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Vindicación. Cuestión de Cuba (I)

Vindicación. Cuestión de Cuba (I)

Fiat justitia

Los asuntos de Cuba nos presentan un espectáculo doblemente doloroso. Los campos de aquella preciosa y desventurada Antilla son el vasto teatro de una guerra horrible y fratricida; y las armas de la palabra que también en ella se emplean para su sostenimiento y defensa, si no son tan sangrientas, son más ilícitas, y trascendentales. No se perdona medio ni recurso en esa lucha sin nombre: en lo material, la muerte y la destrucción por todas partes; en la moral, la injuria y la difamación en todos los terrenos.

Aquí se combate a aquella insurrección con todas armas. Se niega a aquellos insurrectos el derecho, la justicia, la oportunidad, la gratitud, el valor, casi, casi, hasta la cualidad de hombres; se les calumnia, se les vilipendia, y se lleva la saña, o la pasión, hasta el extremo de negarles el sagrado derecho de defensa que tiene el más vil de los criminales, marcándolo en aquellos con el estigma de la traición.

Sí; aquí, en el centro de una nación, famosa por su hidalguía, no se quiere oír más voz que la que insulte y despedace a aquéllos que ayer eran nuestros amigos y hermanos, hoy nuestros enemigos, y que han sido y son nuestros hijos y lo serán mañana, y se lanza el epíteto de enemigo de la patria a todo el que se atreva a levantar, aunque sea vergonzantemente, una voz que disuene en ese coro de improperios y diatribas con que parece que se quiere ahogar el grito de la justicia y de la propia conciencia.

Detalle del ejemplar del libro de Calixto Bernal atesorado por la biblioteca de la Universidad de Stanford utilizado para esta publicación.

Fuerza es que esa voz se levante. Si todos han callado ante el temor de esa injusta amenaza, nosotros vamos a levantarla. Y si no damos nuestro nombre, es por no entregarlo a la pasión y a la intolerancia en estos momentos de vértigo, y porque la verdad es verdad, porque lo es, y no por quien la dice. Lo daremos algún día, tal cual ha sido siempre, tan puro como el sol, con una reputación sin mancilla. Y vamos a hablar, no para ponernos enfrente del sentimiento público, no, sino para impedir que se forme extraviado.

Aquí se ha querido, por todo linaje de medios, formar una opinión conforme a ciertos y determinados intereses, explotando el sagrado sentimiento del patriotismo; aquí se quiere unir la causa y honra de la patria al grito salvaje de muerte y exterminio de un pueblo entero: aquí se trata, multiplicando y haciendo oír sólo la voz de unos y ahogando la de los otros, formar una opinión artificial y falsa a cuya sombra se cobijen intereses que no son los de España, y que no pueden guarecerse sino al abrigo de una atmósfera ficticia y compuesta de elementos bastardos y deletéreos.

Nosotros lo que pretendemos, la empresa que vamos a acometer, es la de rectificar esa opinión; o más bien dicho, impedir que se forme a impulsos de extraviadas corrientes; presentar con fidelidad los hechos que han pasado; examinar, imparcialmente, los cargos que de una y otra parte se formulan; exponer concienzudamente las razones que por uno y otro lado se alegan; en suma, presentar el extracto fiel de ese gran proceso en que litigan dos pueblos hermanos, la madre y la hija, la colonia y la metrópoli, a fin de que, hecha la luz, ilustrada suficientemente la cuestión, pueda España y el mundo resolverla con pleno conocimiento de causa y con arreglo a los estrictos e imprescindibles preceptos de la justicia.

¡Pueblo español! A ti nos dirigimos en primer término, tú en cuyo seno se encuentra tu gobierno, tú eres el primer llamado a resolver la gran contienda. Oye con atención: medita con recogimiento y resuelve. Mucho confiamos en tu nobleza y recto juicio. No olvides que los que te hablan son tus hijos; que te hablan en el idioma que les has enseñado; que obran como tú has obrado, y en su caso obrarías: consulta lo que tú harías en su lugar, y la resolución no será dudosa. Sin embargo, los fueros de la justicia son universales y eternos, y en último caso apelamos a la conciencia de todas las naciones civilizadas del mundo.


Muchos son los cargos que se han hecho a los insurrectos cubanos; muchos los folletos, periódicos, exposiciones, escritos y hasta libros que se han publicado con ese objeto: sus adversarios son ricos y poderosos, trabajan pro domo sua: no tienen confianza ninguna en su causa deleznable por todos conceptos, y a falta de razones, han inundado España de sus apasionadas elucubraciones, al mismo tiempo que cuidan muy bien de ahogar la voz de la defensa de sus adversarios.

