Después del nacimiento de mi hermana Flor, mi madre decidió que quería tener su propio negocio. Alquiló un garaje de una tienda de reparación de máquinas de escribir en la Calle Avellaneda y abrió una quincalla. Allí vendía botones y encaje, tijeras e hilo, agujas y estambre, así como papel, lápices, borradores y plumas. Los compradores tenían sus horas preferidas. Las mujeres pasaban en la mañana, camino al mercado. Los estudiantes a media tarde, al salir de la escuela. Algunas mujeres jóvenes pasaban al atardecer, camino de sus clases nocturnas. No importaba quién entrase, mi madre siempre tenía una palabra de sabiduría o de ánimo para ellos, o una broma con la que hacerlos reír. Me sospecho que a veces los clientes entraban a la tiendecita más en busca de las palabras de mi madre que las pequeñeces que compraban, especialmente las muchachas que compraban una libreta o un lápiz, pero también le pedían a mi madre que les revisara la tarea o les explicara un problema de matemáticas difícil.
En las horas tranquilas del mediodía, mi madre seguía haciendo su trabajo de contador, apoyada en el mostrador, mientras esperaba que apareciera algún cliente, una mujer que curiosearía en los encajes, una sirvienta apresurada que necesitaba una cremallera o un niño que quería comprar un pomo de goma para hacer un papalote.
Mi hermanita Flor pasaba el tiempo en una gran caja de cartón que hacía de corralito y yo terminaba las tareas de la escuela sentada en el piso de ladrillos, agradecida de su frescor en el calor de la tarde.
Un día mi madre sorprendió a todos en la casa: a mi padre, a su hermana menor, Lolita, y al esposo de Lolita, Manolo, a quien yo llamaba Tío Tony para diferenciarlo del hermano de mi padre, que también se llamaba Manolo.
Había habido muchas conversaciones sobre lo difícil que resultaba que las dos parejas jóvenes que quedaban pudieran mantener la Quinta Simoni. En unos pocos años habían muerto mis dos abuelos y mi tío Medardo. Mis dos tías mayores, Virginia y Mireya, se habían ido a trabajar a La Habana. Y era costoso mantener una casona tan grande. Pero mi madre tuvo una idea que fue toda una sorpresa. Sugirió que las dos parejas podían comprar una vieja joyería que estaba a la venta en el centro de la ciudad.
No tomó mucho el convencer a los demás. Era una oportunidad de tener un negocio y vivir en el mismo lugar. Eso ayudaría a aliviar la situación económica. Además, me sospecho que la vetusta Quinta Simoni les recordaba demasiado cuánto extrañaban a los que ya no vivían con nosotros.
La calle República a mediados del siglo XX.
Así que poco después nos mudamos a la Calle República 465, a la casa detrás de la joyería El Sol, a unas cuadras de la pequeña quincalla, que había sido la primera aventura comercial de mi madre.
Para mí era una época muy difícil. Yo amaba la Quinta Simoni, donde había nacido. Amaba sus grandes cuartos de altos techos, y la azotea, donde mi padre y yo podíamos echarnos a observar el cielo mientras él me contaba historias de las constelaciones. Me encantaban las palomas y los curieles, los conejillos de indias, que criaba mi tía Lolita. Y amaba sobre todo a mis amigos, los framboyanes, de raíces retorcidas en las que me sentaba como en el regazo de un abuelo.
Comprendo que quizá la casona entristecía a los adultos, después de la muerte de mi abuelo Medardo, mi abuelita Lola, y mi tío Medardito. Pero para mí, ellos vivían. Sentía su presencia en los corredores, en el portal, en el patio. Y durante los cuatro años que viví en la ciudad, suspiraba por volver a vivir entre los árboles.
Los únicos buenos momentos en la ciudad, para mí al menos, eran las fiestas de San Juan en junio, el carnaval camagüeyano, y por supuesto las Navidades.
Tan pronto compraron la vieja joyería El Sol, mi familia empezó a hacerle cambios. Mi padre, siempre listo a aprender algo nuevo, aprendió a arreglar relojes. Mi madre, amante de innovaciones, hizo que remodelaran el frente de la tienda con grandes vidrieras. También empezó a vender mercancía mucho más variada.
Las joyas y los relojes de bolsillo quedaron relegados a algunos mostradores especiales. Los otros estaban llenos de objetos de porcelana y cristal. Durante las primeras Navidades, mi madre trajo juguetes y figuras de nacimiento.
En Cuba había la tradición, común a España e Hispanoamérica, de poner un nacimiento en la casa durante el mes de diciembre. Era una tradición que compartían pobres y ricos por igual, aunque la elaboración del nacimiento variara mucho de casa en casa. Más que el nivel socioeconómico de la familia, lo que determinaba la riqueza y complejidad del nacimiento era el deseo de la familia de hacer un esfuerzo, de dedicarle espacio al nacimiento, y de ser creativos.
