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Era casi mediodía, el sol estaba fuerte, y como las casas camagüeyanas son bajas en la parte más antigua de la ciudad, no había sombra que amparase a los transeúntes en las estrechas aceras. Nicolás Guillén había salido temprano de su habitación en el Gran Hotel, para deambular un rato por las adoquinadas calles de la vieja villa, como en los versos de su Elegía:

    ... Busco
   (...) una calle y la sigo
   por entre el laberinto de mi infancia,
   por entre las iglesias torrenciales,
   (...) por entre plazas...

Cada visita a su comarca de pastores y sombreros le sirve para encontrarse con los viejos amigos, ríe con ellos entre abrazos y jarana, los observa atento y se repite para sí: el tiempo es inflexible, al ver el proceso desastroso de los años sobre los rostros y cuerpos de sus compañeros de hazañas juveniles, uno postrado en sillón de ruedas, otro sin vista “para leer tus versos”.

Al barbero le tiemblan las manos. Algunos se han ido de este mundo con su mente, y otros viajaron al más allá.

Pocos lograron los sueños mozos, quedaron allí estacionados en el mismo barrio, entre iguales zozobras, se convirtieron en seres sombríos, de rostros surcados de arrugas y ojos faltos de la chispa alegre de antaño. Pero siguen siendo para el poeta los amigos, límpidas almas cotidianas / héroes no, fondo de historia... Por eso, mientras él camina sólo acompañado por sus recuerdos, de regreso al hotel, no detalla el entorno, y su pensamiento se sintetiza en una frase: el tiempo, el tiempo es del cará.

Yo estaba en la frontera del Camagüey añejo y el barrio menos viejo, en la esquina de San Ramón (norte), por donde venía Nicolás ensimismado, y la de Goyo Benítez, calle del periódico Adelante, donde trabajaba, en esa década de 1970. Iba de prisa, pero freno mis pasos ante la casona verde de grandes ventanales. Asomada a uno de ellos una colega me pregunta desde la redacción de la emisora provincial, que radica allí, sobre mis planes para esa tarde, y le contesto pesarosa:

—Yoly, no me digas nada, me pidieron entrevistar a Nicolás Guillén. Me dieron esta grabadora nueva y confeccioné un cuestionario, porque me han dicho que el viejo es “de ampanga”… Con él no se puede improvisar.

—Es verdad. La gente comenta que no le gustan los periodistas, ¡imagínate! ¿Qué podrá pensar de nosotras, acabadas de graduar en la universidad? ¡No querrá ni vernos! Te compadezco... ¡Caramba! Lo tuyo es suerte... no te vires, no te muevas, “hablando del rey de Roma y su corona asoma...” —me susurra Yolanda Ferrera Sosa, que saca su mano de entre las rejas y me toma por el brazo.

—¿Quién viene? —le pregunto a mi colega que sigue con la vista en la persona que camina justo a mi espalda, por la acera de enfrente al lugar en que hablamos.

—Nicolás Guillén, el viejo, mujer, el viejo, y va despacito...

Me zafo de las manos de mi amiga, viro en redondo, cruzo veloz la calle y me paro frente al poeta. Él queda muy sorprendido por la “aparición”...

—¡Buenas, compañero! Mire, yo soy Margarita Polo, periodista de Adelante. El jefe de información me pidió que le hiciera una entrevista, que debo entregar antes del cierre de esta noche. Aquí traigo la grabadora y un cuestionario, ¿podríamos vernos en el Gran Hotel, en la Casa de la Amistad, o en el Museo Agramonte? Donde usted me diga...

Mientras hablo, Nicolás me mira, una y otra vez, de arriba abajo, y de abajo hacia arriba. De una manera que me pone nerviosa. Me ruborizo de vergüenza hasta silenciar mi voz. Él aprovecha para decirme:

—Mire señorita... ¿cómo me dijo que se llama?

—Margarita, compañero, Margarita Polo Viamontes, periodista de Adelante.