Larga sería la tarea de examinar todos los escritos, uno a uno; más larga la de relatar, primero los hechos, formular después los cargos, y exponer, por último, las razones o argumentos que los apoyen o refuten; y para evitar una difusión perjudicial, nos parece el mejor método, examinar sólo los cargos con la debida separación, puesto que ese examen se ha de rozar precisamente con los hechos y las razones en que se funden, y de esta manera, en cada tesis irá comprendida su síntesis.

Entre todos esos escritos descuellan los que ha publicado don Ramón María de Aráiztegui, no sólo porque son más comprensivos, sino por el carácter y posición del autor. Ha sido escogido últimamente para secretario político del gobierno superior de La Habana, y esto prueba que sus ideas son las que prevalecen en el gobierno de aquella Isla; son por tanto las más importantes, las que más necesitan examen, y a las que nos contraeremos principalmente, sin dejar por esto descuidados los otros; pues, como hemos dicho, nos proponemos examinarlo todo y no dejar nada sin la debida dilucidación y completo esclarecimiento.


Derecho

El primer cargo, y el más grave que se hace a los insurrectos cubanos, es el relativo al derecho que pueda legitimar su insurrección.

Algunos de los adversarios de los cubanos no niegan en absoluto este derecho, y sólo disputan a aquellos la razón o la oportunidad con que lo han ejercido; pero el Sr. Aráiztegui, más decidido que todos sus compañeros, temiendo sin duda que, reconocido el derecho, pudiera ser vencido al tratar de la manera y ocasión de usarlo, en la imposibilidad de desatar el nudo, lo ha cortado, y niega en absoluto el derecho de insurrección, sin tener en cuenta los principios, y sin parar mientes en las consecuencias, que de seguro le asombrarían al mirarse en frente de ellas.

El Sr. Aráiztegui niega secamente el derecho de insurrección, y no se toma el trabajo de fundar esa negativa, ni de apuntar siquiera razón ninguna que la justifique, lo cual podrá ser muy cómodo; pero de ninguna manera convincente. Le conviene negar, y niega, sólo porque así importa a sus fines, creyendo que de esta manera despoja a la insurrección de toda apariencia de razón y de justicia. Pero no basta negar; era necesario probar, y de esto último se ha prescindido por completo.

Nosotros vamos a suplir esa falta, o, mejor dicho, no incurriremos en el mismo defecto. Vamos a probar lo contrario de lo que afirma el Sr. Aráiztegui.


¿Cuál es la fuente de todo poder humano, en todas las esferas sociales?

La soberanía popular o pública, la autoridad social. Todos los poderes emanan o derivan de ella. Nadie tiene derecho de imponer su voluntad, de mandar o gobernar una sociedad, sino aquél, o aquéllos que hayan sido designados por ella, y a los que trasmitan sus poderes en el modo y forma que especifiquen. El que tiene facultad de dar un poder, la tiene para revocarlo, y de aquí nace el derecho perfecto que tienen las sociedades siempre para constituirse de la manera que crean más conveniente a sus necesidades y a sus intereses.

Este derecho no se ha negado nunca con eficacia, y aunque alguna vez se haya negado sin ella, siempre ha subsistido, y las sociedades han marchado constante y majestuosamente por la senda de su derecho, constituyéndose, y volviendo a constituirse, derrocando, alzando y organizando sus poderes en la forma que han creído más conveniente: en paz, o por medios pacíficos, si esos poderes han reconocido y cedido a tiempo a las exigencias sociales; por fuerza, si con la fuerza han osado resistirlas. Vim vi repeliere licet.

Estos son los principios de la ciencia, el Derecho de insurrección está reconocido por ella.


¿Rechaza el Sr. Aráiztegui los principios y corolarios de la ciencia? ¿Pertenece a esa escuela absolutista que se llama o que acepta lo que se llama derecho divino, y que enseña que los reyes han sido puestos por Dios para representarlos en la tierra? Pues sepa el señor Aráiztegui que esa escuela acepta también y enseña el derecho de insurrección, que nuestros libros sagrados están llenos de vivas excitaciones a la rebelión, y de cánticos y elogios a los insurrectos contra poderes que desconocían la ley de Dios, que esos libros y algunos de los más culminantes doctores de la Iglesia han ensalzado a Judit y aceptado hasta el regicidio, y que muchos pontífices cristianos han desligado a los súbditos del juramento de fidelidad a monarcas legítimos, eligiendo delegados que cumplan la sentencia por medio de la insurrección.

Lo cual es lógico y se deriva forzosamente de la misma doctrina, porque si los reyes o los poderes humanos han sido puestos por Dios para representarlos en la tierra, claro es que no los representan, ni pueden representarlos, aquellos que no lo imitan ciñéndose a los preceptos eternos de la justicia.