Las montañas que servían de fondo podían hacerse con cajas de cartón cubiertas con papel de estraza. La arena del desierto había sido recogida en un viaje a la playa. Los campos verdes se conseguían poniendo a retoñar trigo o maíz en latitas o frascos. Un trozo de espejo roto servía para crear un lago. Las figuras del nacimiento, los pastores y sus ovejas, los Tres Reyes Magos, María, José y Jesús, el burro y la vaca, generalmente se compraban en una tienda.
Mi madre importaba algunas figuras de España. Eran muy hermosas, hechas de cerámica y colocadas en fondos tallados en corcho que reproducían con todo detalle los ambientes. Nos encantaba desempaquetarlas, quitando con cuidado las capas y capas de paja para descubrir los detalles de una cocina con una mujer junto al fuego, una madre amamantando a su bebé, una joven hilando lana. Cada una era una pieza única, hecha a mano pero estas figuras eran muy caras y muy pocas personas podían comprarlas.
Mi madre se dedicó a buscar otras fuentes. En La Habana descubrió a un artista italiano que producía hermosas figuras de cerámica. Todavía recuerdo su nombre, Quirico Benigni, porque fue la primera persona italiana que conocí. Sus figuras eran hermosas, pero como las producía con moldes, no individualmente, eran más asequibles de precio.
Aun así, muchas de las personas que entraban a la tienda y miraban las figuritas, sonreían pero las devolvían a los estantes al ver su precio. Y algunas personas ni siquiera se atrevían a entrar a la tienda, sólo miraban desde la calle a través de las vidrieras.
Entonces mi padre decidió entrar en acción. Aunque no éramos católicos, él entendía la satisfacción que la gente sentía creando los nacimientos. Lo consideraba un proyecto creativo, en el cual podían participar todos los miembros de la familia, desde los niños hasta los ancianos. Y decidió que nosotros también podíamos tener un proyecto familiar, un proyecto que hiciera que todos pudieran tener acceso a las figuritas de nacimiento.
Primero, consiguió que mi tía Lolita pusiera su talento artístico en favor del proyecto, y que modelara en arcilla las principales figuras: María, José, el Niño, los Tres Reyes Magos, el burro y la vaca. Estas figuras servirían de modelo. Luego, construyó una serie de cajas de madera, con bisagras, un poco más grandes que la figuras que iban a servir de modelo. llenó la mitad de cada caja con yeso. Antes de que el yeso fraguase del todo, colocó en cada caja uno de los modelos de arcilla, bien cubierto de grasa, acostado y sumergido en el yeso exactamente hasta la mitad.
Una vez que el yeso fraguaba, mi padre removía el modelo de arcilla, que había dejado su impresión en el yeso. Luego repetía el proceso con el otro lado de la caja, sumergiendo la otra mitad del modelo.
Por medio de este procedimiento tan simple, creó una serie de moldes. Ahora podíamos engrasar el interior de las dos partes de cada molde, cerrar las cajas y asegurarlas y echar yeso líquido a través de un hoyo en la parte inferior de la caja, justo donde correspondería la base de la figura.
Mi .padre hizo muchas pruebas hasta que logró determinar cuánto tiempo necesitaba el yeso para fraguar en los moldes. Y entonces pudo iniciar la producción. Varias veces al día abría sus moldes y sacaba las figuritas blancas, que colocaba sobre la tapia del patio para que se secaran.
Y cada noche, después que las pequeñas, mi hermanita Flor y mi primita Mireyita, se habían dormido, la familia se reunía a trabajar en las figuras.
Mi obligación era raspar con un cuchillo el exceso de yeso que se formaba alrededor de las figuras, allí donde los bordes de las dos mitades se unían. Mi madre les daba entonces una primera mano de pintura que tornaba en azul el manto de María, en rojo y verde los mantos de Melchor y Baltasar, y en color café la pelliza del pastor.
Para finalizarlas, mi tía Lolita les pintaba los rostros con pinceles finos. Al final, todo el yeso quedaba cubierto de color y las figuritas se volvían personajes reconocibles.
Mi tío Manolo, tío Tony, preparaba el yeso, limpiaba los moldes, y más que nada nos entretenía a todos con sus cuentos y chistes inagotables.
Al día siguiente, algunas manos humildes cambiaban con gusto algunos centavos por una de las figuritas, que habíamos colocado en una mesa junto a la puerta de la tienda. Y se la llevaban para enriquecer su nacimiento.
Los centavos apenas si cubrían el valor de los materiales, y muchísimo menos el tiempo de mis padres y mi tía. Y, la verdad sea dicha, las figuras no eran ni muy artísticas, ni demasiado bonitas. Pero las veíamos irse con la esperanza de que les trajeran a otros la misma alegría que habíamos compartido nosotros mientras trabajábamos juntos hasta entrada la noche, creyendo que ésta era la esencia de la Navidad: una celebración en la cual todos pueden participar y encontrar un modo de expresar su amor por los demás.
Ajetreo en las calles camagüeyanas de los años 50.
Tomado de Tesoros de mi isla. Una infancia cubana. Ilustraciones de Edel Rodríguez y Antonio Martorell. Miami, Santillana USA Publishing Company, Inc., 2016, pp. 172-179.