bien de no mencionar por los calumniadores de los hijos de Cuba. Y lo mismo sucede en los demás ramos de la administración que no enumeramos detalladamente por no ser interminables; bastando decir que, dependiendo todos, por una extremada centralización, do la iniciativa y acción del gobierno, y necesitando éste de todos los recursos para los ilícitos objetos indicados, y para la remisión a la metrópoli de los llamados sobrantes, es evidente que todos deben sufrir y sufren la misma suerte.


Sin embargo, debemos confesar en justo tributo a la verdad, que entre todos esos ramos descuidados, hay uno que no lo está, y es el del personal.

De éste sí suelen ocuparse muy particularmente, tanto el gobierno de acá, como el de allá; y si se procediera en él con previsión y justicia, y deseo de acertar, mucho quizá pudiera remediarse. Pero se hace todo lo contrario: no se atiende más que al favoritismo; y como éste es insaciable, no se hace más que aumentar o crear empleos y entregarlos en lo general a manos inexpertas y fáciles a las tentaciones de la codicia y de la concusión.

La creación, movilización, trasiego y renovación de empleados, no tiene allí término ni guarismo, y no obedece a ninguna otra idea que a la que hemos indicado, al favoritismo; y como para el servicio de aquellos empleos se necesitan conocimientos especiales de las especiales necesidades del país; como carecen de ellos absolutamente los que allí se envían; como no pueden adquirirlos, porque es necesario removerlos pronto, para dar lugar a otros que sin cesar empujan a los existentes; y como allí las tentaciones son más fuertes que en otra parte, y los hombres, principalmente los que van de acá, son por lo general débiles y fáciles, resultaba lo que era necesario que resultara; que, aunque se creen, supriman y remuevan audiencias, aunque se hagan, rehagan y deshagan las divisiones territoriales, y aunque se monten las oficinas del gobierno superior, como las montó un capitán general, al estilo y con la profusión que los ministerios de acá (que nada tienen de parcos en el personal), para tener directores por ministros, y direcciones por ministerios, y parodiar a la Corte y al rey en la capitanía general, todos los ramos del gobierno y la administración quedaron tan desatendidos como antes, y grandemente reagravado el Tesoro con gastos de lujo, debidos sólo a la vanidad, a la arbitrariedad y al orgullo.

Y no se diga que exageramos: ¿cuál es el ramo de la administración que ha mejorado con eso que se llama reforma y que se limita al personal?


La renta de aduanas era la que más la necesitaba, porque siendo el ingreso más valioso del Tesoro público, es en el que mayores y más escandalosos fraudes se cometen: se calcula en cerca de la mitad, en un 46 por 100 lo que de él se merma y fraudulentamente se sustrae a las inversiones legítimas.

Y ¿qué se ha hecho para evitar esos fraudes, con todo ese lujo de un personal inútil y costoso? Nada, absolutamente nada; en términos que ahora últimamente ha habido que hacerlo, y por cierto de una manera análoga a la que siempre han pretendido los cubanos.

Y si nada se ha hecho en un ramo, en el cual, con una reforma inteligente, se hubiera alcanzado un producto de más de 20 millones de pesos, es evidente que nada se ha hecho tampoco de provecho en ninguno de los otros.

Conste, pues, que el régimen y administración de Cuba son pésimos: absoluto y arbitrario el uno; intencionadamente descuidada la otra, y que las reformas administrativas que allí se dicen hechas, son nulas o ineficaces: la prueba es que todos, absolutamente todos, convienen en que dichas reformas son deficientes y necesarias: es decir, que deben hacerse, pero que no se han hecho.


Demostración

¿Y por qué no se han hecho? ¿Qué causa es esa tan poderosa que, conociéndose toda la necesidad de esas reformas, no se han realizado, o son insuficientes las que se realizan?

Hay efectivamente una causa y tan poderosa, cuanto que, mientras subsista, será imposible verificar aquellas reformas, siquiera sean administrativas, en el sentido y con la eficacia necesarias.

Y esa causa no es otra sino la deficiencia de derechos políticos en los que han de ser gobernados y administrados.