Si los poderes humanos han sido instituidos por Dios (ilegible) que gobiernen justamente a las sociedades, las guíen con mansedumbre, como el pastor a sus ovejas, por la senda de sus felicidades, pero, en el momento en que, olvidándose de sus deberes, las explotan, las esclavizan y las hacen infelices en provecho propio y valiéndose de la fuerza, en ese momento deja de cumplir su deber impuesto por la divinidad, cesó su representación, no impera sino por la fuerza, que es lícito repeler con la fuerza.

Y he aquí como, bajo cualquier aspecto que se mire la cuestión, el derecho de insurrección contra poderes abusivos, es legítimo y reconocido por todas las escuelas y legislaciones, inclusa la de nuestras leyes de Partida.


Y verdaderamente no puede ser de otra manera, sean cuales fueren las ideas que se profesen en política. Si no, veamos las del señor Aráiztegui que también ha hecho su profesión de fe.

Portada del libro con el que dialogan estas páginas de Calixto Bernal. 

Dice que no quiere una autoridad que pueda llegar a ser tirana, que no quiere el absolutismo, que no es retrógrado ni estacionario, y que quiere el progreso hacia la justicia por el camino de la razón y no por las rías de la fuerza, marchando a paso lento, pero INCESANTE.

Pues bien, si el Sr. Aráiztegui se hallara bajo un gobierno absoluto, bajo una autoridad que hubiera llegado a ser tirana; que no contenta con ser estacionaria, fuera retrógrada; que no quisiera el progreso hacia la justicia por el camino de la razón, y que lejos de marchar con paso incesante ni lento por esa vía, marchara por el contrario con paso incesante y rápido en sentido inverso, gobernando mal, administrando peor, explotando, vejando y oprimiendo por las vías de la fuerza a los que debía proteger y bien guiar, ¿qué haría el Sr. Aráiztegui? Pedir y esperar. ¿Y si se convenciera de que después de mucho pedir y esperar era inútil la petición y la espera? ¿Continuaría pidiendo y esperando indefinidamente, besando humilde la mano que lo azota? Pues si tal hiciera, no tendría la más remota idea de lo que es la dignidad del hombre. 

No: jamás pueblo ninguno se ha sometido voluntariamente a tan degradante humillación, a tan vergonzoso ultraje. Los pueblos, como los individuos, se rebelarán siempre contra tiranías tan torpes y absurdas, y España no es la que menos ejemplos ha dado al mundo. Sin contar otros muchos, reciente está el de 1808. Quizá el padre del Sr. Aráiztegui sería uno de los héroes de aquella sangrienta y gloriosa epopeya: el mismo Sr. Aráiztegui quizá lo sería también si hoy se repitiera el memorable evento; ¿y cómo ahora se atreve a aconsejar y sostener lo que él mismo seguramente no haría en caso idéntico?

Sí: todos los pueblos nobles se alzarán siempre contra tiranías indignas: esas son las páginas más brillantes de nuestra historia: todas las naciones las tienen y las guardan como inapreciables tesoros, y vil, y desgraciado y merecedor de su ignominia el pueblo que no sepa imitarlas. España no pertenece a ese número, y los cubanos son hijos de España. Los españoles, sin renegar de su origen y de sus tradiciones, no pueden aconsejar semejante indignidad; y si el Sr. Aráiztegui es español, no ha debido aconsejarla.

Y no se diga que el rey Bonaparte fue rechazado por intruso y porque gobernaba mal; no, gobernaba mejor de lo que se había gobernado antes, y de lo que se gobernó después: fue rechazado sólo y únicamente, porque se impuso por la fuerza contra la voluntad de la nación. No lo quería España, y ésta es la razón potísima y valedera. España tenía entonces, como tiene y tendrá siempre, el derecho perfecto de constituirse como lo estime conveniente: no quiso constituirse de aquella manera, se quiso obligarla por la fuerza, y rechazó la fuerza con la fuerza, con razón y con derecho, con el derecho de insurrección legítimo y verdadero.

Sabemos lo que a todo esto se replica, diciéndose que, aunque una sociedad entera tenga el derecho de insurreccionarse para constituirse, variando o modificando su forma de gobierno o destituyendo y nombrando nuevos gobernantes, una provincia sola no tiene ni puede tener el derecho do insurreccionarse para separarse del cuerpo de la nación, y que, por tanto, Cuba, como provincia española, carece de ese derecho.

Pero, en primer lugar, debemos advertir que las verdaderas provincias de una nación son aquellas que, unidas entre sí, forman el cuerpo compacto del territorio, y que las posesiones segregadas de ese cuerpo, y principalmente las que se hallan situadas a larga distancia, no son, ni pueden ser, sino lo que se llama colonias.