—Bien, Margarita de Adelante, usted es muy jovencita, no parece periodista, pero bueno, si me afirma que le han dado la tarea de entrevistarme, ha de ser verdad. Sin embargo, su jefe de información no contó conmigo, al parecer desconoce que vengo a Camagüey para descansar, no para que me hagan entrevistas sorpresivas. ¿Me comprende?

Lo miro recto a los ojos, perpleja, al borde de las lágrimas por la vergüenza del “papelazo público”. Le digo, algo enronquecida la voz:

—Lo comprendo, usted disculpe... ¡Gracias!

Le doy la espalda, sin esperar una palabra más y regreso al periódico. Mientras, el poeta continuó su camino con una sonrisa amplia. Me voy sin mirar hacia la ventana donde Yolanda me hace señas para indagar, y contarme la cara feliz que llevaba “el viejo zorro”, según me comentó por la noche en mi casa, durante el recuento de los sucesos.

En la redacción, muy alterada, rompo en pedazos el cuestionario, devuelvo la grabadora (que pesa sus buenas libras) y le explico, casi con pucheros, al jefe de información, lo sucedido, para que no diga en el Consejillo que estoy detrás del “Nicolás ese”... “Que lo entreviste otro, si puede..., porque lo que soy yo, ¡ni lo sueñen! Así que NO esperen ese material para el cierre”. Tomé mi cartera y me fui veloz hacia mi casa, en la calle San Ramón, a pocas cuadras del “encontronazo”. Tengo idea de almorzar e ir al cine, para escribir sobre la película de estreno, pero camino torpe, llevo tanta rabia dentro, me reprocho mentalmente: ¿A quién se le ocurre? Ese hombre es una figura internacional, y yo una aprendiz de periodista, ¿cómo querías que te hiciera caso? Con la misma voz interior me contradigo: Bueno, la gente aquí me tiene como alguien, dirijo la sección cultural del periódico, hago crítica de cine, libros, tengo mis versos... la gente me lee, me reconoce, me seleccionan mis trabajos como los mejores en la redacción. ¿Por qué va a venir “un don Juan de los Palotes”, aunque sea un gran poeta, a humillarme en la calle de esa manera? Suspiro, casi lloro, me avergüenzo y critico: ¡Autosuficiente! Además, allí, sólo estaba La Yola, el sol del mediodía hace que las personas se escondan en las casas. La calle estaba vacía. Ni un alma se cruzó con ustedes mientras hablaban, ¿por qué entonces te avergüenzas de un “papelazo” que no es? Tienes que controlar esos impulsos de adolescente, ¿cómo te vas a enfrentar a una personalidad de ese tipo así? Ya casi tienes treinta años, dos hijos, y todavía no maduras. ¡Nunca serás buena periodista, con esos locos arranques! ¡Cuándo se entere tu marido te va a decir, con razón, que debes pensar dos veces antes de actuar! Mejor, ni hablas del asunto...

Ése era mi estado de ánimo, mientras me acercaba a mi hogar... Apenas me cambio de ropa, lavo mi cara para quitar los restos del llanto y la rojez de mis mejillas, cuando tocan a la puerta de la calle... Abro todavía algo descontrolada y encuentro en la acera, parado con un rostro grave, al Director Provincial de Cultura, Teodoro Sánchez. Detrás, un automóvil de servicio especial, Chevy. Me asombra su llegada, porque no poseía la dirección de mi casa, nuestro trato habitual es puramente formal, de trabajo. Tras el saludo nervioso, me dice:

La autora junto a Nicolás Guillén.

—Usted disculpe, Margarita Polo, pero fui a buscarla al periódico y me dijeron que probablemente estaría aquí. Nicolás Guillén quiere verla...

—¡No lo creo! Se confunde usted, porque acabo de hablar con él y me negó una entrevista...

—Lo sé, él me lo contó, y me pidió que la buscara para que lo acompañe a almorzar en el Gran Hotel...

