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Carta II (de Un paseo por Europa)

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Carta II (de Un paseo por Europa)

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París, 7 de septiembre 1889

La mitad del día se fue ayer en visitas y diligencias, de modo que nos limitamos en la Exposición a repasar lo visto en el anterior. Con más detenimiento pudimos observar el hermoso jarrón inglés. Representa la Tierra coronada por la Naturaleza, que derrama sobre ella sus dones en flores y frutos; cuatro estatuillas, a manera de asas, figuran las Estaciones, y un tropel de gentes con los diversos instrumentos del trabajo parecen sostenerla. Mide 3.30 metros de altura por 2 de diámetro.

También ostenta Inglaterra el gusto exquisito y perfección a que ha llegado en cerámica presentando preciosísimas ánforas de barro de incomparable finura, pintadas con los más suaves colores; y unos diminutos bajo-relieves de la misma materia que pueden competir en pureza de líneas con el mármol.

Esa afortunada nación tuvo un excelente profeta en el rey portugués D. Juan II, que cambió el nombre al Cabo de las Tormentas en Cabo de Buena Esperanza. Ayer, de manos a boca, nos dimos con un pabelloncito que decía en la puerta: Minas de diamantes. Entramos y en seguida nos hirieron la vista las magníficas luces de un soberbio diamante. Es —dice la tarjeta que tiene al pie— el mayor que se ha encontrado en el mundo y, pulimentado como está, pesa 228 quilates y medio. Hay otro en bruto que pesa 306. De diamantes comunes, un río, encerrados, por supuesto, bajo gruesos cristales, y buena cantidad de tierra y rocas diamantíferas. Se exhiben al natural, es decir, en tierra, las minas con sus trabajadores, su ferrocarril, carretillas para el acarreo del mineral, etc.; y una gran máquina —como si se tratara de desgranar maíz u otra cosa por el estilo— sirve para separar los diamantes de la tierra con que están mezclados y lavarlos. En el mismo pabellón se ve la operación de pulirlos, y se hace saber al público por medio de un cartel (la Exposición es un libro abierto, donde sus incansables habitantes tienen que ir leyendo siempre) que la gran dificultad del pulimento consiste en que el diamante no puede pulirse sino en una dirección dada y que para cada faceta esta dirección ha de variar; que el secreto está en el hilo de la preciosa piedra, secreto que guardaron durante siglos los holandeses y que, pagándolo a buen precio, ha logrado arrancarles Mr. Roulina, quien ha fundado la primera fábrica en Francia para tallar diamantes, empleando en ella obreros franceses.

Entre las mil cosas ciclópeas que hay en la Exposición, debe notarse el monstruoso cañón Bange, cuyo peso total es de 101,000 kilogramos, llegando su destructor alcance a 20 kilómetros. Acaso este gigante de las armas esté destinado a ser lo que algunos gigantes de carne y hueso, que sirviendo de cocos a los niños, pasan la vida en perpetua niñez, sin hacer daño a nadie, por lo mismo que son tan formidables. Este cañón lleva en su cureña misma un buen abrigo para los artilleros contra las balas enemigas, defensa que se ve convertida ya en verdadera muralla de hierro en otro cañón más pequeño.

Entre las mil cosas ciclópeas que hay en la Exposición, debe notarse el monstruoso cañón Bange...


Día 8

Y ya que de dimensiones extraordinarias trato, dando un salto para pasar de lo excesivamente fuerte a lo excesivamente frágil, lleguemos a la cristalería francesa y detengámonos para admirar unos espejos que llegan casi desde el piso a lo alto de la altísima sala en que están, con ancho proporcionado, y veremos que nuestra pobre figura humana al reflejarse en ellos se queda, como si dijéramos, por los talones de tan hermosas lunas. Más allá nos llama la atención un fino globo de vidrio; nos acercamos y vemos que tiene de diámetro 1.55 metros, de volumen 1.950 litros, y que, no obstante, se reduce su peso a 25 kilogramos. Después un disco de unos 3 metros de diámetro, cilindros donde cabe holgadamente un hombre de gran talla, delgados tubos que se aproximan a lo alto de aquel techo, y un lente para telescopio de 1.5 metros de diámetro, el mayor que se haya construido hasta ahora. Este objetivo está destinados al Observatorio de Spence por cuenta de la Universidad de la California del Sur y lo ha fabricado Mr. Alvan Clark, de Boston. También se alza en ese departamento, majestuosa y bella, una lámpara de cristal de Sèvres que vale 10,000 francos y cuyo pie parece de plata bruñida.