Antiguo grabado del puerto de La Habana.

Sin embargo, trataremos primero la cuestión con respecto a las verdaderas provincias.

Hoy que no hay un derecho internacional reconocido y garantido por todas las potencias civilizadas: hoy que las disidencias que se susciten entre unas y otras, han de decidirse, no pacíficamente y según la justicia administrada por un tribunal internacional, sino por la que se tomen los mismos contendientes por medio de la fuerza: hoy que la fuerza sola es la que ha de decidir esas contiendas; cada nación debe estar preparada para la guerra y debe cuidar sobre todo los medios de defensa contra agresiones de los vecinos: uno de esos medios de defensa, y de los más importantes, es lo que se llaman fronteras naturales, que son los ríos o montañas que generalmente marcan los límites de las naciones. Pues bien: una provincia enclavada dentro de esas fronteras naturales, no tiene derecho a separarse del cuerpo de la nación, porque abriría la línea de defensa a la acción de los enemigos. Cada nación tiene derecho a su propia defensa, y no hay derecho contra derecho.

Estos son los principios de los cuales se deduce que si una provincia enclavada dentro de las fronteras naturales de una nación, no tiene derecho para separarse, porque imposibilitaría o perjudicaría a la defensa nacional, lo tiene cualquiera otra provincia que no se halle en idénticas circunstancias; y Cuba se halla en este último caso.


Cuba no es, ni puede, ni debe ser considerada como provincia española. El haberla querido considerar como tal, ha sido el gran error, quizá de buena fe, de los gobiernos de España. Esta consideración lleva consigo indeclinablemente el sistema que se llama de asimilación; es decir, que si Cuba es una provincia española, debe ser regida rigorosamente por la misma Constitución y por las mismas leyes que las demás provincias de España. Y esto que alguna vez se ha admitido entre nosotros, después de practicado, se ha tocado y reconocido, no sólo su insuficiencia, sino su peligro.

El sistema de asimilación es el de una centralización extremada, por medio del cual se ha de gobernar a las colonias o provincias lejanas desde la Corte o la capital de la monarquía; y este sistema, que es el que ha prevalecido entre nosotros, y el que se ha sostenido siempre, y aun tenido conatos de practicarse, nunca ha podido ser practicado genuinamente o por completo, por la razón irrecusable de que no es posible practicarlo.

Y no es posible esa práctica porque aquellas provincias lejanas tienen un modo de ser y necesidades e intereses distintos y desconocidos de la metrópoli y, por tanto, no pueden ser desde acá debidamente atendidos y satisfechos.

La prueba de esto es que, gobernándose siempre a aquellos países desde la metrópoli, siempre se han concedido a aquellos capitanes generales facultades extraordinarias para determinar y proponer lo que crean conveniente al régimen de ellos: que aquí nada de importancia hace el gobierno sin consultar a aquella autoridad, y que además se le reviste de la facultad de obedecer y no cumplir lo que, determinado aquí sin su consulta, creyere perjudicial a los intereses del país. Prueba palpable, incontrovertible de la imposibilidad en que se hallan los poderes metropolitanos de gobernar desde la Corte a aquellos países, y por consiguiente, de la necesidad de que sean regidos y administrados por las autoridades de ella misma.

De aquí ha nacido la creencia o convencimiento, en el día ya unánime, de que aquellos países deben regirse por leyes especiales, ya sean sólo civiles, o civiles y constitucionales; y no entrando ahora en esta última cuestión, y suponiendo que sean sólo las civiles, diremos que subsistirá siempre el mismo inconveniente para practicar la asimilación, aun cuando sea sólo en lo asimilable, como suele decirse, y aun cuando vinieran diputados cubanos a las Cortes generales del Reino.

Siempre sería necesario que en esas Cortes se hicieran leyes distintas o especiales para aquellos países; y como nuestras Cortes no tienen tiempo ni aun para hacer las leyes necesarias para la Península, las cuales generalmente las hace el gobierno por autorización, mucho menos lo tendría para hacer las de aquí y las de allá; y resultaría que o se hacían éstas tarde e inoportunamente, o se harían mal, porque el corto número de diputados cubanos no podría impedir que prevalecieran en las Cortes los intereses bien o mal entendidos de la metrópoli, en oposición con los de la colonia; o siempre vendrían a hacerse unas y otras por el gobierno con autorización, y sería lo mismo que hoy tenemos, con la añadidura de la exaltación de pasiones que había de producir allá la expansión de la prensa, facultada para señalar abusos, y con la evidencia de la imposibilidad de obtener el remedio.

Y he aquí por qué hemos dicho que el sistema de asimilación en política, además de insuficiente, era peligroso.