Traté de negarme de mil maneras, gravitaba dentro de mí un furor incontrolable. Todavía navegaba mi mente entre dos vertientes opuestas, del mal o bien hecho anteriormente. También estaba mi orgullo herido. Esa manera de mirarme Guillén, como burlándose de mí, no sé, ¿qué tenía su forma de mirar? ¡Tan desconcertante! Porque aquella mirada no podía ser la de un hombre hacia una mujer. Él era un viejo de respeto y, además, yo no era tan bonita para esos trances. Nada de eso hablé con Teodoro, porque mientras yo pensaba así, él hablaba y hablaba, hasta que me convenció con sus argumentos:

—Mire usted, Guillén no quiso ofenderla, es su forma de ser, jaranero... Además, dice que le gustó mucho su “arranque”, buena cualidad para un periodista, se acordó de su época juvenil. Yo le hablé de usted, de sus trabajos, la consideración y la estima que le tenemos en la provincia... ¡No me deje por mentiroso! También su director, Boudet, le recomienda que asuma usted la compostura que acostumbra, que es una tarea de trabajo a cumplir...

Disciplinada, como me enseñaron siempre, me vestí de forma apropiada y acudí a nuestra primera cita. Cómo se reía luego, recordándome el incidente: “Dándotelas de difícil conmigo, ¿eh?...” Pero eso sucedió mucho después. Al reencontrarnos ese día fui algo grosera, no cedí fácil a su encanto personal... También todo frenaba la entrevista, me hacía sentir insegura.

Tuve que buscar nuevamente la grabadora en la redacción del periódico y explicar el cambio al jefe de información que almorzaba en su buró, mientras le aceptaba sin chistar su risita de “te lo dije”. A pesar de la poca distancia entre el periódico y el hotel, nos demoramos bastante. Las estrechas calles camagüeyanas son para choferes del patio, y éste parecía de un sitio lejano, aunque luego supe que era novato con ese modelo de auto.

Así, llegar al centro de la ciudad fue una odisea. Al chofer del automóvil le costó trabajo dejarnos frente al hotel. Salió de la calle Goyo Benítez y dio una vuelta enorme a la ciudad, antes de enfilar la estrecha calle Maceo. Ésta es pequeña pero muy populosa, en ambos lados sus amplias aceras, siempre llena de un público ávido de comprar en las tiendas más grandes de la ciudad, reducen la vía. En ella radica el centro comercial desde épocas muy antiguas. Por ello el tráfico de autos, bicicletas y personas a pie es bastante intenso. Justo en el centro de aquel torbellino que se forma a la hora del mediodía, debía parquear el Chevy, un carro mayor que lo usual en esta pequeña calle de gastados adoquines. Nos comenzó a golpear el contraste de lo moderno con lo antiguo.

La demora del trayecto me angustia. En la larga espera, Guillén se marchó del lobby del Gran Hotel, aquel añejo edificio, aún sin remozar y amueblado a la usanza del siglo XIX, con las butacas de altos respaldares, de color oscuro propio de la caoba, lámparas de bombas blancas labradas, y sus ventiladores de aspas, que tratan de sofocar el intenso calor ambiental desde el alto puntal del techo. Miro alrededor y me percato de que no existe un tomacorriente en las paredes apropiado para la grabadora. Por lo tanto, me quiero ir a mi casa de regreso, se lo digo a Teodoro que me mira incrédulo.

Tampoco Nicolás Guillén aparecía, mientras Teodoro, de un lado a otro, trataba de “resolver” el problema de la toma, antes de darse por vencido. Algunos empleados se solidarizaron con su labor de búsqueda. Quitan los sillones de su lugar, remueven las mesas con sus bellos adornos de bacará. Tras largos minutos, después de infructuosos intentos, logró evacuar al personal que había en el bar, para instalarnos allí a entrevistar a Guillén. ¿O fue el poeta quien convenció a los hombres que bebían? Hoy no lo dudo.