Inútil es pensar en que se pueda marchar recta y beneficiosamente por la senda del buen gobierno y administración de un pueblo, mientras no se concedan sus derechos políticos a los individuos, y puedan ejercerlos convenientemente. Y la razón es muy obvia; ya la hemos apuntado y desenvuelto, y ahora sólo nos resta comprobarla con un hecho reciente y subsistente, promovido y ejecutado por los mismos intransigentes adversarios de toda concesión de derechos políticos a los cubanos. Este hecho es el siguiente:

La guerra de la insurrección ha producido en Cuba un considerable aumento de gastos: el tesoro de la metrópoli, recargado hasta el extremo de amenazar con una bancarrota, no podía ni ayudar siquiera a soportarlos: había una necesidad absoluta de atenderlos y satisfacerlos con los ingresos y el Tesoro de la Isla: éstos no alcanzaban, ni mucho menos, a cubrirlos; y como los de la guerra sobre todo eran apremiantes, y como, si no los cubría el tesoro público, tenía que cubrirlos el de los particulares, so pena de presenciar el triunfo de los insurrectos, la necesidad abrió los ojos y se vio, y se conoció y practicó el verdadero camino.

Si Cuba hubiera permanecido entonces en su anterior estado normal de sumisión y obediencia ciega, el gobierno hubiera establecido y prescrito las derramas, o empréstitos forzosos, con el nombre de donativos voluntarios, y el tesoro particular hubiera sustituido al público; pero ya los peninsulares allí residentes se habían apoderado de la situación; mandaban por sí mismos, y para salvar sus cajas, trataron de llenar las de la Hacienda.

Sabían que se cometían grandes escándalos en la exacción o inversión de las rentas, sobre todo en la de aduanas, y decidieron poner remedio. ¿Y cómo lo pusieron? Interviniendo ellos, los propios interesados, en el cobro de esos derechos. Nombraron una comisión de ellos mismos que los vigilara e interviniera, y con esto solo consiguieron el fabuloso resultado de que las rentas de aduanas, a pesar de la gran disminución que experimentaba el comercio, a causa de la guerra, produjera más del doble, casi un triple de lo que producía en los tiempos normales anteriores a la guerra.

Resultado doble de este procedimiento; primero: que se cometían grandes fraudes y robos en el cobro de esas rentas, fraudes que no habían podido nunca extirpar los gobiernos de la Isla; y segundo: que el medio eficaz y seguro de cortar los abusos, era la intervención de los interesados, que es lo que han estado pidiendo siempre los cubanos, y que ellos, los peninsulares de allá y de acá, se han obstinado y se obstinan en negarles.

Con lo que queda probado por confesión y práctica de los peninsulares de Cuba que el remedio verdadero y eficaz de los abusos del régimen y administración de la Isla, como el de todos los pueblos, es el de la intervención directa en ellas de los mismos interesados, con la concesión y ejercicio de los derechos políticos, y que, por tanto, no tienen razón en oponerse, sólo porque lo piden los cubanos, a lo que ellos mismos están practicando con satisfactorios resultados. Lo mismo han hecho aquéllos en otros ramos, incluso el del personal, y las consecuencias han sido igualmente beneficiosas.

No hay que pensar, pues, en que los cubanos pueden ser bien regidos y administrados, en que se haga ninguna clase de reforma política ni administrativa conveniente, sin que antes se les concedan todos los derechos políticos, y puedan libre y debidamente ejercerlos.


Y he aquí también claramente explicado el motivo por qué se hace una oposición tenaz, sistemática y a todo trance, a la concesión de esos derechos a los cubanos.

Se sabe que, con ellos, se harán las debidas reformas políticas y administrativas, que con esas reformas acabarán los abusos, los monopolios, la inmoralidad y corrupción, a cuya sombra medran tantos intereses bastardos e ilegítimos; y es natural que todos los que medran o esperan medrar a la sombra de esos intereses, se opongan y rechacen la concesión de unos derechos que habrían de barrer todas las inmundas fuentes de inmoralidad y desorden, para restablecer los rectos principios del orden, la moralidad y la justicia.

Es pues, probado, y ha de consignarse como verdad constante, que los que se oponen a la concesión de derechos políticos a los cubanos son los interesados en los abusos y monopolios que habían de desaparecer con el ejercicio de aquéllos, y que no tienen por norte y guía de su conducta la integridad del territorio, el bien y honra de la patria, sino sus intereses ilegítimos y mezquinos, contrarios a la prosperidad, honra e integridad de la patria.


He aquí explicado y descubierto el móvil ruin e indigno de ese clamoreo incesante e insensato contra los derechos políticos de los cubanos. Veamos, sin embargo, en qué lo fundan, y cómo pretenden justificarlo.


Tomado de Vindicación. Cuestión de Cuba (por Un español cubano). Madrid, Imprenta de Nicanor Pérez Zuloga, 1871.
Nota de El Camagüey: Es continuación de Vindicación. Cuestión de Cuba (II) disponible en https://bit.ly/3ivA0ij

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