No pudiendo, pues, ser regida Cuba por las mismas leyes que las demás provincias de España, no es una provincia española. Es una colonia.

¿Tienen las colonias derecho de insurrección? ¿Lo tienen de separación?

Los tienen ambos, y el uno está imbíbito en el otro; o más bien dicho, la insurrección de la colonia tiende necesaria y fatalmente a la separación.

La razón es obvia. Cuando triunfa la insurrección en una nación, los insurrectos derriban el gobierno establecido, cambian o modifican la forma, se constituyen nuevamente, nombran nuevos gobernantes, se apoderan de las riendas del gobierno, y rigen los revolucionarios los destinos de la patria.

Las colonias no pueden hacer esto. Una insurrección triunfante en una colonia, en nada toca, cambia ni modifica ni la Constitución ni el gobierno de la metrópoli que siempre permanece el mismo, sin que la colonia pueda ejercer ningún linaje de presión ni de influencia sobre él.

Lo más que puede hacer la insurrección colonial vencedora es pedir las leyes o Constitución que necesite, pero si no se le da, o se le da de una manera ineficaz, para que quede subsistente la de pendencia, la colonia desde luego tiende a la separación para evitar nuevos y sangrientos conflictos.

He aquí por qué todas las insurrecciones de las colonias han sido y tienen que ser separatistas. Y he aquí por qué es también un axioma que las colonias tienen derecho a emanciparse y formar naciones distintas, siempre que lleguen a adquirir la fuerza y la aptitud necesarias para regirse por sí mismas.

De consiguiente, las colonias tienen derecho de insurrección y de separación siempre que, no pudiendo o no queriendo la metrópoli regirlas debidamente, lleguen a adquirir la necesaria suficiencia para apoderarse, ser dueñas y regir ellas mismas sus destinos.

¿Se halla Cuba en este caso? Lo examinaremos enseguida.

Mapa de 1861 que muestra también a Jamaica y Puerto Rico.


Deficiencia de causa

Entrando ahora en otra serie de consideraciones, se dice que aun cuando se conceda a las colonias el derecho de insurrección, ese derecho no debe usarse sino cuando haya causas bastantes para justificarlo; y que Cuba no las tiene, porque ha sido bien gobernada y administrada por un gobierno paternal que la hizo próspera, rica y dichosa; en términos que la mayoría de los habitantes, incluso la totalidad de peninsulares allí residentes, estaban conformes y contentos con su suerte; porque todo lo que se había prometido a los cubanos se les había cumplido; porque, si algo faltaba, debieron haber esperado, y se hubiera cumplido de la misma manera, y porque, si no se había mejorado más su gobierno y administración era porque en España tampoco había podido hacerse, y que Cuba no tiene derecho para exigir más que cualquiera otra provincia española: que, por tanto, el alzamiento de Yara fue completamente injustificado y promovido y sostenido sólo por ambiciones bastardas de hijos descastados y falsos que, mintiendo deseos de reformas, sólo abrigaban el de la independencia de la Isla.

Éstos son los cargos principales que se han hecho; procuraremos examinarlos, para mayor claridad, con la debida separación.


Que Cuba ha sido bien gobernada y administrada es una tesis que no se ha atrevido a sostener nadie, incluso el Sr. Aráiztegui, que es cuanto puede decirse; porque en este señor se condensa toda la exageración de la intransigencia y todo el veneno del odio contra los cubanos. En vano se esfuerza el secretario del gobierno superior de Cuba en probar que aquel gobierno y administración son buenas, y que allí se goza de una libertad civil tan extensa que nada tenía que temer nadie contra su persona y su libertad amplia ABSOLUTA; así se escribe la historia y así se contradice al Sr. Aráiztegui, cuando a renglón seguido dice que esto se entiende, exceptuando algún achuchón de un teniente de gobernador demasiado militar

Pues si un teniente o capitán de partido, que es allí la última escala de la autoridad, se permitía esos achuchones, ¿qué harían las demás autoridades superiores? El Sr. Aráiztegui ignora o afecta ignorar que los capitanes generales de Cuba han tenido allí siempre facultades omnímodas hasta para expatriar a aquellos que se hagan sólo sospechosos por actos de su vida pública o privada; y no sabe, o no quiere decir, que han usado y abusado algunos a su arbitrio de esa facultad que es una de las manchas de nuestro gobierno. No queremos citar nombres propios: no es necesario, porque están en la conciencia pública. 

¿Y se atreve a asegurar que allí nadie tenía que temer contra su persona y su libertad amplia y absoluta? ¿Qué ha de pensarse, y cómo ha de ser calificado un escritor que abusa así de su pluma y de su inteligencia para estampar semejantes falsedades? Que no defiende la verdad con la razón, sino la injusticia con la falsedad. Mengua y baldón para quien tal hace. Lo abandonamos a sí mismo, pero no sin hacer constar que esa defensa torpe es la mejor condenación de la mala causa que se defiende.