En el bar un olor peculiar, mezcla de tabaco y bebidas, me golpeó desagradablemente el olfato. Habían encendido las luces, pero conservaba una penumbra cómplice, que hacía difícil distinguir los vericuetos del lugar. La decoración en rojo resultaba chocante a mi gusto. Así me sobrecogió mucho más la situación. En eso andaba mi mente cuando vi a Nicolás, estaba muy sonriente, conversaba con el barman. Tras su invitación con unas frases de halago, nos sentamos en un pullman. El camarero nos trajo sendos mojitos. No acostumbrada a tomar, con la tensión y nerviosismo de tantos preámbulos en la mañana, el primer trago me soltó la lengua:

—Bien, señor, como usted no quería la entrevista, no tengo ahora cuestionario y conozco poco de grabaciones —mis manos temblaban mientras extendía el cable y ponía en orden el equipo, trababa mis dedos en el teclado, desconectaba el micrófono de su sitio, un verdadero desastre me pasaba y él me hablaba bajito:

—¡No se desespere! Tenemos tiempo, ¿tiene hambre? Aquí cocinan muy bien...

Trata de suavizar mi estado anímico, pero su tranquilidad me intranquiliza mucho más. Sin mirarlo le digo para ofenderlo:

—Yo ahora no sé qué le voy a preguntar, porque de usted sólo recuerdo que escribió “Sensemayá la culebra”, me lo enseñaron en la escuela, y me caían muy mal esos versos. No entiendo qué tiene que ver eso con la poesía, por ejemplo, de los clásicos como Rubén Darío, porque a mí me gusta la poesía romántica...

Una risa fuerte, contagiosa...

Dejo de hablar al escuchar su risa, una risa fuerte, contagiosa, capaz de transformar mi enojo mientras lo escucho decirme:

—Está bien, mire, no siga disgustada conmigo, hagamos una cosa, conversamos y usted graba. Luego tome lo que le sirva, y nos ponemos de acuerdo cuando usted lo escriba... Tal vez podamos leernos juntos hasta la prueba de galera...

No sé si fue su pelo cano, sus manos, sus gestos, su voz grave, aquella risa... ¡qué sé yo! Nicolás me miraba, me hablaba y yo me transportaba. Sólo estábamos él y yo. No importó que hubiese otras personas a nuestro alrededor. Yo me quedé pendiente de sus palabras, y se convirtió aquello en una conversación muy íntima. Supe mucho más de lo que nunca pude imaginar. Olvidé quién era, los años que me llevaba, la diferencia con su enorme cultura, su posición superior a la mía para quedar tan solo, una verdad indiscutible: que era un hombre. Un hombre y yo una simple mujer...

Nicolás era tímido como yo. Sólo por momentos se imponía su carácter jaranero. Muy irónico. En realidad, ese mismo día me cautivó. Al despedirnos, después del almuerzo, fue con un beso en la mejilla y un ¡Hasta luego! hecho realidad muy pronto.

Horas más tarde me sorprendió con una visita a la redacción, se formó un revuelo tremendo entre mis colegas, lo llevaron a la dirección, “es donde hay aire acondicionado”, le dijeron corteses. Comenzaron con una ceremonia digna de su persona. Creo que hasta más de uno pensó que venía a quejarse de mi actuación. Él les aclaró la situación rápidamente con un simple:

—Vengo a ver a Margarita...

Se sentó a mi lado en la maltrecha redacción entre sillas rotas, despintadas y hasta una que otra coja. Máquinas de escribir antiguas, algunas tanto, como la que usó el poeta en sus primeros tiempos de redactor, según recordó señalando la vieja Underwood de mi escritorio. El calor era sofocante, porque las ventanas altas y estrechas daban a una pared aledaña, que no permitía la circulación de aire fresco. El lento ventilador movía un aire muy caliente, como estaba el piso cuando las calderas y los linotipos se ponían a fundir el plomo. Revisó el original y me dijo que le gustaba, aunque le hizo varias correcciones. Me explicó, que ese era su estilo y lo dejó expreso en sus escritos:

Leo y releo mis cuartillas y las repaso una y mil veces, y las hago nuevas a fuerza de cambiarlas. Para mí es como presentarme limpio ante las gentes, y bañado y aún perfumado, que también me gusta.

