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     ¡Oh tú, del alto cielo,
     Precioso don al hombre concedido!
     ¡Tú, de mis penas íntimo consuelo,
     De mis placeres manantial querido!
     ¡Alma del orbe, ardiente Poesía,
     Dicta el acento de la lira mía!

     Díctalo, sí; que enciende
     Tu amor mi seno, y sin cesar ansío
     La poderosa voz —que espacios hiende—
     Para aclamar tu excelso poderío;
     Y en la naturaleza augusta y bella
     Buscar, seguir y señalar tu huella.

     ¡Mil veces desgraciado
     Quien —al fulgor de tu hermosura ciego—
     En su alma inerte y corazón helado
     No abriga un rayo de tu dulce fuego!
     Que es el mundo sin ti templo vacío,
     Cielos sin claridad, cadáver frío!

     Mas yo doquier te miro;
     Doquier el alma, estremecida, siente
     Tu influjo inspirador. El grave giro
     De la pálida luna, el refulgente
     Trono del sol, la tarde, la alborada...,
     Todo me habla de ti con voz callada.

     En cuanto ama y admira
     Te halla mi mente. Si huracán violento
     Zumba, y levanta el mar, bramando de ira;
     Si con rumor responde soñoliento
     Plácido arroyo al aura que suspira...,
     Tú alargas para mí cada sonido
     Y me explicas su místico sentido.

     Al férvido verano,
     A la apacible y dulce primavera,
     Al grave otoño y al invierno cano
     Embellece tu mano lisonjera;
     Que alcanza, si los pintan tus colores,
     Calor el hielo, eternidad las flores.

    ¿Qué a tu dominio inmenso
    No sujetó el Señor? En cuanto existe
    Hallar tu ley y tus misterios pienso;
    El universo tu ropaje viste,
    Y en su conjunto armónico demuestra
    Que tú guiaste la hacedora diestra.

    ¡Hablas! ¡Todo renace!
    Tu crëadora voz los yermos puebla;
    Espacios no hay que tu poder no enlace;
    Y, rasgando del tiempo la tiniebla,
    De lo pasado al descubrir rüinas,
    Con tu mágica voz las iluminas.

    Por tu acento apremiados,
    Levántanse del fondo del olvido,
    Ante tu tribunal, siglos pasados;
    Y el fallo, que pronuncias —transmitido
    Por una y otra edad en rasgos de oro—
    Eterniza su gloria o su desdoro.

    Tu genio independiente
    Rompe las sombras del error grosero;
    La verdad preconiza; de su frente
    Vela con flores el rigor severo,
    Dándole al pueblo en bellas crëaciones,
    De saber y virtud santas lecciones.

    Tu espíritu sublime
    Ennoblece la lid; tu épica trompa
    Brillo eternal en el laurel imprime;
    Al triunfo presta inusitada pompa;
    Y los ilustres hechos que proclama
    Fatiga son del eco de la fama.

    Mas si entre gayas flores
    A la beldad consagras tus acentos;
    Si retratas los tímidos amores;
    Si enalteces sus rápidos contentos,
    A despecho del tiempo, en tus anales
    Beldad, placer y amor son inmortales.

    Así en el mundo suenan
    Del amante Petrarca los gemidos,
    Los siglos con su canto se enajenan;
    Y unos tras otros —de su amor movidos—
    Van de Valclusa a demandar al aura
    El dulce nombre de la dulce Laura.

    ¡Oh! No orgullosa aspiro
    A conquistar el lauro refulgente,
    Que humilde acato y entusiasta admiro
    De tan gran vate la inspirada frente;
    Ni ambicionan mis labios juveniles
    El clarín sacro del cantor de Aquiles.

    No tan ilustres huellas
    Seguir es dado a mi insegura planta...
    Mas —abrasada al fuego que destellas—,
    ¡Oh, genio bienhechor! a tu ara santa
    Mi pobre ofrenda estremecida elevo,
    Y una sonrisa a demandar me atrevo.

    Cuando las frescas galas
    De mi lozana juventud se lleve
    El veloz tiempo en sus potentes alas,
    Y huyan mis dichas como el humo leve,
    Serás aún mi sueño lisonjero,
    Y veré hermoso tu favor primero.

    Dame que pueda entonces,
    ¡Virgen de paz, sublime poesía!,
    No transmitir ni en mármoles ni en bronces
    Con rasgos tuyos la memoria mía;
    Sólo arrullar, cantando mis pesares
    A la sombra feliz de tus altares.

Tomado de Obras literarias de la Señora doña Gertrudis Gómez de Avellaneda. Madrid, Carlos Bailly-Bailliere, 1869, t.I., pp.2-5.

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