Y, volviendo de lo frágil a lo sólido sin salir de lo colosal, veamos una fuente para parques, en plomo martillado. Una figura de mujer sentada en escarpada roca y envuelta en flotante velo, dirige cuatro enormes caballos marinos, y la cabeza de aquella alcanza al barandaje del segundo piso de la galería en que está. Calcúlense las dificultades que han debido vencerse para hacer semejante obra.

Famosos son en todo el mundo los tapices de los Gobelinos, y han aprovechado éstos la Exposición de París para afirmar aún más su enhiesta bandera. Dos de esos tapices hemos visto; el uno representa “El arte y la ciencia en la antigüedad”, el otro “La hija de las hadas;” ambos admirables por la ejecución, pero mucho más bello el último por la composición, y tengo para mí que la hija de las hadas, recién nacida, recostada en mullido sillón, mimada por aquellas encantadoras, con la Paz a la derecha y recibiendo infinitos homenajes es, ni más ni menos, la República Francesa.

Y en verdad que le cuadra a las mil maravillas la alegoría, porque hijo de hadas debe ser un pueblo que en ciencias, en bellas artes y artes mecánicas, en literatura, en política y administración, en agricultura, en guerra y marina puede competir, ventajosamente a veces, a veces en paridad y nunca con escasas fuerzas, con las naciones que respectivamente se distingan más en cada ramo; un pueblo que puede en la actualidad, sin recurrir a su nutrido panteón de hombres célebres, hacerse una corona con nombres como los de Pasteur, Eiffel, Lesseps y Dutert; un pueblo tan bien educado, que puede concurrir diariamente durante meses a esta democrática fiesta de la Exposición entrando y saliendo en apretados grupos por puertas que resultan estrechas para tal muchedumbre; codiciando sillas que no alcanzan para todos; aglomerándose ante los objetos más notables para satisfacer la curiosidad, siempre impaciente; tomando por asalto los coches a la salida, pues aunque son innumerables en París, hay que andar listo para no esperar durante mucho tiempo; un pueblo que hace todas estas cosas, tan ocasionadas a tumultos, sin dar el feo espectáculo de una riña, de una disputa, ¿qué digo esto? sin abandonar jamás las buenas formas, lo mismo los personajes de los salones, que los hijos del trabajo. Se aprietan, pero no se atropellan, y las palabras: pardon, Madame, o Monsieur, con que excusan el tropezón involuntario, están siempre en boca de todos. La policía es numerosa y vigilante como pocas; pero el pueblo no la fatiga, dejándose conducir con culta docilidad.

Las formidables patas del coloso de Eiffel.


Lunes 9

En los días festivos se puede observar mejor cuán arraigado está en las costumbres ese orden admirable. En tales días concurre el pueblo trabajador a millaradas. El emplazamiento de la Exposición, con ser tan vasto como todo el mundo sabe, y estar casi duplicado por los pisos altos, por los puentes sobre seco y sobre el Sena por los subterráneos y por la Torre, que tiene capacidad ella sola para 10,000 personas, no basta para que el gentío deje de andar apretado aun en los sitios más abiertos. Ayer, domingo, cuando, a las cinco de la tarde, se cerraron los pabellones extranjeros, quedando abiertos únicamente el acceso a la Torre y las grandes galerías francesas, aquellas multitudes que los recorrían se derramaron en los espacios al aire libre, y como era hora de comer, los céspedes, tan respetados ya en todos los países refinados, fueron invadidos y sirvieron de mesa y de asiento a la vez. Daba alegría ver tantas caras gozosas y tantas muestras de buen apetito. Nadie les molestaba. Parece que en esos días se concede esta libertad al pueblo, teniendo en cuenta que un pobre obrero que gasta sus sesenta céntimos de peseta por entrar, quiere sacar todo el partido posible, y allí se almuerza, se come, se merienda y se cena. Los ricos o acomodados hacen por lo menos la merienda, que suele ser abundante, porque aquel andar de judíos errantes impone grandes exigencias al estómago. Ayer vi a un joven de levita y bomba con el bastón al hombro y en el otro hombro un pan tan largo como el bastón. Sin duda era larga la familia. Las vendedoras de sandwichs, jamones, aves trufadas, embutidos, refrescos, etc. —no hablo de los restaurants— llegan a verse extenuadas de tanto despacho.

Cuando llegó la hora de sentarse para ver las fuentes luminosas y la Torre iluminada por completo, entonces fueron los apuros. Las sillas no bastaban para la mitad de los interesados y se tomaron las gradas de los pabellones, las grandes piedras de sillería en que afirma dos de sus formidables patas el coloso de Eiffel, los pretiles de los estanques y pilones de fuentes, los pedestales de las estatuas a altura de asiento, los atravesaños que dejaban claro suficiente para el cuerpo, aunque fuese doblándose ¿qué más? en los alambres que limitan los jardines vi sentados hombres de tomo y lomo y familias enteras. Y después de esto quedaban en pie en los sitios de buena mira anchas murallas humanas y en las galerías francesas circulaban centenares de seres cansadísimos, pero que se resistían aún a abandonar el mágico recinto. Aquel bullente enjambre constituía por sí solo un espectáculo curiosísimo de observar. Las entradas de pago, que el día anterior fueron 134,899, subieron ese día a 303,905.