Seguimos juntos, hablamos hasta el cierre de la plana. No sentíamos el sofocante calor de las calderas de plomo de los linotipos. Ni el zumbido intermitente de la máquina forjadora de las tejas. Sus dedos se embarraron de tinta con la prueba de galera. Al ver sus manos sucias, avergonzada le pedí disculpas, por haberlo llevado hasta el sótano del edificio, donde se daba forma al periódico. Entonces me habló de su padre periodista, por lo cual, su medio natural, era la imprenta. Manoseó los tipos móviles en sus cajas, tomó una bandeja y formó hábil su nombre y el mío. Como si quisiera corroborar la información, que me daba el poeta, uno de los linotipistas, que lo conocía de antaño, se le acercó. Se saludaron muy calurosamente, hablaron de “viejos tiempos” y amistades comunes; al despedirse el operario me tomó del brazo y me susurró: “No cambia Nicolasito, sigue igualito, igualito”.

Me sentía como si siempre hubiéramos estado juntos. Tenía la sensación de que nos conocíamos desde milenios antes. Si existe la posibilidad de vivir otras vidas, como algunos creen, Guillén y yo retornamos en el mismo círculo familiar, íntimo, de amor que no conoce límites, pero eso lo supe después. En ese momento, me transmitió una gran confianza y que no había diferencia entre ambos. Creo que salimos a la calle tomados del brazo, y no recuerdo cómo pudimos desprendernos uno del otro aquel día...

Luego, bueno, luego no hubo protocolos. Sara Casal, su secretaria personal y amiga íntima durante años, me llamaba a la redacción para preguntarme si podía “atender a Nicolás” que iba de visita a Camagüey. Al principio con el asombro de todos, después se hizo habitual, y parte de mi trabajo, porque entonces, el “Partido me asignó la tarea” de ser su acompañante durante todo el tiempo que estuviera en nuestra ciudad natal. Esto ocurrió en la década de los setenta y duró hasta mi traslado a la capital en 1980.

Para mí fue un tiempo de puro disfrute. Y pienso que también para él, por los cuentos que me hicieron los conocidos comunes. Pero, sobre todo, porque me lo hacía sentir así, en cada encuentro nuestro. Mientras, las cartas me llovían al periódico y yo emborronaba cuartillas, muchas veces sin enviarle respuestas, por temor a que encontrara errores en mi redacción.

Llegaba a Camagüey para descansar de sus innumerables tareas como escritor, presidente de la UNEAC, y tras sus viajes al exterior... e invariablemente yo estaba allí, junto a la escalerilla del avión para esperarle.

Ahora, Nicolás es mi amigo. Con un afecto tan especial, que su biógrafo, Ángel Augier, bautizó la relación como “amistad amorosa”. Algunos tal vez lo duden. Porque hay personas que no creen en la amistad entre un hombre y una mujer, en dos seres de edades muy distantes.

Y que, sin sexualidad incluida, pueda perdurar hasta después de la muerte.

Considero que Guillén está a mi lado hoy. Estoy segura de eso. Me lo demuestra a cada rato. Muchas veces siento que me lleva de su mano a desandar los caminos, y me reafirma en palabras inaudibles para otros que me sigue queriendo tanto como yo lo quiero. Por supuesto, que llegar a ese punto culminante no resultó fácil. Él era un girasol, cambiando “la amapola” del verso, en la canción infantil, y yo un patito, chiquito de verdad. Nuestro primer encuentro fue más bien un “encontronazo”... pero el tiempo lo hizo inolvidable.

No sé si fue su pelo cano, sus manos, sus gestos, su voz grave, aquella risa... ¡qué sé yo! Nicolás me miraba, me hablaba y yo me transportaba... 


Tomado de Mi amigo Nicolás. 2da. Edición. Miami, Ediciones Entre Líneas, 2015, pp.20-32.

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