La familia de mi padre y la familia de mi madre eran tan distintas como un arroyuelo de las montañas y el vasto océano. La familia de mi padre era pequeña, en contraste con la de mi madre, con sus muchos tíos y tías, primos hermanos y primos segundos, tías abuelas y tíos abuelos. Pero la familia de mi madre no sólo era grande, sino también alegre, vivaz y aventurera, mientras que el padre de mi padre y sus hermanos eran callados y rara vez hablaban de cosas personales.
Casi todas las noches, mi familia se reunía a conversar y a contar cuentos de la familia de mi madre. A través de esos cuentos, personas que nunca había visto me parecían tan familiares como las que vivían allí mismo. Me parecía haber oído sus voces y haber sido parte de sus aventuras. Pero la historia que quisiera compartir ahora es una que me contó el padre de mi padre, una historia que ha permanecido vívida en mi memoria y que ha decidido quién soy hoy.
Abuelito Modesto venía todas las tardes de visita, siempre con un cigarrillo entre sus dedos amarillos. Me daba palmaditas en la cabeza, o un beso formal en la frente, y luego se sentaba a conversar con mis padres sobre los acontecimientos sociales y políticos del día. Me parecía muy sabio y a la vez adulto y distante. Era director de un periódico y de una estación de radio, un hombre alto y robusto y, aunque lo escuchaba fascinada, sentía que pasarían muchos años antes de poder compartir experiencias con él.
Una tarde cuando llegó, mis padres habían salido y yo era la única en casa. Se sentó a esperarlos en el comedor, la habitación más fresca en la casa de la ciudad a la que nos habíamos mudado en esta época. La casa estaba quieta y silenciosa, con la quietud tan profunda en los trópicos durante la parte más calurosa del día. Como de costumbre, en esta casa sin árboles, yo estaba enfrascada en un libro. Entonces, mi abuelo me llamó y me indicó que me sentara en sus rodillas. Me sorprendió este gesto de afecto. Ya tenía casi diez años y él nunca nos pedía que nos sentáramos a su lado. Pero agradecí la invitación de acercarme a este hombre que me parecía tan remoto y a la vez tan sabio. Nunca supe qué lo motivó a contarme la historia que me relató ese día, pero siempre la he atesorado:
“Probablemente sabes que yo fui muy rico en una época —comenzó a decir, y, como yo asentí, continuó—. Tenía sólo doce años cuando me fui de España y vine a Cuba. Mi padre había muerto, y como mi hermano mayor era arrogante y autoritario, decidí escaparme de nuestra casa en La Coruña. Deambulé por el puerto hasta que alguien me señaló un barco que estaba a punto de partir, y logré esconderme a bordo. Un marinero me descubrió poco después de haber salido del puerto, pero el capitán dijo que podía viajar con ellos, y cuando llegamos a La Habana me ayudó a desembarcar. Busqué trabajo y, afortunadamente, el dueño de una ferretería me empleó. ¡Me hizo trabajar durísimo! Limpiaba la tienda y ayudaba en todo lo que hiciera falta. Tenía que dormir en el almacén, sobre unos sacos vacíos; pero aprendí el negocio.
“Un día, un americano entró a la tienda con un aparato sorprendente que tocaba música de unos discos negros. Lo había traído de Estados Unidos y se llamaba gramófono. Me dejó maravillado y emocionado. Imagínate, un aparato que podía traer la voz del gran cantante de ópera Enrico Caruso a cada hogar. El dueño de la ferretería no quiso saber nada de los gramófonos, pero cuando el hombre salió de la tienda lo seguí y le ofrecí trabajar para él. Así empecé a vender gramófonos. Al cabo de un tiempo, pasé a ser el representante principal en Cuba de la RCA, la compañía que los producía. Viajé por toda la isla. Me encantó la tierra cerca de Camagüey y comprendí que se podía criar muy buen ganado en esas praderas fértiles, así que compré tierra. La tierra era todavía más valiosa de lo que pensé, y me hice rico.”
Hizo una pausa. Aunque todavía yo no comprendía el sentido de la palabra nostalgia, ahora sé que eso es exactamente lo que vi en sus ojos.
“Los años pasaron —continuó—. Me casé con tu abuela y tuvimos cuatro hijos. Luego, ella se enfermó. Como estaba demasiado enferma para viajar, hice venir a un médico a la hacienda. Hizo todo lo que pudo, pero ella no mejoró.
“Una noche, un jinete apareció en un caballo exhausto. Era mi apoderado de negocios en La Habana. Había viajado sin descanso desde la estación de ferrocarril en Camagüey y, cuando lo observé, me di cuenta de que lo que veía en su cara no era sólo cansancio sino pánico. «Tiene que irse a La Habana inmediatamente —me urgió—. Hay una crisis financiera y la economía se va a la quiebra. Es urgente que vaya a la capital en persona para que saque todo su dinero del banco, o lo perderá». Consideré las noticias alarmantes que me había traído, mientras él me miraba con impaciencia, sin comprender por qué no ordenaba que ensillaran caballos que nos llevaran a la estación. Pero, ¿iba yo a dejar a tu abuela? En aquel momento no tenía idea de lo gravemente enferma que estaba, pero sabía que sufría y que mi presencia a su lado era importante para ella.”
Hizo una nueva pausa y vi que su mirada había cambiado. El nuevo sentimiento que se reflejaba en sus ojos era reconocible para mí, aun entonces. Mis ojos deben haber tenido la misma expresión el día que encontré muerto en nuestro patio un pajarito, que hasta hacía un momento estaba vivo.
Mi abuelo terminó su cuento:
“No regresé con él. Tu abuela no se mejoró y la economía se fue a pique antes de que pudiera sacar mi dinero del banco. Ya no era rico. Pero había estado junto a tu abuela hasta el fin, y sostuve su mano en la mía mientras moría”.
Miré la mano de mi abuelo, una mano que cubría la mía. Y supe que no necesitaba esperar a crecer para compartir mis sentimientos y para comprender a mi abuelo Modesto.
No queda nadie que recuerde a María Rey Paz, la abuela que nunca conocí. Y probablemente quedan muy pocas personas todavía que recuerden a mi callado pero profundo abuelo Modesto. Sin embargo, sé que estos antepasados míos viven en mis hijos, que siempre han sabido, desde muy pequeños, qué decisiones tomar cuando se trata de aquellos a quienes quieren.
Tomado de Tesoros de mi isla. Una infancia cubana. Ilustraciones de Edel Rodríguez y Antonio Martorell. Miami, Santillana USA Publishing Company, Inc., 2016, pp.18-24.
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