Fuente del Progreso.


Martes 10

Nuestra visita al lindo pabellón azteca erigido por la República Mejicana y rodeado de sus tradicionales y hermosísimos cactus, me dejó, a fuer de americana, algo desconsolada. Yo, que he oído hablar de aquel delicioso país con tan caluroso entusiasmo, en cuanto a su clima suave y fecundo y a su floreciente civilización, a personas que han residido largo tiempo en él, yo, que le estoy agradecida por la noble hospitalidad que en su seno encontraron los emigrados cubanos que allá fueron a demandarla, especialmente el chispeante poeta Antenor Lezcano, a quien se declaró hijo adoptivo de Méjico, yo sentía bullir en mi alma la esperanza de encontrar allí algo espléndido que me consolara un poco de las tristezas que me aguardan en la Exposición y que no me apresuro a buscar, dejando buenamente que ellas me salgan al paso.

Quizás la imaginación me llevó lejos, y por eso la realidad me ha parecido mezquina. Magnífica, sí, se ostenta allí la naturaleza. Innumerable variedad de granos, lo mismo los tropicales que los de las zonas templadas; materias textiles en abundancia, soberbios trozos de caoba, uno de los cuales, no el más largo, pero sí el más perfecto, mide 6 y media varas, por una y una de ancho y alto, ricos minerales, muchos de ellos argentíferos y una exquisita colección de variadísimas piedras de ónix. Pero yo hubiera querido encontrar además el genio poderoso del hombre sacando todo el fruto posible de tan exuberante naturaleza, perfeccionándola, convirtiendo las materias brutas más bastas en primorosos objetos de arte que, aunque parezcan superfluidades, no lo son, porque ellos contribuyen a la prosperidad de las naciones y, refinando el gusto de sus habitantes, ayudan a retinar las costumbres; porque yo, dicho sea de paso, no lamento, como parece lamentar Zola en su poético y bonito cuento Simplice, que las ciudades modernas estén sembradas de salutíferos y bien cultivados parques, con todas sus calles enarenadas. Muy al contrario, cuando los recorro, aspirando sus balsámicas y frescas emanaciones, el gusto que disfruto al sentir que se ensanchan mis pulmones y que mi vista fatigada encuentra descanso en el benéfico color de sus grandes arboledas, que forman no interrumpida bóveda sobre mi cabeza, se me amarga mucho pensando que mi pobre país carece de todo esto; que La Habana, tan opulenta antes, no supo aprovechar el buen tiempo y que en sus parques centrales no tenemos apenas flores, ni bien ni mal cultivadas, que el espacio es estrecho, que sus fuentes raras veces corren, allí donde tanto se necesita refrescar el ambiente, que el arbolado es raquítico (aunque este mal sea achacable a los ciclones que con tanta frecuencia nos azotan) y que la limpia y saludable arena no se renueva a lo que parece con la frecuencia debida, puesto que el polvo nos ensucia calzado y ropa, sin contar con el que se levanta de las calles circunvecinas en magníficas nubes para caer sobre nuestras personas de la cabeza a los pies, atiborrándonos bien los ojos y los pulmones...

Dejemos esto y volvamos a la instalación mejicana. No quiero en manera alguna que se entienda por lo anteriormente dicho que la ciencia y el arte falten en ella por completo. Muy lejos de eso: a la entrada misma del pabellón, en el salón central, se encuentra representada en miniatura, pero al vivo, una obra científica de mérito que está ya en ejecución. La vía férrea a través del istmo de Tehuantopee, con dos rampas a los extremos que descienden al Atlántico y al Pacífico, para sacar los buques a seco y trasportarlos en poco tiempo de un océano a otro. En manufacturas, presentan los mejicanos sus famosos arneses, cómodos y lujosos; bordados finos y bien hechos y algo más en ebanistería, etc. En artes, dos bustos en mármol por Contreras y buenos cuadros. Llamóme la atención uno que representa a Fr. Pedro de Gante enseñando a leer a un indio, y acercándome para conocer el nombre del autor, vi con grata sorpresa que era un alumno de la Escuela Nacional de Bellas Artes, el Sr. Martínez Isid.

Se ven además copias de hermosos edificios y planos y dibujos de otros muchos de grandes dimensiones y bella arquitectura que están en proyecto.

