El siglo XIX y el XX han mezclado en Camagüey lo encantadoramente típico a lo moderno, confortable y oportuno; mas no por eso es de mayor validez que sus peculiares tesoros pueblerinos. Todo lo nuevo resulta, en la armonía envejecida del conjunto, postizo, falso, de pega. Así, pues, uniéndose al prestigio de lo clásico, lo cursi de lo nuevo, la ciudad ha perdido la unidad estética.
La casa típica camagüeyana es característica de todas las poblaciones antiguas de Cuba, fundadas por Diego Velázquez de Cuéllar, el primer colonizador español que urbanizó nuestra isla, allá por el año de 1512. Tales son Bayamo, Sancti Spíritus, Trinidad...
Si algo revela con luz meridiana el genio, el carácter, la psicología toda de una raza, es, sin duda, el albergue que se fabrica para habitar. Tal como las cualidades físicas de un individuo, por lo general, dan la medida exacta, o cuando menos aproximada, de su modo de ser interno; así, la casa del hombre, que es como si dijéramos la otra vivienda de su espíritu; pero más amplia, más adjetiva que el propio cuerpo, revela cuáles son los gustos suyos, sus costumbres, y a cuáles necesidades de todo género debe corresponder la construcción.
No habiendo codicia de la tierra, y contando los colonizadores españoles con toda la isla de Cuba para holgar en sus viviendas, la primera condición de la casa cubana de esa época es la amplitud. Cada edificio cuenta con una gran parcela de terreno para su emplazamiento. Por eso lo espacioso de sus habitaciones: gran sala, múltiples aposentos, ancho comedor, espléndido patio, al que se suma, casi siempre, otro de área aún más extensa, llamado traspatio.
Las cualidades de esta vivienda dicen de la confianza en el goce de la vida, la serenidad del espíritu equilibrado en el sosiego, y disfrutador en el reposo de lo plenamente poseído: altos de puntal, aunque sin pretensiones orgullosas de escalar el cielo, los edificios parecen a primera vista de poca elevación, menguada su altura por sus dimensiones extensivas. La armónica sobriedad del conjunto da la sensación de la sencillez hidalga de sus moradores.
La techumbre de tejas de barro [es] propia del uso de los primeros colonizadores, que copiaban en la urbanización criolla la de la España meridional y levantina, cuyo dominio acababan de completar los Reyes Católicos en esta época con la toma de Granada. Allí los árabes habían puesto su nota genial arquitectónica, en la que se contaba como elemento único, para el techado, la mencionada teja. Su uso exclusivo entre nosotros da a la urbanización criolla un sello morisco.
Las paredes hechas con ladrillos, o de calicanto, son de una consistencia de baluarte romano. Macizas, inexpugnables. Y en sus pulidas superficies, de una blancura deslumbrante, por la lechada cuidadosa que las viste. Contrastando con esa blancura, en el interior, el suelo, de color de almagre encendido, hecho de hormigón o con ladrillos en forma de paralelogramos.
Y en lo exterior, anchas, hospitalarias puertas del cedro o la caoba que dan los bosques, puertas que jamás encontraba cerradas el pasajero, en cuyos umbrales el huésped siempre halló un amigo... Altas ventanas de palo, construidas con balaústres gruesos, cubiertas todo el día con espeso coletón de Rusia y descubiertas desde la tarde para que lucieran su belleza las muchachas hogareñas; el guardapolvo, todo entelarañado, protegiendo la parte superior de la puerta del chapotear del aguacero, decorado por los colgantes curujeyes; y del cual pendían el gancho rústico, suspendiendo el farol de lámpara de aceite que iluminaba leve la cercanía; después, los quicios, todos disparejos, por donde, de casa en casa, había de ir subiendo y bajando el transeúnte si deseaba caminar frontero a los edificios.
Incluido en Layka Froyka. El romance de cuando yo era niña. Madrid, 1925. Tomado de Emilia Bernal: Antología literaria. Verso, prosa y traducción poética. Selección, e introducción de Manuel J. Santayana Ruiz. Prólogo, edición y notas de Emilio Bernal Labrada. Nueva York, Academia Norteamericana de la Lengua Española, 2020, pp.226-228.