Céspedes visto por el periódico proespañol Don Junípero en 1869.

Dice el Sr. Aráiztegui que los cubanos tampoco tienen motivo de queja por no participar allí de los destinos públicos porque hay muchos secretarios de Ayuntamientos, empleados en las tesorerías de gobierno, escribientes, telegrafistas y directores de las escuelas normales. Con esto sólo se contesta el mismo Sr. Aráiztegui al confesar la insignificancia de los empleos conferidos a aquellos naturales, siendo los más importantes (pero no en lo político y administrativo) los de directores de las escuelas normales, debido, sin duda, a no haber allí otros capaces de ejercerlos. 

Y añade el Sr. Aráiztegui al ocuparse de este punto y dirigiéndose a los cubanos: “¡Hola! Ya pareció aquello. ¿Con que también vosotros tomáis lo de la libertad como negocio? Pues eso no es patriotismo, ni cosa que lo parezca.” Torpe ha estado el Sr. Aráiztegui al hacer este cargo; porque ¿qué diría si nosotros le devolviéramos esa pregunta y esas palabras, una por una, y sin quitar una letra, a él y a sus compatriotas?

Al defender estos el statu quo y el monopolio de empleos, se les podrá decir, ya pareció aquello. ¿Miráis la integridad del territorio y la honra de la patria como un negocio? ¿Es eso patriotismo, ni cosa que se le parezca? Perplejo se había de ver el Sr. Aráiztegui para contestarnos, y será preciso convenir en que escribió sólo por escribir, salga lo que saliere, quizá por obedecer a una consigna, o por satisfacer odios injustificados y pasiones e intereses mezquinos. 


Pero no: la queja de los cubanos, en este punto, no consiste sólo en que no tengan ellos la debida participación en los empleos, sino en la mala calidad de los empleados, en la manera de nombrarlos, y en la que tienen para desempeñar sus destinos.

El Sr. Aráiztegui sabe —¿cómo no ha de saber?— los móviles a que ha obedecido aquí generalmente el nombramiento de los empleados para aquellas islas, y esencialmente para Cuba, el deseo de enriquecer en los que los pretenden y el favoritismo en los que los conceden. Nadie ignora que se hacen, en lo general, esos nombramientos para adquirir una fortuna, o para apuntalar otras que han venido a menos.

Y si a esto se agrega que es necesario hacer esa fortuna en el corto período de uno, dos o cuando más tres años, que es el mayor término que se concede, y que muchas veces no se llena por la impaciencia de otros, que en aquel país la tentación es mayor que en otro porque allí emana; sola vez, con una sola venta de la conciencia o de la honradez se puede hacer rico un empleado (palabras del señor Aráiztegui), y que no hay ninguna responsabilidad para éstos, ¿qué es lo que puede deducirse de semejantes antecedentes? Lo que ha sucedido y lo que no podía menos de suceder.

La inmoralidad y la corrupción más general, más intensa y profunda en todos los ramos del gobierno y de la administración. Corrupción e inmoralidad que espanta, que uno de los correligionarios del Sr. Aráiztegui (La Integridad Nacional) ha calificado de despilfarro de los caudales públicos, y que ha llegado al extremo de que el soldado perezca allí por falta de alimento, de equipo y de medicinas para curar las heridas que recibe en defensa de su patria.


El mismo Sr. Aráiztegui no puede dejar de conocerlo y confesarlo cuando dice: “Que en este país (en Cuba), hay malos empleados, empleados vendidos al oro contra la justicia ¿quién lo duda? Pero, qué, ¿no los hay en España, en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, y en todas las naciones antiguas y modernas?”

Sí, señor Aráiztegui. Es verdad que en todas partes hay, y ha habido malos empleados, pero ¿sabe su señoría cuál es la diferencia? Pues sepa que en todas partes, en donde hay siquiera una mediana moralidad, esos empleados vendidos al oro contra la justicia son la excepción de la regla, y en Cuba son la regla general, por más que haya excepciones honrosas que nadie ha negado ni puede dejar de reconocer, y tanto más honrosas cuanto sean más raras y mayores las tentaciones.

¿Y comprende el Sr. Aráiztegui la inmensa diferencia que hay entre una cosa y otra, y la inmensidad también de las consecuencias? ¿Sabe cuáles son las de una administración inmoral y corrompida por medio de empleados vendidos al oro, o siquiera nombrados sin el debido criterio de aptitud y de justicia? Pues oiga a su correligionaria La Integridad Nacional, y eso que no se refiere a un empleado cuya honradez haya sido tachada, sino de uno cuyo nombramiento no le parece justificado.