Sé que omito mucho. No es posible otra cosa en todo lo que de la magna Exposición voy refiriendo. Ya se comprende que no me he propuesto hacer una guía minuciosa y completa: ni poseo los múltiples conocimientos —¿qué digo múltiples? ni siquiera los más rudimentarios— que se necesitarían para eso, ni es fácil verlo todo en una rápida visita.

Termino diciendo que no me convenzo de que Méjico, la privilegiada por su clima, no haya podido hacer más en este certamen, y me permito sospechar que ha habido un tantito de indolencia, si ya no es justificada economía; aunque ha gastado 1.000,000 de francos.

Palacio de Brasil, Palacio de México y Palacio de Argentina en la Exposición Universal de París.
Hippolyte Blancard


Día 11

Inglaterra, la sabia madre de tantas ilustres hijas, ha colocado junto a ella a dos de éstas, como si aun allí quisiera tenerlas bajo su amparo, por ser de las más jovencillas. Son Nueva-Zelandia y Victoria, y ayer nos encontramos en esas salas. No ha querido esa opulenta nación hacer un monumento, ni para sí ni para sus colonias, aunque es, después de la francesa, la que ocupa más terreno, y se ha contentado con algunos pabellones aislados y secciones en toda la Exposición. Están, pues, aquellas colonias australes en dos salas no muy grandes, pero bien nutridas: todo lo que contienen es verdaderamente notable y propio para dar idea de aquellos remotos países, que tanto difieren de los europeos: de su maravillosa riqueza y del grado de civilización a que han llegado en poco tiempo. Sus lanas, más que lanas, son sedas de nívea blancura, y no se debe todo a la naturaleza, porque están perfectamente trabajadas; sus aves acuáticas son de gran tamaño y lindísimas; sus frutas —peras, manzanas, etc.— de extraordinario volumen; sus selvas, representadas en cuadros, gigantescas, y hay en ellas árboles tan valiosos como el que produce la goma kauri; sus pieles, bellísimas; sus terrenos mineros de tal importancia que —no refiriéndome más que a los auríferos— se ha encontrado a muy poca profundidad, y se presenta allí en facsímile, una pepita, la mayor conocida hasta ahora, que pesa 210 libras, siendo su valor de 10,000 libras esterlinas, o sea 250,000 francos. Los obreros que encontraron este tesoro le llamaron “El Extranjero Bienvenido”. Hay otra que pesa 55 kilogramos y vale 171,700 francos. Otras muchísimas, que donde quiera serían grandes, junto a aquellas parecen pequeñas.

En cera están representados de tamaño natural algunos tipos de los aborígenes maorís, con sus cabellos ásperos y tiesos como cerdas, con sus incompletos trajes y todo el aspecto de salvajes, y no lejos, en excelentes fotografías, hechas en el mismo país, se observa con placer el hermoso tipo mestizo que han producido las dos razas, y los trajes a la última moda francesa llevados con elegante naturalidad.

Pabellón de Siam.


Jueves 12

Gran cosa es esta de poder pasearse en algunas horas por buena parte del mundo, sin pedir siquiera auxilio al vapor ni al velocípedo, y muy curioso observar el papel que representa la naturaleza en el curso de las civilizaciones. Este espectáculo se presentó ayer a mi vista, o mejor, a mi imaginación, recorriendo, en pleno Oriente, las instalaciones de Persia, Turquía, Siam, Serbia y Grecia. En los pueblos nacientes, a todo provee ella. Con poco que el hombre haga, tiene alimentación, vestido, habitación, placeres. Comienzan los progresos, lentamente en la antigüedad, rápidos en nuestros días, y se va dejando la piedra o el banco por el mullido sillón, la hoguera por la estufa, la fruta, más o menos ácida, por la perfumada confitura, las pieles en bruto, por las pieles suavísimas, los encajes y sedas; el arado por la máquina, el lento andar y el fatigoso remar por los vuelos del vapor, hasta que por fin se lanza el hombre con el cuerpo y con el alma al espacio infinito. Parece que intenta escaparse al influjo de la naturaleza, y ésta le deja hacer. Le tiene bien sujeto en sus invisibles redes atmosféricas: no se le escapa; es que la comprende mejor. Vienen los días de la vejez; los bríos menguan, la postración se enseñorea del cansado organismo, y vuelve a pedirse todo a la próvida naturaleza; pero ¡oh colmo de desgracia! ella también ha envejecido. La que les nutrió en su infancia con ubérrimos pechos, está fatigada, agotada casi. No encuentra ya en su seno ríos de oro y de diamantes; sus selvas menguaron; sus rebaños se han depauperado. Los hijos son viejos: la madre está decrépita, y la pobreza extiende sus feas garras sobre los que antes fueron fastuosos y renombrados, y el olvido, piadoso en tales casos, les envuelve como en velo mortuorio, túnica acaso de miserable gusano, que un día será rasgada para salir triunfante la mariposa.

Pero, así como hay ancianos —Victor Hugo, por ejemplo— que llevan gallardamente sus ochenta o noventa inviernos, y que, habiendo pasado el gusto de su época, acaso creado por ellos, siguen imponiéndole al mundo en sus obras particulares, así hay pueblos que se conservan vigorosos en su venerable vejez. Tal el imperio japonés, cuya instalación se encuentra entre aquellas desdichadas, simples tenduchos de telas más o menos vistosas, alfombras nada finas y baratijas.

Las porcelanas, bronces y sedas de aquel país tienen ya larga fama. Allí se ostentan en toda su belleza artística, en toda su riqueza, hay marfiles que son un encanto. ¡Cuánta gracia en la composición! ¡cuánta perfección en el trabajo! Una numerosa colección de paravents o biombos, para hablar en nuestro idioma, que detienen largo rato al visitante, nunca saciado de admirar aquellos pájaros, que parece van a emprender el vuelo, como me decía ayer nuestro amigo Oruz, aquellos pollitos que se precipitan con los piquillos abiertos al reclamo de la madre que ha hecho el hallazgo de un insecto, aquellos animales fabulosos, tan artísticos. El oro deslumbrante, para éstos, la seda con todos los matices imaginables y los más propios, para aquéllos; y todos esos primores bordados a mano.

Haré, de paso, una observación. En la decadencia de las naciones, hay una cosa que parece sustraerse al marasmo general; un objeto, bien diminuto por cierto, se levanta siempre triunfante entre esas ruinas... la aguja.

A Grecia le ha quedado algo más. Todavía sus canteras pueden recordar que allí hubo un Partenón, que allí nació Fidias, que allí nacieron también con vida inmortal las Venus y los Apolos, ideales de la especie humana que, decaídos en un tiempo, florecen desde hace tres o cuatro siglos en brillante descendencia que puebla ya el mundo entero.

España se nos presentó después al paso, mostrando un comercio bastante rico en blondas, encajes y paños, y dejando mucho que desear en ciencias. Los objetos artísticos más notables allí son: un reloj incrustado y damasquinado de hierro, oro, plata, y marfil, unos muebles revestidos de cobre plateado imitando los monumentos árabes de Granada, unas preciosas filigranas de plata y un primorosísimo pañuelo, bordado por una joven de quince años, la señorita Casilda Hidalgo. Donde España se luce es en sus salas de pintura; pero aun no las he visto sino muy de paso, como todas las otras destinadas a este arte.

Portugal está aún más pobre. Fuera de un espléndido pañuelo de mano, acaso el mejor de la Exposición, con haber muchos magníficos, lo único que nos llamó la atención fue un aparato muy útil para salvamento en casos de incendio, inventado por.... siento haber olvidado el nombre.

De todas estas tristezas, porque triste es ver decaer las naciones, sobre todo, si llevamos su sangre en nuestras venas, y más aún si nuestro país puede ser arrastrado en la caída, nos consolaron, o nos distrajeron al fin de la jornada unas estatuas que encontramos del escultor romano Andreoni, porque Italia es otro gigante que se conserva de pie y prometiendo un porvenir tan glorioso como lo fue su pasado. Los mármoles italianos se conocen a distancia entre todos a poco que se hayan visto, aun sin ser inteligente, como me pasa a mí, que harto lamento esta incapacidad para juzgar, siendo tanto mi goce en admirar. No hay que extrañar esta preeminencia, si es verdadera, que yo por mi cuenta concedo a los escultores italianos. Sus obras en la Exposición están trabajadas en el bellísimo mármol de Carrara y luego.... son hijos de Miguel Ángel y nietos de Fidias. Pasmados nos quedamos ante una Velada, una Bacante y una Española, por no citarlas todas. ¡Cuánta gracia y belleza en ellas! la una sonriente, envolviéndose en finísimo velo, la segunda coronada de pámpanos y racimos y en la mano una copa de licor desbordando la espuma; la última con rica mantilla de blondas, que parece confeccionada en los telares de Barcelona. Pero nada como una Pescadorcilla vestida de punto hasta medio muslo, con sombrerito de fina paja, metiendo en una vasija que lleva al costado, un pescadito. Todo de una delicadeza incomparable. La Velada se ha vendido en 1,000 fr., La Pescadora en 1,200.