Desengáñese el gobierno, dice. Los malos e inconsiderados nombramientos que se hacen, no sólo para los importantísimos cargos de la judicatura, sino para todos los de la administración, fueron, SON y han de continuar siendo la causa de la pérdida de nuestras posesiones ultramarinas”, concluyendo por “llamar muy seriamente la atención del gobierno, sobre la necesidad de limpiar la administración ultramarina, en todos los ramos, de la polilla y carcoma que la corroe, y nos enajena, no sólo las voluntades de los naturales de aquellos dominios, sino tanto y más las de los peninsulares allí residentes. Las consecuencias, añade, son fáciles de prever, y nosotros pedimos al cielo no lleguen a realizarse más pronto de lo que tememos.

Ya ve el Sr. Aráiztegui que no citamos ni bebemos en fuentes filibusteras. La autoridad que citamos no puede ser recusada, y ella desmiente desde luego al Sr. Aráiztegui y a todos los de sus opiniones, dándonos plenamente la razón.

Sí, plenamente, porque según ella, sólo la carcoma de los empleados ultramarinos es, ha sido y será la causa de la pérdida de nuestras colonias. De consiguiente, en adelante no hay que decir que la insurrección de Cuba estalló sin causa, ni motivo suficiente, porque allí está confesada y señalada por sus más intransigentes adversarios, que hacen votos porque sus consecuencias no se realicen más pronto de lo que temen, lo que demuestra que ya temen esas consecuencias que no son sino la que ellos mismos indican: la pérdida de la Isla, sin embargo, de que todos los días pregonan falsamente lo contrario.

Esto bastaría para justificar la insurrección, puesto que está confesada su causa legítima; podría excusarnos nuevos comentarios; pero no queremos dejar ningún argumento sin contestación.


El Sr. Aráiztegui dice que otra de las quejas de los cubanos era la injusticia inmensa de las contribuciones, y la niega; contrayéndose solo y disculpando la del impuesto directo que se creó últimamente; y antes de entrar en el examen de éste, haremos algunas breves observaciones.

Las quejas de los cubanos también en este punto, no consistían sólo en la inmensidad de las contribuciones, sino en la manera de imponerse y de invertirse.

Sabido es que la Isla de Cuba pagaba en tiempos normales 30 millones de duros, o sea 600 millones de reales, mucho más de lo que pagaban juntas muchas provincias de España, pero, se decía, Cuba es más rica y debe pagar más, y los cubanos nada hubieran objetado, quizá, si esas contribuciones se hubieran impuesto racionalmente, con su intervención, y si se hubieran invertido en lo que debían invertirse. Pero no sucedía ni una cosa, ni otra.

El deseo de muchos

Los presupuestos se formaban, y las contribuciones se imponían, sin ningún linaje de intervención por parte de aquellos habitantes; y todo esto se hacía, y no podía menos de hacerse, arbitrariamente y sin el debido conocimiento, por carecer de los catastros y estadísticas que no se tenía cuidado de formar, y luego, además de todo, esos inmensos caudales se invertían en pagar empleados inútiles con sueldos fabulosos, enviando a España el resto de cuatro o seis millones de duros que se suponían sobrantes, cuando estaban casi completamente desatendidas las necesidades de la Isla.

Carecía de vías de comunicación casi toda ella, de la instrucción, y de todo lo demás, en términos, que ciudades de segundo orden, como Puerto Príncipe, carecían y carecen de empedrado y alumbrado, atascándose los carros en las calles, lo mismo que en los caminos, y no pudiendo los vecinos sacar sus carruajes en tiempos de lluvia, porque se hundían en los profundos lodazales de las calles.

Tal era la situación, en este punto, cuando el gobierno convocó a los comisionados de Cuba y Puerto Rico, para consultarlos acerca de los intereses y necesidades de aquellas Islas.

Vinieron dichos comisionados, y una de las cosas que propusieron fue la de que suprimiéndose todos los impuestos indirectos, incluso el de las aduanas, se creara uno solo directo que, a razón del 6 por 100, se calculaba bastante para cubrir todas las atenciones de la Isla.

¿Y qué hizo el gobierno? Desatendiendo por completo, todo, absolutamente todo lo que se había pedido y expuesto por los comisionados en sus extensos, razonados y luminosos informes, y fijando la vista sólo en aquel punto en que creyó descubrir un nuevo venero que explotar, creó y decretó la contribución directa, pero sin suprimir todas las indirectas, como se había pedido por los comisionados, y en lugar de fijar la directa en el 6 por 100 pedido, la elevó al 14, y por remate y coronamiento de la obra, a la injusticia, añadió la falsedad y el sarcasmo, dando a entender bien claramente en el decreto que así se había pedido por los comisionados.