Pabellón griego


Viernes 13

El día anterior lo hemos pasado en la Torre, y desde el tercer piso dirigimos a ustedes una tarjeta postal, a imitación de los centenares de visitantes que hacían lo mismo, queriendo cada cual enviar a los amados ausentes un reflejo a lo menos de la gozosa impresión que allí se experimenta, como si no cabiéndole ésta dentro del pecho, le buscase lejana expansión.

¿Creerán ustedes que hicimos una valentía? Yo también pensaba antes que íbamos a poner una pica en Flandes, cuando, mirando a lo alto desde el suelo, no descubría indicio alguno de personas ni de movimiento sino en el primer piso. Pues bien, los dos superiores están completamente obstruidos por la inmensa cola humana, de dos al frente, que se enrosca tomando turno para los ascensores, como una gran serpiente, y en el punto inmediato al último ascensor esas roscas se estrechan en tan apretadas eses, que solamente están separadas por unas barras de hierro, donde las aprisionan para que nadie usurpe su puesto a otro ni haya el menor desorden, formando una masa compacta las doce filas que serpentean. Muchos guardias de la paz, como se denominan, vigilan y ordenan rigurosamente, y todo marcha con la mayor compostura hasta que se llega al último ascensor. Como en éste no caben más que unas sesenta y tres personas y hay que aprovechar el tiempo, todas van de pie y apretadas hasta no más, y sucede entonces —sin duda por no considerarse ya nadie en territorio francés, sino en dominios aéreos, donde no hay escuelas— que la educación sufre eclipse y los estrechones menudean de lo lindo, sin que nadie apenas se cuide de pedir el consabido pardon. Tres cuartos de hora formamos nosotros en la cola del primer piso para ir al segundo, y más de una hora, en la de éste para el tercero.

El centro del primer piso está ocupado por un restaurant, donde muchos comen o refrescan; el del segundo contiene, y el anterior también, diversos puestos donde se alquilan anteojos, se venden los tickets o billetes de ascensión, recuerdos de la torre, etc. En el último, lo mismo, las tarjetas postales y escritorios a disposición del público.

He dicho último, porque lo es en efecto de los practicables para el público; pero sobre ese hay otro destinado a experiencias científicas y contiene cuatro salas: una para laboratorio astronómico, otra para física y meteorología, la tercera para biología y micrografía del aire, y la cuarta es un pequeño departamento para cuando Eiffel quiera habitar en su espléndido palacio. Después no hay más que el faro y la bandera.

Los dos ascensores que, partiendo de los pies de la torre, van al primer piso, corren por un plano inclinadísimo, como lo es el de los cuatro arcos laterales, que convergen al centro y aparecen medio tendidos, formando una de las mayores bellezas del monumento. Los dos del primero al segundo piso tienen un plano casi vertical, y el del segundo al tercero, vertical por completo.

Ya les dije en mi tarjeta postal que París es digna ciudad de tan grandioso monumento. Y efectivamente: en otra menos grande y menos bella, parecería la torre edificada en un desierto, con algunas casas al rededor; de tal modo es amplio el horizonte que se abarca desde sus alturas. Pero París con sus alrededores y algunos montes lejanos, lo llenan y lo hermosean. Alguien ha llamado a esto, con mucho acierto, una fiesta de la vista. El Trocadero y la Exposición, a uno y otro lado, pueden apreciarse en sus menores detalles, y es curioso observar, a medida que se sube, como va haciéndose más lento el andar de aquellas multitudes que recorren tan apresuradas la Exposición, como si fueran perdiendo la vida poco a poco. Vistas desde el tercer piso aparecen —perdónenme mis congéneres— como perritos perezosos, y las que se apiñan sentadas en torno de las fuentes luminosas, como botellas negras, con la inmovilidad propia de tales y muchas con tapones blancos, que son los sombreros claros de las señoras.

Después de haber pertenecido por cinco horas largas a la población flotante de la Torre, cuando volví a hallarme a su pie, la admiré con más ferviente entusiasmo, porque la conocía mejor, y me pareció que el cielo, sembrado en aquel momento de cirrus, con fondo azul gris del crepúsculo que terminaba, tendía sobre, ella un manto de pieles, proporcionado a su grandeza.

La Exposición vista desde la Torre Eiffel, grandioso monumento.


Día 14

Muchos días han pasado desde que hicimos nuestra visita al palacio-joyel de la República Argentina; pero, no sé cómo, salté su turno en esta especie de crónica que voy haciendo, y se me ha ido quedando hasta hoy, que me resuelvo a no postergarle más.

Es aquel tan suntuoso en su interior como al exterior. Su decorado es obra de los mejores artistas franceses (repito las palabras de mi guía), escultores, pintores, fabricantes de barros, mosaicos, etc. Pero no es esto lo que se va a admirar en el lindo pabellón, sino la exuberante naturaleza de aquel lejano país y el noble esfuerzo, coronado del éxito más asombroso, con que sus hijos escalan a toda prisa la inmensa altura a que, con aproximado nivel, han llegado todas las grandes naciones modernas.

En primer término, ocupando casi todo el salón de entrada, se encuentra un gran mapa convexo, donde se ve la naciente, pero vasta República, tendida majestuosamente entre los Andes y el Océano, que brinda fácil salida a sus productos y cómodo acceso a los inmigrantes que el mundo entero le envía a grandes barcadas. Ella se prepara dignamente a recibirlos, haciendo de su futura capital, La Plata, la ciudad de más perfecto trazado que darse pueda, la más bella quizás. El plano está a cuadros, y dos anchas vías, que parten de los ángulos extremos, se cruzan en el centro, donde se levanta una soberbia catedral. Formando simetría, se ven otros espacios destinados a edificios públicos y jardines; a un extremo, el hipódromo junto a un parque, adecuado a tan gran ciudad, y en torno de ésta, y a cuadros también, mayores que los del centro, las quintas que darán belleza y frescura a sus alrededores.

Los muros de toda la instalación están literalmente cubiertos de planos y dibujos de ciudades, ríos, canales y magníficos edificios. Además, y esto es lo más interesante, una numerosa colección de cuadros comparativos, ya entre fecha y fecha, ya entre la República y otras naciones, referentes al aumento —prodigioso en verdad— de población, rentas del Estado, vías férreas, transportes marítimos, comercio, producción de carnes, de granos, etc., etc. De sus grandes hombres y sus presidentes, ninguno ha sido olvidado. Aquéllos, retratados al fresco y de gran tamaño, forman corona de bustos en el interior de la cúpula central; los otros están agrupados en buenas fotografías.

Una ojeada general basta para comprender, si ya no se supiera de antemano, cuál es la amplia base de tanta prosperidad. Verdadera inundación de pieles de ganado vacuno y lanar, recuerda al punto la valiosa exportación de carne que hace aquel país desde tan larga fecha, y para que el recuerdo sea más vivo y se vea que los argentinos no se duermen en las pajas, permaneciendo rutinarios, sino que han entrado de lleno en la corriente de progreso general, una frigorífera, o sea, máquina de vapor para producir aire frío, destinada al trasporte de las carnes a los más lejanos países, trabaja incesantemente y en la vitrina de un gran depósito donde se conservan las reses enteras, o mejor, sus troncos, hay siempre a la vista del público dos de éstos, de donde brotaría la sangre fresca al menor corte que se les diera. En eso se ha convertido aquel tasajo de Montevideo, llamado por befa tasajo brujo, y que ninguna persona medianamente acomodada comía en nuestro país antes de que la guerra nos hiciese entrar por todo.

Sacado el principal provecho de las carnes, se apodera la industria de las pieles, y las curte y trabaja con esmero para dar con ellas frescura a los lechos; o las deja gruesas y resistentes para el calzado, o escoge las más finas para hacer elegantísimos guantes de suaves tintas hasta el blanco más puro, como los mejores que puedan encontrarse en Europa.

Pero ¿qué extraño es que se críen vacadas, rebaños y piaras tan excesivamente numerosas, en los campos que tienen vigor para nutrir cedros como el que, en pedazos ya, excita allí la admiración general? Tres gruesos tablones iguales se han sacado de él. Dos de ellos, colocados en posición vertical, llegan con holgura a apoyarse en el balconaje del segundo piso; el otro está tendido, a fin de que pueda medirse, y sobre él caen sin cesar metros, paraguas, bastones y sombrillas. De largo tiene 6 metros; pero lo más extraordinario es la anchura, que mide 1,74. Digno rival de tal cedro, en cuanto a longitud, es un quebracho blanco, del que se han sacado tres gruesas vigas de 11 metros 20 centímetros.

Y como, respecto a minerales, así por la variedad, como por la abundancia, no queda a la zaga de las más importantes regiones mineras, tenemos que cuenta la República Argentina —que no en vano lleva tal nombre— con tres principales veneros de riquezas: sus bosques, sus ganados y sus minas.

Grandes gastos ha hecho en su instalación: un millón doscientos mil francos (hay quien dice que estos francos son duros); pero estos gastos los aconsejaba el patriotismo bien entendido, porque ellos serán reproductivos en alto grado a la nación, que sin duda verá aumentar las gruesas corrientes de inmigrantes que diariamente arriban a sus hermosos puertos.

Pabellón argentino, tan suntuoso en su interior como al exterior.