Esta burla sangrienta fue recibida por los comisionados con la indignación que era de esperar. Fueron a ver al ministro; representaron de palabra y por escrito para que se dejara sin efecto tan injusta determinación: no fueron oídos, pidieron que al menos se suprimiese la parte en que se suponía que ellos habían sido los peticionarios de ella; tampoco se les escuchó: pidieron por último que se les permitiera publicar al menos su informe en la parte económica en el que habían formulado, su petición sobre el particular, a fin de que apareciese la verdad, y tampoco se les permitió.

Prueba evidente de que lo que se quería, al cometer una gran injusticia, era hacer caer la responsabilidad sobre los que no la tenían, y de que aquella información, que no tuvo sino este resultado, no fuera sino una farsa más entre otras tantas que se venían representando hacía tiempo en los asuntos de aquellas desventuradas Islas.


Pues bien, las consecuencias no podían ser sino las que fueron. Ésta fue la gota de agua que rebosó el vaso. Los comisionados partieron indignados; convencidos de que habían sido el juguete de insaciables avaricias ministeriales, y de que nada tenían que esperar después de tan indigna burla, imprimieron y publicaron en el extranjero sus informes, para sincerarse de la calumnia de que habían sido objeto, y para que, patentizada la verdad, recayera la responsabilidad sobre los verdaderos culpables de todo lo que pudiera acontecer en lo sucesivo.

Estas consecuencias no se hicieron esperar. El impuesto directo se llevó a la práctica, y sin la preparación ni con posesión de los datos necesarios no podía tener buen resultado, pues como confiesa el mismo Sr. Aráiztegui, “siendo precisa condición para imponer una contribución directa, quesea equitativa, una estadística exacta, y no teniéndose ésta, como no se tiene, no era posible que la nueva imposición diese buenos frutos”. Es decir, que el nuevo impuesto era inútil, porque los que había eran suficientes para atender a todas las verdaderas necesidades de la Isla: que además fue exorbitante, porque los comisionados probaban en su informe que con el 6 por 100 bastaba, suprimiendo todas las contribuciones indirectas, y que, por último, se impuso a ciegas, arbitrariamente, sin los datos necesarios.

Que, por tanto, no fue, ni pudo ser equitativa, que los poderosos procuraron sortearla, o pudieron resistirla, pero que cayendo de lleno, como una losa de plomo, sobre los pobres labradores e industriales, y cobrándose con una dureza inflexible, y una tenacidad incalificable, se vieren precisados, unos a vender o dejarse rematar sus pequeñas posesiones de labranza, otros a abandonar sus industrias, y todos a tomar las armas y lanzarse al campo de la insurrección a repeler con la fuerza, la fuerza con que se les quería obligar a mendigar, o a perecer de miseria con sus esposas y sus hijos.

Esta fue la causa determinante, y lo que produjo en el principio el núcleo principal de la insurrección.

Las contribuciones, pues, en Cuba, se han impuesto siempre todas ilegalmente, sin el consentimiento, intervención ni consulta de los contribuyentes interesados, y como es axioma político que toda contribución impuesta y no votada por los contribuyentes es un robo, como dicen los ingleses, resulta que han sido ilegítimas todas las que se han impuesto en Cuba sin este requisito, que además ha habido muy grandes fraudes en su exacción, y que han sido malbaratadas e indebidamente distribuidas.

Queda pues, probado, por confesiones irrecusables que en Cuba existían causas suficientes para justificar la insurrección.


Se dice, por último, y éste es el argumento más original y contraproducente, se dice que si Cuba no ha sido bien gobernada, tampoco lo ha estado España, y que, por tanto, Cuba, como una provincia española, no tiene derecho para pretender mejor gobierno y mayores ventajas que el resto de la nación.

Pero, ¿cómo no se echa de ver que si esto fuera cierto sería la mejor y más completa justificación del alzamiento cubano? Porque si España no ha querido, o no ha podido, o no ha sabido gobernarse bien, ésta sería la mejor razón que podrían tener los cubanos para desesperar de ser bien gobernados por su metrópoli, y para pretender gobernarse por sí mismos; porque si España no quiere, ellos quieren; y si España no puede o no sabe, ellos creen poder y saber hacerlo, o al menos, es su deber intentarlo.

Y he aquí como los mismos argumentos que se hacen para condenar la insurrección, son los que sirven para justificarla.

Soldados españoles en Cuba.

Tomado de Vindicación. Cuestión de Cuba (por Un español cubano). Madrid, Imprenta de Nicanor Pérez Zuloga, 1871.
Nota de El Camagüey: Continúa en https://bit.ly/3ivA0ij

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