Día 15

Otras repúblicas del Sur de América sufren todavía las consecuencias de sus largas y cruentísimas contiendas civiles y del despótico gobierno de algunos autócratas disfrazados de presidentes. Aprovechemos nosotros tan terrible ejemplo para ser ante todo y sobre todo unidos.

Los Estados centro-americanos pertenecen a este número. Son pueblos en mantillas, que acaban ahora de abrir los ojos a la verdadera libertad, luz que no brilla jamás si la bienhechora paz no disipa todas las brumas del horizonte.

El Salvador ha hecho en esta Exposición lo que ha podido. Se presenta modestamente como quien espera, no como quien realiza.

Nicaragua también tiene un reducido pabellón; pero éste, en su pequeñez, contiene algo muy grande, que abrirá a estas naciones incipientes un fausto porvenir. Ya se comprende que me refiero al proyecto de canalizar el istmo de Nicaragua, empresa a que va unido el nombre —ilustre ya también en la pintura— de nuestro compatriota Menocal. Es éste el primer encuentro que de Cuba he tenido en la Exposición francesa, y como vale por muchos, es inútil que diga la íntima satisfacción con que leí ese nombre. Un plano en gran relieve, debido sin duda a los cuidados del distinguido ingeniero, presenta de tan gráfica manera a la vista del público la obra emprendida, que por mares, lagos y ríos corre agua verdadera. El más indocto comprende en seguida la facilidad relativa con que se llevará a cabo la canalización. El lago Nicaragua da hecho el trabajo en una gran extensión, y lo preparan grandemente en el abrupto terreno los ríos San Juan y otros de menor importancia que se han ido aprovechando con esmerada habilidad.

Por lo demás, todo está clasificado científicamente y muy bien presentado en el pabelloncito nicaragüense, que es de estilo indígena. Ostenta grande riqueza en cacaotales y una hermosa colección dé pájaros e insectos bellísimos.

Chile sube más. Abunda mucho en hulla, cobre y diversos minerales. Los facsímiles de hermosos buques de guerra, construidos en Londres, que allí se ven, dan muestras de que posee buena marina, y, como trofeo guerrero exhibe el famoso Huáscar, arrebatado a los peruanos. Se ve que sus dos puntos de apoyo para el avance están en la cordillera y en el mar, y que del éxito responden la inteligencia y la patriótica bravura de sus hijos; pero plegue a Dios que no vuelva a emplearla en contra de sus vecinos. Los que la naturaleza ha unido en tan brillante grupo, deben mirarse siempre como hermanos.

Nicaragua también tiene un reducido pabellón; pero éste, en su pequeñez, contiene algo muy grande, que abrirá a estas naciones incipientes un fausto porvenir.


Día 16

Pujante se presenta Venezuela en un precioso pabellón, que parece de alfeñiques. Todo abunda allí: maderas, granos, minerales, piedras de canterías, sedas, fibras textiles; pero nada más rico que su cacao de Caracas, de grano hermoso y rubio como la misma canela. En esto vence a todo el mundo, como es sabido, y por consecuencia, en su industria chocolatera también. Uno de sus hijos ha inventado el polvo y tablillas de chocolate con leche, y basta hervir con agua pura la cantidad necesaria para obtener aquel sabroso alimento.

El oro es otro de sus grandes tesoros. Lo demuestra una gran pirámide representativa del que se ha extraído, de 1877 a 1888, de un solo filón de la mina Callao, cantidad que pesa 1.217,057 onzas y vale en francos 120.000,000.

Como curiosidades arqueológicas, hay una copia gráfica de un cementerio de indios, encontrado en excavaciones hechas en cierto lugar que no recuerdo del país, y una gran colección de cráneos de aborígenes. Algunos de estos cráneos, aplastadísimos en la parte frontal, llevan la indicación deformados, palabra que me trajo en el acto a la memoria a dos y aun a tres distinguidos compatriotas míos, cuyos nombres estoy bien segura que nadie adivinará en la Habana, si estos apuntes se publican y alguien los lee.

De la exposición venezolana saco la consecuencia (que no sé si será exacta, pues yo hablo y juzgo, no por datos estadísticos, sino por lo que veo con inexpertos ojos en este certamen) que Venezuela está a la altura, en riqueza natural y en industria, de la República del Plata, y que ambas no son aventajadas en la América del Sur sino es por el coloso de su parte noreste, por el imperio del Brasil.

Pero esto quedará para mañana porque es tarde.

Pujante se presenta Venezuela en un precioso pabellón...

Tomado de Un paseo por Europa. Cartas de Francia (Exposición de 1889), de Italia y de Suiza. Pompeya (poemita). La Habana, La Propaganda Literaria, 1891, pp.19-35.
Nota de El Camagüey: Hemos respetado la manera en que la autora ha escrito los números.

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